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In Memoriam. Cecilia Armendáriz Gurrea

Autor: Antonio Salgado Pérez
Publicado en El Día el 3 de noviembre de 2010

 

          El padre Norberto García, párroco del Sagrado Corazón de Jesús, con el habitual magisterio que le viene caracterizando, supo hilvanar, desde su ambón, una elegía tan enjundiosa como emotiva que, entre otras frases, contenía éstas: “Ante la muerte de nuestra hermana en la fe Cecilia, en nuestro interior se alternan sentimientos encontrados: por un lado, lamentamos y lloramos su óbito; por otro, sentimos una inmensa paz y alegría; un gran consuelo y esperanza porque la sabemos, con la certeza de la fe, gozando de la dicha de Dios; la sentimos alejada para siempre de una enfermedad, lenta e irremediable que, dada su sensibilidad y su modo de ser, le hubiesen hecho sufrir en exceso; alabamos, en medio de todo, el buen trato y el cariño misterioso que Dios ha tenido con ella. En medio del dolor, pues, damos gracias a Dios y le bendecimos por su vida y, también por su muerte”.

          En efecto, ha nacido para la muerte Cecilia Armendáriz Gurrea. Sus familiares y allegados la conocíamos bajo este peculiar hipocorístico: Chía. Ahora, allá arriba, estará charlando amigablemente con su hermana María del Rosario, Maruchi, cuya santidad comprobamos muchas veces en Tegueste, donde pasó sus últimos momentos en una residencia religiosa llena de paz, tranquilidad y bucolismo, donde esparció aquella bondad que tantas veces hemos visto reflejada en las figuras de Murillo.

         Siempre se ha dicho que una amistad noble es una obra maestra a dúo, y Chía, por fortuna, la gozó durante gran parte de su vida junto a su hermana Selina, una especie de Ángel de la Guarda que nos demostró que la calidad nunca es un accidente, sino el resultado de un esfuerzo de la inteligencia.

          Chía, ilustre docente, siempre nos pregonó que un sistema escolar que no tuviese a los padres como cimientos era igual a una cubeta con una oquedad en el fondo. De elogiable locuacidad y pragmática tenacidad en la lectura, sabía que un buen libro es aquel que se abre con expectación y se cierra con proyecto; y nos repetía que la lectura de un buen texto es un diálogo incesante en el que el tomo habla y el alma contesta. Y es que en el fondo sabía que un hogar sin libros era un cuerpo sin espíritu.

         Cuando Chía perdió su dicción, conservó su sonrisa; y cuando en ella se desdibujó su verbo, siguió mostrando su encomiable entusiasmo.

          En sus exequias, el padre Norberto, con evidente desazón y pesadumbre, y en emocionadas palabras, dijo entre otras cosas: “La imagen que yo tengo y mantengo de Cecilia es la de una mujer tocada por la gracia de la fe, que conservó, con esa entereza de la que todos algo sabemos, la fidelidad de quien cae y se levanta: olvida y cultiva; contradice y mantiene, pero siempre está; late en lo más profundo del ser, mujer de fe, sin más; a esta primera pincelada añadimos otra, la de una mujer muy culta”. Y el párroco del Sagrado Corazón de Jesús terminó expresando que “ojalá cojamos todos el “testigo” que personas como Cecilia nos deja. Seguro que el mundo sería una balsa de aceite y no una jungla de asfalto”.

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