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En La Gomera se cortaron orejas y rabo en 1932

Autor: Antonio Salgado Pérez
Publicado en el Diario de Avisos el 22 de septiembre de 2025

 

Figuras ilustres de la época, como el poeta “Crosita”, el ingeniero José Ángel Rodrigo-Vallabriga y el guitarrista Carmelo Cabral acudieron a esta cita invitados por el acreditado empresario y naviero Álvaro Rodríguez López.

         Vamos a situarnos en el socorrido “túnel del tiempo”. Estamos en el año 1932. Se está construyendo el nuevo edificio del Casino Principal de Santa Cruz de Tenerife y, al respecto, en un rotativo local, se leía: “Nuestro mayor respeto y admiración para todas aquellas personas que han cooperado a que la capital de Canarias pueda contar bien pronto con el edificio mayor del Archipiélago”. También, en el citado año se inaugura el “Grupo Escolar Salamanca”. Los estudiantes más avanzados seguían acudiendo a la Universidad de San Fernando de La Laguna, ubicada en la calle San Agustín.

          Y en 1932, en los litorales de la isla de La Gomera, se trabajaba con el agua por la cintura, en las playas, por falta de muelles y, después, a remo, desde la playa al barco, con viento y marea, donde la costumbre convertía aquel titánico esfuerzo en simple juego de niños, tras luchar, con denuedo, con el denominado “jalío”, todo un incordio del atraque.

          Aquel señalado día, 6 de enero de 1932, en los aledaños de la colombina Tecina, concretamente en Tapahuga, ¡qué nombre tan evocador para quienes hemos conocido sus contornos! Tapahuga, decíamos, era un hervidero de gente, que había acudido de los puntos más distantes de la escarpada Isla. Por otro lado, desde Playa de San Juan –al sur de Tenerife– hicieron viaje a Playa de Santiago –al sur de La Gomera–, a bordo del Isora, los organizadores, personajes ilustres y populares de la capital de Canarias, los boxeadores y el novillero que harían realidad el tan esperado y variopinto espectáculo.

          Álvaro Rodríguez López (1885-1958), cuyo eco emprendedor jamás se extinguirá en las impresionantes simas y perpendiculares acantilados gomeros, era el auténtico promotor de la original y curiosa idea: una reunión boxística y una novillada en Tapahuga. Por supuesto, era la primera vez en la historia que sucedían tales actos en la Isla.

          Pero hubo más, algo más. Para caldear el ambiente hubo exhibición de cantos y bailes típicos, actuando de “verseadores” el célebre Ramón de Igualero; y Marichal de Alajeró.

 

                    Arremolinados con todos ellos, luciendo boina y pajarita, se encontraba el inolvidable Diego Crosa y Costa (1869-1942), dibujante, acuarelista, autor teatral y poeta, que como tal, colaboraba en la revista modernista Castalia e hizo famoso el pseudónimo “Crosita” en la sección “Ripios” de La Prensa, que dirigía su fundador Leoncio Rodríguez. Y puede que “Crosita”, en aquel distendido ambiente, diera a conocer su copla más popular: “Cuando una canaria quiere / a quien la sabe querer / de tanto querer se muere / y muerta quiere también”.

 

          Y otro invitado por Rodríguez López era el ingeniero militar José Ángel Rodrigo-Vallabriga y Brito, con su fino bigote de espadachín medieval y acrisolada prestancia donjuanesca, que años antes había obtenido la concesión para la explotación de las aguas minero-medicinales registradas a nombre de “Aguas de Sabinosa”, en El Hierro. Su figura estaba llena de leyendas. Poseía un extraordinario dinamismo, una personalidad chispeante que quedó reflejada en su capacidad de trabajo y organización. Rodrigo-Vallabriga, que había nacido en Cuba en 1876, fue el autor del proyecto y director de las obras de la Catedral de La Laguna. En 1915 se le condecoró en recompensa por los servicios prestados, en noviembre de 1909, en la erupción del Chinyero. Falleció en esta capital el año 1965.

         

Como el día 6 de enero de 1932 se celebraba la Epifanía, hubo un extraordinario reparto de juguetes, donde Carmelo Cabral Llanera (1881-1956) hizo de “rey negro”. Era fácil imaginar al reputado guitarrista y compositor Cabral dando un pequeño adelanto de música folklórica canaria de la que había grabado, primero, con la firma “Odeón” y, luego, en “La Voz de su Amo”, en la década 40-50 del pasado siglo.

         Los primeros boxeadores que calzaron guantes de ocho onzas en tierras gomeras fueron Pepito Hernández y Pedro María. Y el primer árbitro, tocado de flamante gorra-visera lo fue Guillermo Bowyer, que otorgó la victoria, por puntos, al primero, siendo el veredicto “unánimemente aplaudido”. En los respectivos rincones de los púgiles se podían observar amplios y refrescantes cubos de agua…

          (Hay que dejar constancia de que el primer combate oficial de boxeo en Canarias fue protagonizado por el citado Pepito Hernández (José Hernández Fernández), natural de San Sebastián de la Gomera; y el tinerfeño José Padrón. Fecha: 25 de julio de 1925. Lugar: Campo de la Avenida, donde estuvo situado el cine Avenida, en Santa Cruz de Tenerife. El combate tuvo poca historia. Solo duró tres asaltos. El árbitro parece ser que fue el culpable, porque desde el primer momento, dijeron las crónicas, “la cogió con el gomero”, al que descalificó en el asalto señalado).

          Por mediación del joven organizador tinerfeño, Lucio Díaz Padrón, y bajo el ya mencionado y generoso mecenazgo, se contrataron los servicios del novillero Francisco Silva “Alameda”, que apenas contaba 16 años. (En la foto en una fase de la lidia). Era sevillano, “con más sal que el Mar Muerto”, como nos manifestó en su día don Antonio Armas Darias, memoria viva de aquella otrora y lejana isla de La Gomera, donde ejercía el cargo de apoderado de la firma “Rodríguez López”. Antes del espectáculo taurino, que se había anunciado con carteles multicolores y algún que otro mantón de Manila, se había oído que “Alameda” tenía “más afición que el Nápoles” –en referencia al popular equipo de futbol santacrucero–.

          El torerillo lo hizo tan bien que le otorgaron nada más y nada menos que las dos orejas y el rabo del novillo. Y según versiones de los más viejos del lugar, “salió a hombros” de aquellos vigorosos y entusiasmados pescadores, peones de plataneras y tomateras, que más tarde lo depositaron, aún vistiendo su impoluto traje de luces, en la perfecta comba de Playa de Santiago, que olía a factoría y salazón.

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