De la astilla de tea a la luz eléctrica (1) (Retales de la Historia - 155)

 
Por Luis Cola Benítez (Publicado en La Opinión el 6 de abril de 2014).
 
 
 
          Es de suponer, y hay que darlo por cierto, que los primeros pobladores de las Islas conocían y trajeron consigo el fuego, como fuente de calor y de luz. La madera del pino canario de tea sería sin duda un elemento imprescindible por su riqueza en resina inflamable que les permitiría, además de cocinar alimentos, iluminar con sus astillas el interior de sus cuevas y refugios. Es posible que también fueran capaces de utilizar lámparas de sebo animal que provistas de mecha vegetal o de cuero les proporcionaban la iluminación necesaria. De este sistema hay evidencias de su uso en zonas rurales y apartadas hasta en tiempos relativamente recientes, colocando el pequeño recipiente de barro cocido que contenía la grasa oleaginosa con la correspondiente mecha sobre un rudimentario trípode formado por varas –latas– de madera, que permitían sostener en alto la fuente de luz ampliando su campo de acción, elemental artilugio que en las bandas de Chasna recibía el nombre de mancebo.
 
          Superados los tiempos de las antorchas y hachones aparecieron los faroles de reverbero, llamados así por disponer de una superficie reflectante que incrementaba la luminosidad de la llama de la mecha, vela o cirio de sebo. La fabricación de estas velas de sebo, y más recientemente de parafina, constituyó una importante industria por su gran consumo, no sólo en aplicaciones domésticas, sino por el que era su imprescindible uso en templos, procesiones y funciones religiosas.
 
          El alumbrado público fue inexistente durante los primeros trescientos años de Santa Cruz. Tuvo que llegar el comandante general Miguel López Fernández de Heredia para que en 1768, en uno de sus numerosos bandos, ordenara que después de las diez de la noche no se saliera sin farol y que se pusieran también en las fronteras de las casas para que las calles estuviesen iluminadas. Pero esas exigencias eran mucho pedir por el peligro de incendio y la pobreza generalizada del pueblo. Tal era así que transcurridos diez años, el alcalde Domingo Vicente Marrero, prohíbe encender braseros con fuego en los chaplones de puertas y ventanas y usar teas para alumbrar ni dentro de las casas ni por las calles.
 
          Por estos años ya habían algunos faroles en la Alameda de Branciforte o de la Marina para alumbrar las noches de verano sin luna el paseo de lo más distinguido de la sociedad chicharrera, como se evidencia de una cuenta de 1795 por gastos de reposición de cristales de faroles rotos por el viento y cuatro arrobas de aceite para el alumbrado. Pero el resto del pueblo continuaba a oscuras, lo que en 1813 llevó al alcalde Matías del Castillo a ordenar que se pusiera farol por las noches cuando la calle se ocupara con materiales de obras. Poco más tarde, en 1818, el mismo regidor adelantó de su bolsillo cerca de 60 pesos para la compra de 14 faroles para los balcones del Ayuntamiento con sus correspondientes mecheros. Tenemos que llegar a 1823 para que se empiece a pensar en un plan de alumbrado público, comprehensivo del número de faroles, forma y colocación de ellos y arbitrios para costearlo y mantener el alumbrado. Los regidores Meoqui y Álvarez de la Fuente fueron los encargados de redactar este plan, pero aunque a la vista de su costo nada pudo hacerse entonces, la idea fue recogida por las sucesivas corporaciones.
 
          En 1833 el alcalde José Crosa se empeñó en poner alumbrado en la plaza principal o de la Pila, para lo que se estimaban necesarias diez farolas, que alumbrarían las 241 noches de oscuro, cuyo costo sería de 1.035 reales, incluyendo gratificación del farolero, y se pide autorización al intendente de propios para los gastos necesarios. Dos años después es Pedro Bernardo Forstall quien reactiva el plan de servicio de alumbrado y serenos, basándose en un arbitrio sobre las casas y fincas que disfruten del mismo. El plan, de los comisionados José Guezala y Domingo Corvo, basándose en la longitud de las vías, comprendía: La Marina, desde la plaza a San Felipe Neri, 395 varas, 9 faroles; Caleta, 210 varas, 5 faroles; Candelaria, 250 varas, 6 faroles; San Francisco hasta la cárcel, 514 varas, 11 faroles; Norte, 345 varas, 8 faroles; Pilar hasta la iglesia, 257 varas, 6 faroles; San Roque, 451 varas, 10 faroles; San Felipe Neri, 287 varas, 7 faroles; San José, 315 varas, 7 faroles; Castillo, 506 varas, 11 faroles; Sol, 391 varas, 9 faroles; Santo Domingo, 2; Noria, 4; Plaza de la Iglesia, 5. Total 105 faroles.
 
          El problema estribaba en que no se disponía de un censo fiable para el reparto del arbitrio, sólo el de Paja y Utensilios, y hubo de esperarse a disponer del correspondiente a la contribución de Predios Urbanos, por lo que todo quedó paralizado durante muchos meses.
 
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