Repiques (Retales de la Historia - 161)

 
Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 18 de mayo de 2014).
 
 
          Los campanarios constituyen uno de los elementos arquitectónicos de los templos que se presta a más diferentes usos y, aunque nos pueda sorprender, no fue la ubicación de las campanas la primera razón de su existencia. Las campanas se colocaban en pequeñas espadañas o colgadas de los muros, mientras que el motivo original de construcción de las torres respondió en realidad a razones defensivas.
 
          Generalmente, en los antiguos asentamientos, en el centro del conglomerado urbano se situaba la iglesia a cuyo amparo se desarrollaba la vida comunal, por lo que defendiendo el templo se defendía también el poblado y se dificultaba un posible ataque, ya que para alcanzar el centro del objetivo se obligaba al agresor a avanzar por la población a partir de sus arrabales. Además, disponer de un punto de observación elevado permitía advertir estas aproximaciones indeseadas con tiempo suficiente para organizar la defensa. Esto explica la configuración de las torres de las antiguas iglesias, de aspecto más cercano a bastión militar que a estilizado campanario.
 
          Con el paso del tiempo la tipología típica de estos elementos, hoy indispensables en cualquier templo que se precie, no la alcanzó un Santa Cruz que comenzó su vida a caballo entre el final del siglo XV y comienzo del XVI, con una pobreza de recursos desoladora. Cuando ya los campanarios se habían estilizado y apuntaban al cielo como recordatorios de un Dios supremo, Santa Cruz se contentaba con humildes espadañas. Pero desde mucho antes en Europa ya se presumía de ostentosas torres de catedrales y de ricas comunidades religiosas, que rivalizaban en esplendor y altura.
 
          Aquí las campanas se utilizaban para toda clase de avisos, desde el avistamiento de enemigos, corsarios o piratas, hasta para el aviso de fuego en una población en la que la madera, en unión de la piedra volcánica, era el primordial elemento constructivo. Y, también, para convocar al pueblo en los grandes acontecimientos religiosos o festivos o, simplemente, para demostrar el incontenible júbilo de los que ostentaban el poder, lo que, naturalmente, casi nunca coincidía con los auténticos motivos de regocijo popular.
 
          Torres, lo que se dice torres de iglesias, Santa Cruz no ha contado con otras que las mismas que aún perduran, la de la iglesia del convento franciscano de San Pedro de Alcántara y la más moderna de la parroquia matriz de Nuestra Señora de la Concepción.
 
           Desde el principio la convivencia de ambas presentó dificultades, motivadas por si la una era más alta o tenía más campanas que la otra, o por decidir en cuál de las dos se colocaba el reloj que había hecho traer el marqués de Branciforte, lo que refleja el signo de aquellos tiempos en los que lo habitual era que el aprecio concitado se debiera a las apariencias y aspecto externo. Pero todo lo sana el paso del tiempo, todo menos las rivalidades políticas entre los distintos estamentos que influyen en una sociedad.
 
          Y así ocurrió en 1874, año en el que, por cierto, el ayuntamiento decidió sustituir el alumbrado con aceite del reloj de San Francisco, que ennegrecía la esfera, por velas esteáricas. Pero no fue este "adelanto" lo más importante, ni las 5.000 pesetas que la Sociedad Constructora reclamaba al ayuntamiento por la instalación de una fuente pública en la calle de La Laguna –Rambla Pulido– lo que la corporación, que no tenía un duro, retrasó durante meses con demoras y disculpas. Lo más importante de este año se produjo el mes de mayo con la llegada de la noticia de que las fuerzas realistas habían entrado en la ciudad de Bilbao.
 
          Presidía la corporación municipal, nombrado por el gobernador civil al morir por inanición la I República, Juan García Álvarez, que resultó ser un buen alcalde, cuando al conocerse la noticia se acordó pedir un repique general de campanas en demostración del júbilo general que embargaba al pueblo. Pero resultó que no pensaba lo mismo el cura párroco de la Concepción, Claudio Marrero, que se negó a hacerlo aduciendo que la Iglesia no estaba afiliada a ningún partido político y menos cuando se trataba de una lucha entre hermanos. Y llevó más lejos su negativa, pues como Arcipreste que era prohibió también que se repicara en la iglesia de San Francisco, con lo que el alcalde y sus concejales se iban a quedar sin repique de campanas... y hasta ahí podíamos llegar. Ocurría que el campanario de San Francisco no estaba en la iglesia, sino en la parte del viejo edificio del convento que era sede de las casas consistoriales, y por orden del alcalde fueron los guardias municipales los encargados de repicar.
 
          Ante el evidente desacato a la autoridad municipal, sólo se podía hacer una cosa, y esta fue acordar que la corporación no concurriría a las fiestas y funciones religiosas en la iglesia matriz mientras continuara el mismo párroco, decisión que se trasladó al obispo y que dio lugar a fuertes contestaciones. Algunos concejales hicieron constar su parecer de que estaban de acuerdo en proceder según lo acordado, menos en las festividades de la Cruz y Santiago, lo que fue aprobado.
 
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