Por la «Ruta de Heidi» y otros rincones de Suiza y Liechtenstein, «el pequeño país más atractivo del continente»
Autor: Antonio Salgado Pérez
Publicado en El Día el 22 de mayo de 1999
Por estos contornos helvéticos, el césped, los prados, que se pierden de vista, tienen un color y un aroma distinto al británico, Y hay vacas, muchísimas vacas, pastando, rumiando sin cesar, con cencerros, “para oír donde están”. Es obligado conocer la increíble multiplicidad de Suiza y, de paso, en Maienfeld, el fascinante mundo de Heidi, que no es sólo un cuento para niños, sino un mundo que, existe, donde la imaginación de la zuriqueña Johanna Spyri, con rótulo de amargura por desgracias familiares, encontró es estos paradisiacos parajes la tranquilidad para encauzar su atormentada presencia.
En cada tramo de esta ya comercializada y denominada “Ruta de Heidi” parece que nos vamos a encontrar, de un momento a otro, con los inolvidables personajes de aquella serie que, en su día, concitó un inusitado interés. Por aquellas montañas, valles y lagos parece irrumpir Pedro; el abuelo de Heidi; el perro Niebla; por aquellas cascadas, cañones y cuevas, de lindas impresiones motivadas por paisajes de pura naturaleza, parece que estamos viendo a aquella oveja, Copito de Nieve; a Clara o a la inefable señorita Rottenmäyer…
Es muy difícil encontrar parajes como los descritos donde el goce visual se relaja de una forma muy especial ante la contemplación de tanta ondulaciones esmeraldas salpicadas de diminutos hogares, como los de un Nacimiento, muy bien pintados, como los cuentos de hadas, con chimeneas casi siempre humeantes, con volutas de calidez y vida. Y en un entorno bellísimo, rodeado de ríos, de árboles otoñales y de montañas, con la presencia, casi perpetua, de la nieve, un monumento, faltaría más, a Heidi, recostada sobre una roca, como mirando a una fuente cercana, donde niños y mayores posan para toda clase de cámaras porque el encuentro con tal personaje hay que perpetuarlo.
Y pegadito al monumento de Heidi, siempre entre montañas, entre inigualables instalaciones hoteleras invernales y con un magnífico sistema de transporte, Vaduz, la capital del principado de Liechtenstein, una diminuta joya que mido poco más de 25 kilómetros de largo y 6 de ancho –o sea, como el término municipal de Guía de Isora– con cerca de treinta mil habitantes. Con algo de paciencia, una buena lupa y buscando aproximadamente en el centro del mapa de Europa, allí localizaremos “El pequeño país más atractivo del Continente”. Troncos de madera apilados fuera de las casas, que tienen enanitos, muchos enanitos en los jardines. Un tren cruza por el centro de la ciudad y varios tractores van repletos de coles violadas. Y allá arriba, mezquinas en almenas, la residencia real, el austero y ennegrecido castillo de Vaduz, que mira como desafiante a sus cercanos picos y como un poco contrariado ante aquel jaleo que, en sus faldas, originan los numeroso turistas en las terrazas y en los restaurantes, ávidos de llevarse algún “souvenir” tras engullir bocadillos de atún, tomate, mahonesa, naranja china, huevo, aceitunas, mazorca de maíz, limón y pepinillo, que todos estos ingredientes, en pequeñas porciones, caben entre miga y miga.
Y luego, frente a “una frontera sin control”, de nuevo, en Suiza, en Lucerna, con sus innumerables monumentos y atracciones, su estupendo casco histórico, cita obligada que no se puede pasar por alto. Hay que atravesar, con cierto espíritu poético, el Kappelbrücke, el famoso puente de madera y la Torre del Agua octogonal, sin los cuales Lucerna no sería Lucerna, para acabar, en viaje apresurado pero gratificante, en el Löwendenkmal, “El León moribundo de Lucerna”, que es –según los locales– “uno de los monumentos más famosos del universo”. Esculpido directamente en la roca viva, el escritor norteamericano Mark Twain lo llamó “El más triste y conmovedor trozo de roca del mundo”. Fue erigido en memoria de los héroes suizos que lucharon bravamente, y es, al mismo tiempo que homenaje y recuerdo, “un aviso contra el exceso de petulancia y una llamada de atención para que cuidemos nuestra bella ciudad”. Y estando en Lucerna, cuajada de soportales, tejados, almenas y miradores ¿cómo no subir a bordo y no dejarse hechizar por el romántico paisaje del hermoso Lago de los Cuatro Cantones?
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