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El químico que un día se despertó juglar: Juan Marrero González

Autor: Antonio Salgado Pérez

Publicado en El Día el 16 de octubre de 1999

   

   Busto de Juan Marrero en Los Realejos

 

          Juan Marrero González, reputado químico que  un día se despertó juglar, cuando quedó liberado del atenazante y acaparador agobio de números y de fórmulas, nos ha vuelto a ofrecer –arropado, muy bien arropado– otra emotiva y entrañable velada, en el floral escenario del Círculo de Amistad XII de Enero, luminoso y acogedor, donde desde la mesa presidencial de su sala de actos, autor, rapsodas, presentador y dos invitados: uno, musical y, otro, de verbo desenfadado, fueron los encargados de ofrecernos una sesión impregnada de sensibilidad, de creatividad poética, donde las musas parecían revolotear por aquel recinto de atinada acústica, coronada por una numerosa concurrencia que sabe que en estas reuniones se relaja el espíritu y se fortalecen los sentimientos.

          Formidables las palabras de presentación vertidas por Miguel Melián sobre el nuevo libro de Juan Marrero, Hojas de otoño y viento, donde nos habló de crepúsculos, no de tristezas; de aquellos inolvidables atardeceres en Granada y Venecia… El tono grave, nunca quejumbroso, de Pedro Tabares de Lugo, orlaron los versos del poeta y el tono espontáneo, lozano, de Castro Fariña fueron los encargados de gestar sonrisas y risas entre el auditorio, que luego se arrobó con José María Lambea, maestro del teclado y de la improvisación musical, siempre atento a cualquier llamada de este género emocional y cultural.

          Juan Marrero, nictófobo y vitalista, nos sigue proporcionando, como en sus otros tres libros anteriores –Huerto lírico canario, La canción del agua y Palabras de amor y cantos de gloria–, un rico y escogido léxico. Sigue siendo un consumado observador, un generoso trovador que, a cada instante, tiene dispuesta su inspiración poética, inmortalizando, con su inquieta péñola, pequeños detalles de la vida cotidiana que, para otros, pasan desapercibidos, Así nos sigue dejando constancia de sus pensamientos, que algunos luego se convierten en emblemas. Y un simple lector como el que suscribe lo podría atestiguar leyendo ese lamento guanche que, entre otras cosas, nos dice:

          “Abismales barranqueras/ que no fuisteis profanadas/ por las botas vencedoras/ de las huestes castellanas;/ en vuestras márgenes fueron/ las desiguales batallas/ del hierro y la dura tea,/ del tamargo y la coraza,/ de la pica con la piedra,/ del arcabuz con la lanza…”.

          Con esa inmarchitable generosidad y, en cada poema, Juan Marrero hilvana una cariñosa dedicatoria y la constancia de un pensamiento ilustre y profundo. Tiene un recuerdo, un canto, para los molinos de viento, para los aquejados de Alzheimer, para la vieja bailadora, el hombre de las palomas, el guayabero, para los mendigos con dignidad, para Marilyn Monroe: “Oh, diablesa, la magnífica divina,/ sólo sé que en tu figura de heroína/ se hermanaron todo el bien y todo el mal…”.

          En el tomo, proclive al soneto, una bella portada de ese pregonado otoño a orillas del Moscova y, en los interiores, crepúsculos chinescos, referencia pictórica de Claude Monet; árboles desnudos, en La Laguna, bajo el prisma fotográfico de Carmelo Barone y, también en París, ahora con la cámara del propio Juan Marrero, imágenes todas ellas que nos hacen recordar aquellas palabras de Rabindranath Tagore: “Cada hoja seca que cae nos descubre más el cielo”. Y todas y cada una de estas hojas han sido las que el autor ha recogido, ahora, con tanta ternura como perseverancia. Y como finalmente nos enfatizó Castro Fariña en el Círculo de Amistad: “Este libro debe ser un gozo del alma”.

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