Hace 357 años cayó la primera cabeza de león (Relatos - 1)

 
Por Jesús Villanueva Jiménez  (Publicado en La Opinión el 18 de mayo de 2014).
 
 
Bahía de Santa Cruz de Tenerife, 30 de abril de 1657
 
 
          —¡Por san Jorge, que si esa bala del diablo vuela más bajo nos arranca la cabeza y hasta el alma! —vociferó desde la toldilla del navío de guerra el corsario Robert Blake, comandante de la escuadra británica de 33 buques que atacaba Santa Cruz, cuando la bola de hierro hizo jirones las jarcias y partió en su mitad el palo de mesana, llevándose con ella la bandera bicolor que de él colgaba, hasta el fondo de los mares.
 
          —¡Ahí tienes mi respuesta, pérfido Blake, que un soldado español no negocia con escoria pirata!—gritó don Alonso Dávila y Guzmán, Gobernador y Capitán General de las Canarias, que catalejo en mano, desde la plataforma alta del castillo de San Cristóbal, observaba las maniobras de la escuadra británica.
 
          Apenas tres segundos antes, el cañón de más calibre y alcance de la defensa española,  el formidable Hércules, una vez más, había hecho fuego contra las naves enemigas, cuando la lancha con el mensajero, que había enviado Blake exigiendo la rendición de la plaza, regresaba con la rotunda negativa de la primera autoridad civil y militar del Archipiélago canario.
 
          Junto a Dávila, el general don Diego de Egüés contemplaba cómo su flota se hundía envuelta en llamas en la bahía chicharrera. “Antes que sean mis barcos apresados por la horda inglesa, serán incendiados y que se los traguen las aguas, ¡que dónde ondea pabellón español no ha de hacerlo otra bandera, y menos si ésta es británica o corsaria, que lo mismo da una que otra!”, le había dicho Egüés a su segundo, el almirante don José Centeno. Se trataba de las nueve naos mercantes y dos galeones de guerra de escolta que formaban la Flota de Indias, que procedente de Veracruz con destino Sevilla, cargada de plata —luego de haberse avituallado en Santa Cruz y reparado un mástil de la nao capitana—, de nuevo rumbo a la península, a la altura de la isla de Canaria, fue alcanzada por un bergantín correo enviado por el propio Dávila. En la misiva entregada al general Egüés, Dávila le advertía de la presencia de una gran escuadra enemiga frente a las costas andaluzas, con las evidentes pretensiones de  cortar las comunicaciones de la Carrera de Indias y hacerse con los tesoros que transportaban, por lo que le instaba, por orden directa de S.M. el Rey Felipe IV, a que se resguardara en Santa Cruz y allí permaneciera, al amparo de la artillería de sus baluartes, hasta nuevo aviso. El 26 de febrero fondeaba de nuevo en la rada santacrucera la escuadra española, amarrada borda con borda lo más cerca de tierra que las mareas y el fondo permitieron. De inmediato, en centenares de viajes realizados por los botes auxiliares y por barquitos de pesca chicharreros, se desembarcaron cañones, munición y pertrechos que se unirían a la defensa en caso de ser atacados por los ingleses, así como fue puesta a buen recaudo la plata y demás mercancías de gran valor.
 
          Aquel amanecer de finales de abril, tras el sol enrojecido, se avistaron las velas de la flota corsaria al servicio de la Corona Británica. Muy al alcance creyó Blake la plata española, que —a sabiendas de que no se hallaría ya en los buques, sino en tierra bien custodiada— dada la enorme superioridad en bocas de fuego y hombres de la que disponía, la tomaría por la fuerza arrasando el pueblo si éste no se rendía antes, añadiendo al tesoro de la Flota de Indias los caudales propios de la plaza y sus habitantes. “¡Qué gran botín nos espera!, que mal rayo me parta si esta noche no duerme todo él en las bodegas de mis barcos”, había fanfarroneado el corsario, hortera o pusilánime, según le diera, viéndose vestido con la piel del oso antes de darle muerte.
 
          En Santa Cruz, Dávila había reunido diez mil hombres, que se posicionaron tras las murallas de uno y otro lado del castillo Principal. Eran en su mayor parte campesinos de milicias, de los cuales sólo mil disponían de arcabuces y trescientos de mosquetes, los demás se armaban de garrotes, rozaderas y aperos de labranza, que de abrir la tierra, abrirían gargantas enemigas. Los lugareños que no se habían desplazado a San Cristóbal de La Laguna, esperaban encerrados en sus casas, a sabiendas de que si lograban desembarcar en tromba los corsarios rompiendo las defensas, arrasarían sin contemplaciones con vidas y haciendas. A las puertas del castillo, aguardaba Benito, un joven arriero chicharrero, con su caballo de nombre Majadero, dispuesto a llevar a La Laguna, capital de la isla, las noticias que el Señor Gobernador tuviera a bien comunicar. “Tranquilo, Majadero, tranquilo”, palmeaba Benito el fuerte cuello del animal, tratando de calmar su ansia, a cada tronar de los cañones, a la vez que pensaba en Candelaria, su amadísima esposa, que se había refugiado en casa de unos parientes laguneros.
 
          Asomaba ya el sol por encima de los mástiles de los barcos enemigos, cuando Blake  —que disponía de 1.500 bocas de fuego, contra 99 españolas—, ordenó hacer fuego contra las naves fondeadas en la rada, contra el castillo Principal y contra el que a su derecha se situaba, el de Paso Alto, y contra el pueblo en su totalidad. Trataba así de causar el pánico y forzar la rendición. No cesó el bombardeo durante tres horas interminables, que dañó seriamente barcos, murallas y viviendas. Desde tierra se respondía con fragor, sin descanso, con la convicción de no ser vencidos por aquella caterva corsaria capaz de entregar el alma a Lucifer si con ello se obtenía el mayor de los botines. Cesó el fuego inglés cuando doce fragatas corsarias abordaron los barcos fondeados, ya con graves averías y desarbolados. La valiente tripulación española, luego de batirse con arrojo, ante la manifiesta inferioridad, siguiendo las previas consignas, incendió las naves y se echó al agua para alcanzar a nado la costa. Se reanudó un terrible fuego cruzado que mataba españoles e ingleses, pero tan vulnerables se hallaban en las aguas la marinería de la Flota de Indias, que hasta trescientos de ellos perdieron la vida. No cesaban los disparos de cañón de uno y otro lado; mas era el fuego del Hércules el que, martillazo a martillazo, con su largo alcance y grueso calibre, causaba serios estragos en la armada invasora. ¡Santa Cruz se batía con arrojo! Sin descanso, a pie de la imponente pieza de bronce estuvo en todo momento el alcaide del castillo de San Cristóbal, don Fernando Esteban de la Guerra y Ayala, alentando a los artilleros y sirviendo el cañón, cuando era menester;  y a su lado, ante la admiración de todos, su esposa, doña Hipólita Cibo de Sopranis, que negándose a refugiarse en La Laguna, atendía y consolaba a los heridos, y hasta acarreó barriles de pólvora allí donde se precisara. No fue menos don Bartolomé Benítez de la Cueva, lugarteniente del Comandante General, que junto al corregidor y capitán a guerra don Ambrosio de Barrientos, servía cañones, a la vez que espetaba improperios contra el invasor, infundiendo ánimo y valor a los artilleros; mientras el Sargento Mayor don Juan Fernández Franco, entre disparo y disparo de cañón, se llegaba a las murallas a pulsar la moral de la tropa y milicia, arengándola a voces de trueno, ante la posible lucha cuerpo a cuerpo si el enemigo lograba desembarcar.
 
          —¡Maldita sea mi suerte, mil veces maldita; y malditos aliados que deben guardar Arriba estos españoles de la madre que los parió! —bramaba histérico Blake, al instante de que otro cañonazo del Hércules impactara contra el casco del buque insignia británico —que ya se creía fuera de alcance de la artillería española—, al borde de la cubierta, rompiéndola en mil astillas como mil proyectiles envenenados, uno de los cuales rajó la cara del almirante corsario, justo bajo su ojo derecho.
 
          Diez horas de batalla incesante se llevaban, de recio fuego de una y otra parte, cuando Blake, al anochecer —mostrando la luna su cara de Gioconda, como si del corsario se burlara—, tuvo el convencimiento de que Santa Cruz no estaba dispuesta a dejarles tomar tierra y a saquear sus arcas, matar a sus hombres y ofender a sus mujeres, al menos sin que la factura a pagar fuera desorbitada. “Más de doscientos muertos debemos sumar ya, señor almirante,… de heridos aún no tengo una cuenta precisa”, informaba uno de los oficiales del buque insignia. La alta cifra de bajas, las importantes averías sufridas por muchos de sus barcos, y aquel último impacto del cañón de tan largo alcance, que a poco estuvo de dejarlo tuerto —pensaba el pirata, tapándose con un sucio trapo el tajo del que manaba sangre—, le arrebató la moral cual peor de los augurios. “Ya venderé ante el Rey el hundimiento de la flota española como un gran triunfo”, se decía Blake, luego de ordenar hacer señales a la escuadra de virar rumbo al Viejo continente, dejando atrás la Plaza que engañosamente se le había antojado fácil presa. 
 
          Al observar desde tierra el viraje de la escuadra enemiga, abandonando la batalla, en el castillo de San Cristóbal y el de Paso Alto, en las murallas y la plaza de la Pila, sobre las azoteas y tejados de las casas del pueblo, desde los altos mandos hasta el más humilde de los tinerfeños —que en Santa Cruz habían permanecido dispuestos a batirse con el invasor—, estallaron en vítores, alegres y orgullosos, enardecidos por la Victoria ante aquella horda corsaria. “Aaarreee, Majadero”, partió Benito, dichoso y exultante, a lomos del brioso corcel, deseando llegar a La Laguna y dar a conocer a gritos entusiastas la mejor de las noticias. “Aaarreee, Majadero, aaarreee…”, repetía, cuando ya se habían hecho minúsculos los muros del Castillo, pensando en Candelaria, deseando abrazarla y clamar al cielo cuánto le amaba. “Aaarreee, Majadero, aaarreee, viejo amigo, aaarrreee”, gritaba jubiloso, contemplando ya la Plaza del Adelantado,  a pocos minutos de que abrazado a Candelaria, ella le anunciara, con lágrimas de emoción —¡ya feliz por la marcha del ruin invasor!—, que llevaba en sus entrañas al primero de sus hijos.
 
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          Por aquella heroica defensa de Santa Cruz, el Rey Felipe IV concedió la Primera Cabeza de León de las tres que luce el escudo de nuestra Capital. En cuanto al formidable Hércules, aun sigue vivo y se puede contemplar, erguido orgulloso sobre su nueva cureña, en el Museo Militar de Almeyda.
 
          Y por cierto, no tuvo Blake ocasión de presentarse ante su Rey para vender su falsa victoria, pues meses antes de llegar a Inglaterra, el escorbuto le reventó las tripas y se lo llevó al infierno.
 
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