¡Pobres presos pobres! (Retales de la Historia - 113)

Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 16 de junio de 2013).

  

          En algunos Retales anteriores se trató de la cárcel de Santa Cruz y de las dificultades del consistorio para su mantenimiento, siempre a remolque de urgentes necesidades provocadas generalmente por la carencia de fondos y malas condiciones de la casa que servía de prisión.

          Lo normal era que a ella fueran a parar los más desfavorecidos que, además de verse privados de libertad, estaban condenados a vivir en condiciones verdaderamente miserables, rodeados de inmundicias en una instalación ruinosa, hasta el punto de mojarse los presos cuando llovía. Pero en el caso de los más privilegiados la situación era bien distinta, pues o bien eran detenidos en sus domicilios o en alguno de los castillos de la línea defensiva, siendo el ejemplo más conocido el del vizconde de Buen Paso, Juan Primo de la Guerra, que sufrió prisión en el castillo de Paso Alto. Allí paseaba por su huerta y explanada sin impedimento alguno y recibía las visitas de su madre, hermanas y otras amistades, que le acompañaban y hacían más tolerable su reclusión.

          Los presos pobres tenían que pagarse su prisión, el “derecho de carcelaje”, que cobraba el alcaide o carcelero, y hasta tal punto llegaba la situación que se conocen repetidas provisiones de la Real Audiencia prohibiendo que se les quitase la ropa para el pago de las costas, que en 1589 estaban establecidas en 6 maravedíes diarios. Después de fundado por el general Branciforte el Hospicio de San Carlos, esta institución tomó a su cargo la manutención de los presos pobres, benéfica decisión que no pudo mantenerse por mucho tiempo por falta de recursos. A partir de entonces el problema se agudizó, constituyendo una de las máximas preocupaciones del juez de primera instancia, que pedía aumentar la asignación, o del alcalde de turno, que recurría a originales recursos buscando soluciones. Por ejemplo. en 1797, siendo alcalde Domingo Vicente Marrero, cuando se tasó el trigo y, en consecuencia, el pan con estrictas normas sobre su cocción y peso reglamentado, se dispuso que todo el que no cumpliera con lo establecido se requisara para distribuirlo a los presos pobres. Y no fue la única vez.

          La cárcel estaba en Santa Cruz, pero su atención le correspondía en teoría al Cabildo de la Isla, teoría que nunca llegaba a la práctica. A los presos pobres los atendía el alcalde de la Villa de su bolsillo a razón de dos reales y medio al día y si no podía había dos soluciones: que pagaran las personas a cuyas instancias estaban detenidos o, en último extremo, dejarles salir para que se buscaran la vida en las calles. En alguna ocasión la Real Audiencia autorizó a los procuradores de cárcel que un día a la semana pidieran limosna para los presos pobres y cuando el alcalde se quejaba de que ya no podía seguir aportando, del derecho del Haber del Peso que se cobraba en la Aduana se le iban librando algunas cantidades a cuenta de lo que había suplido.

          Fue en el presupuesto de gastos municipales de 1823 cuando por primera vez se consignaron 90 reales al mes para la manutención de presos, pero que esta cantidad figurara en el presupuesto no equivalía a que se dispusiera de ella. Cinco años después en dicho presupuesto sólo se consignaron 750 reales para todo el año, con lo que la partida continuaba siendo deficitaria, hasta el punto de que, en 1832, se reconoce explícitamente que “en atención a no haber fondo alguno para mantener á los presos pobres se acuerda que todo el pan que se decomise se aplique a este intento.” Pocos años más tarde el jefe político ordenaba al ayuntamiento de La Laguna que facilitara “sin excusa las cantidades necesarias para sostener los presos pobres”, por haber agotado el de Santa Cruz todos sus recursos. La situación siguió igual año tras año.

          Al ser utilizada la cárcel de Santa Cruz por otros ayuntamientos, la Diputación Provincial estableció que debían colaborar con cuotas a su cargo, pero la mayor parte incumplían lo ordenado y eran continuos los requerimientos tanto de la Diputación como del juez de primera instancia, casi siempre sin resultado. Cuando en 1840 el Ayuntamiento recibió el convento de Santo Domingo para acoger los presos, se debían trece meses de alquiler al propietario de la casa que hasta entonces se había ocupado y el alcalde seguía supliendo la manutención. Dos años después se estableció en el convento una casa de asilo y se abrió un torno para suministrar el mismo rancho a los presos, con lo que algo se alivió la situación.

          Cuando se trasladó la cárcel a San Francisco, hasta se autorizó a los presos  que tenían cama que la llevara a su celda y, para el que no la tuviera, se encargaron 12 tarimas con “cabezales de anea o felpudo de la Península”. Todo un lujo.
 

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