VISITANTES ILUSTRES EN SANTA CRUZ (1). Relato de Louis Feuillée
Autor: José Manuel Ledesma Alonso
Publicado en el Diario de Avisos el 7 de septiembre de 2025
Viaje del Astrónomo y Naturalista Louis Feuillée a las islas Canarias en 1724.

C
Louis Éconches Feuillée (Mane, Francia, 1660 – Marsella, Francia, 1732)
De familia humilde, a los 20 años ingresó en el convento de la Orden de los Mínimos, de su ciudad natal, recibiendo sólidos conocimientos que le proporcionarían una excelente reputación entre los sabios europeos, por lo que sería nombrado matemático Real de Luís XIV, y admitido como miembro de la Academia de Ciencias de París.
En 1700, después de realizar un viaje para determinar la longitud y latitud de los principales puertos del Meridiano Oriental, emprendería otro periplo a las Antillas, llegando a la isla de Martinica y recorriendo toda la costa venezolana.
Feuillée llegaría por primera vez a la Villa y Puerto de Santa Cruz, el 24 de mayo de 1708, en la escala de un viaje al Virreinato del Perú, a bordo del Saint-Jean Baptiste, donde realizaría observaciones astronómicas, trazado de mapas, y descripción de su flora y su fauna, recopilando interesantes colecciones de plantas y minerales.
Feuillée volvería de nuevo a Tenerife el 23 de junio de 1724, a bordo del Neptuno, un barco de 16 cañones y una tripulación de 30 hombres, enviado por la Academia de Ciencias de Francia para determinar la diferencia en longitud entre el meridiano de Orchilla (El Hierro) y el observatorio de París. Cálculos necesarios porque, desde 1634, los marinos franceses medían las longitudes en la mar a partir del citado meridiano.
Grabado de la época
De ese viaje son las siguientes impresiones:
Santa Cruz es una pequeña ciudad situada en la isla de Tenerife que, al estar construida al borde del mar y muy expuesta a los vientos que soplan del Este de la Isla, hace que la maniobra de acceso a tierra sea muy difícil y peligrosa, pues la línea de costa es muy elevada y sólo hay una pequeña ensenada arenosa al Este de la ciudad, donde se puede descender a tierra cuando el mar está en calma.
La ciudad tiene alrededor de trescientas casas y los calores son excesivos en todas las estaciones. La parroquia es muy bonita. Existen dos conventos, uno de franciscanos y el otro de dominicos.
La ciudad y la rada están defendidas a lo largo de la costa por tres fuertes, una plataforma y varias fortificaciones. Las guarniciones de los fuertes de San Juan y de San Cristóbal los mantiene la ciudad, y por ello tiene el privilegio de nombrar cada año a sus comandantes, que el Capitán General de las Islas aprueba tras la propuesta; sin embargo, el comandante del fuerte llamado Santo Cristo de Paso Alto y de las otras fortificaciones para las que el Rey da el dinero para los gastos de la guarnición y el mantenimiento, los nombra el citado Capitán General.
La ascensión al Teide
El 30 de julio nos trasladamos a La Orotava, hospedándonos en casa del marqués de La Florida y, la madrugada del día 3 de agosto, emprendimos la excursión a la cima del Pico de Tenerife, acompañados de mi ayudante Verguin; el cónsul Sr. Porlier; el marqués de la Florida y dos de sus hijos; el doctor Daniel, irlandés residente en la isla; tres guías y doce mozos que conducían a una docena de mulas cargadas con equipajes y provisiones.
A las ocho de la mañana ya nos encontrábamos en la cumbre del Monteverde, donde terminaban las espesas nubes, a través de la cuales habíamos pasado en nuestro recorrido desde La Orotava. Seguidamente penetramos en el pinar, donde encontramos muchos árboles caídos y con sus troncos podridos por la humedad, según los guías, debido a que un huracán había abatido gran número de ellos.
Como los calores de la canícula ya se hacían sentir, acampamos bajo uno de estos pinos, al que los españoles han dado nombre de Pino de la Merienda. Allí esperamos hasta que llegaron los mulos de carga con las provisiones para la comida.
A primera hora de la tarde reiniciamos el camino y pasamos junto al majestuoso pino llamado La Carabela, y dos horas más tarde estábamos en el Portillo, un paraje entre dos montañas que marcaba el final de los montes de pinos. Aquí se veían los restos de furiosos volcanes que se abrieron en otro tiempo y que estaban señalados por una gran cantidad de rocas calcinadas, emergidas de estos profundos abismos por el impulso de los fuegos subterráneos.
Luego entramos en un llano cubierto de arenas que los vientos han ido acumulando, donde había muchas retamas cuyas numerosas ramas estaban muy secas en esta época. Aquí vimos correr un gran número de conejos y cabras salvajes, tres de las cuales fueron capturadas por los ágiles guías y por los portadores y su apetitosa carne nos sirvió para cenar. En el lugar, llamado las Faldas del Teide, recogí varias piedras de brillante obsidiana.
A las cuatro de la tarde llegamos al pie del Pico, lugar donde comienza la montaña que es extremadamente empinada. La tierra que la cubre es una arena blanquecina, sembrada de pequeñas piedras pómez. A pesar de su pendiente, continuamos subiendo a lomos del caballo por pequeños senderos en zigzag que habías sido abiertos por los hombres (neveros) que van a coger nieve del Pan de Azúcar. Proseguimos el ascenso hasta llegar a la Estancia de los Ingleses, lugar así llamado a causa de que algunos de esta nación prepararon allí su campamento parar pasar la noche. Para combatir el frío, los guías realizaron una hoguera que también nos sirvió para asar la caza.
A las cuatro de la madrugada del día 4 de agosto, después de desayunar chocolate caliente y unas gotas de aguardiente, comenzamos a subir. Vimos salir el sol de la superficie de las aguas del mar, cruzado de tres bandas muy oscuras formadas por gruesas nubes extendidas paralelamente al horizonte. Al contemplar el mar de nubes, su plano representaba la superficie de otro mar tranquilo, semejante a aquel que habíamos visto el día precedente al oeste del Pico. Durante el ascenso sufrí una caída, lo que me impidió llegar a la cima, por lo que mi ayudante Verguin y cinco acompañantes se encargarían de llevar a cabo las observaciones y mediciones en el cráter, donde permanecieron por espacio de 2 horas.
El gran cráter, llamado la Caldera, situado en medio de la cumbre del Pico es casi oval. Su diámetro mayor mide alrededor de 40 toesas y el pequeño 30 toesas. Los bordes de la Caldera son desiguales, pues por el lado noroeste se elevan por encima de 7 toesas (13, 65 m) y por el lado opuesto alcanzan una altura de 4 toesas (7,80 m). El vaporoso lecho del cráter estaba formado por grandes rocas que habían quedado allí al perder el volcán su actividad.
También mis ayudantes observaron que los bordes de la Caldera estaban llenos de un número infinito de pequeños hoyos, de cada uno de los cuales salía un vapor sulfuroso y muy húmedo, y que la mano no se podía mantener delante de estos agujeros más de cuatro segundos sin resultar quemado, por lo que el gran calor que sintieron bajo los pies no les permitió permanecer allí mucho tiempo.
Al descender del cráter, nuestro médico hizo, involuntariamente, una incómoda experiencia, pues recogió azufre, lo envolvió en papel, y lo puso en su bolsillo, de manera que al mostrarme el azufre, no sólo encontró el papel perforado, sino también su pantalón y su bolsillo quemado y el azufre evaporado.
– – – – – – – – – – – – – –