Prestigio y avatar del balcón (Retales de la Historia - 104)

Por Luis Cola Benítez (Publicado en La Opinión el 14 de abril de 2013).

  

          Siempre había sido el balcón una prolongación de la casa hacia el exterior, al mismo nivel del piso del hogar, como intentando que la vida doméstica se prolongase hacia afuera, hacia el espacio ciudadano común. Pero ocurre que hoy el tráfago urbano, generalmente ruidoso y contaminante, ha dado al traste con aquella primaria intención y son muchos los balcones que, previstos en los proyectos y construidos, acaban “clausurados” por vidrieras y carpintería metálica, en señal inequívoca de que sus moradores poco quieren saber de su casa hacia la calle. También puede deberse a que, dadas las reducidas dimensiones de algunos pisos modernos, cerrar el balcón puede ser solución para ganar espacio interior.

          Pero, incluso, cuando los balcones comenzaron a acristalarse al socaire de la arquitectura del hierro de finales del siglo XIX, lo hacían con intención decorativa que se ha perdido y que daba prestigio a las fachadas. Por suerte, Santa Cruz conserva unos pocos ejemplos en algunas calles, como la del Castillo y Méndez Núñez, que milagrosamente han sobrevivido a la voraz piqueta y que son una auténtica delicia entre tanto insípido frontis.

          Y, ¿qué ha pasado con los balcones canarios, los nuestros, los de arquitectura tradicional y carpintería artesanal? A duras penas hemos sabido conservar media docena de los que en tiempos pretéritos fueron numerosos. En la calle San Francisco -que llegó a ser conocida como “calle de los balcones”- el de la antigua farmacia Cristellys; en la del Castillo el de otra antigua farmacia, la de Serra; dos en la Vera del Barranco, uno modesto más arriba del puente de El Cabo, y el de la esquina de la iglesia de la Concepción -que precisa urgente restauración-, además de la espléndida balconada doble esquinera de su pórtico; y, por último, dos magníficos balcones corridos, uno en la casa Carta de la Plaza de la Iglesia y otro, también de Carta, en la trasera de la casa-palacio de la Plaza de Candelaria, sobre la calle San José, este última forzosamente reconstruido en la década de los cincuenta del pasado siglo al ensancharse la vía. Lamentablemente, no quedan más.

          Estos balcones no sólo eran prolongación del hogar hacia el exterior, sino que en el estío daban sombra y frescor a las habitaciones y en invierno las resguardaban de la acción directa de la lluvia. Su utilidad se prolongaba a la calle, protegiendo al viandante o bien, como ocurrió en 1752 en ocasión de una hambruna, dándoles una utilidad insólita para guarecer una ingente cantidad de grano que llegado en socorro en varios barcos no había donde almacenar. Bajo los balcones de casas cercanas a la Aduana, sobre esteras y cubierto con encerados, se guardó hasta que pudo hacerse el reparto.

          El balcón era un elemento de ornato urbano y, al mismo tiempo, símbolo de prestigio y, para las instituciones, elemento de representatividad y convocatoria ciudadana. En él se exhibían las banderas y estandartes y desde él se lanzaban las proclamas y bandos y se pronunciaban discursos. El jefe político de turno recordaba al Ayuntamiento en 1822, cuando ocupaba la casa de la plaza de la Pila, que para publicar las leyes debía salir en corporación con un piquete de milicianos, subir la calle del Castillo hasta la del Norte y bajar por San José hasta San Francisco para volver a su sede, desde cuyo balcón se leería la nueva ley a los vecinos. En 1834, estando las casas consistoriales en la Plaza de la Iglesia, primero se leían las proclamas desde el balcón y luego se hacía el recorrido hasta la plaza del Pilar y vuelta al consistorio. De similar manera se siguió haciendo en los años siguientes.

          Pero ya desde antes los balcones tradicionales de madera habían empezado a verse amenazados, desde que en 1820 el regidor José Agustín de Mesa pidió que se suprimieran los balcones de las fachadas para evitar la propagación de los incendios de una acera a otra. De momento nada se hizo, hasta que dieciocho años más tarde se pidió formalmente a Francisco Montemayor y a Rafael Espou que quitaran los balcones de tea de la trasera de sus casas en el callejón del Sí, por constituir peligro en caso de incendio. Espou accedió a ello de palabra, aunque nada hizo, obligando a abrir expediente judicial, hasta que en 1841 el ayuntamiento procedió al derribo por cuenta de los propietarios. También se pidió entonces derruir el balcón y escalera de la fachada de la casa de herederos de Elena Lemus en la calle de la Luz, esquina a la de las Tiendas.

          El 18 de marzo de 1936, en plena República, en una movida sesión municipal resultó elegido alcalde José Carlos Schwartz Hernández, después de que el partido dominante -según se dice en la correspondiente acta municipal- “recogiera el Poder del medio de la calle desde los balcones del Ayuntamiento.” Una utilidad más de los balcones.

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