¿Hay más noticias, Juana?

 Por Enrique Roméu Palazuelos  (Publicado en El Día el 27 de julio de 1997).

 

           Pasaban lentas las horas. Agobiaban los días. Uno, dos, tres, desde que en la mañana del 22 llegaran a la ciudad los mensajes de alarma y las peticiones de ayuda. También las gentes que huían sus miedos y lamentos.

          Había bajado don Juan Castro con los soldados del batallón de La Laguna y con voluntarios, decididos campesinos de Los Rodeos, temibles en el manejo de sus afiladas rozaderas. Los regidores del Cabildo organizaban el envío a Santa Cruz  de material de guerra y viveres…

          Tercera vez en el paso de los siglos que San Cristóbal de La Laguna acudía a la defensa de Santa Cruz. Ayuda lógica porque defendiéndola se defendía. Todos ansiaban noticias. Pero, tras el primer ataque en el que fracasaron los soldados de Nelson que volvieron a sus barcos, ¿por qué no habían intentado más ataques? Esta calma sospechosa agobiaba a todos. Las ansias de saber traían angustias a las madres, esposas y novias de quienes bajaron a la plaza en peligro. También a los regidores, buenos patriotas, y a otros a los que circunstancias adversas les impedían defender a Santa Cruz de Tenerife.

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          Pocos detalles hay sobre cómo transcurrieron en la ciudad los días de la batalla. Si Lope de la Guerra hubiese seguido escribiendo las memorias, tendríamos jugosa relación de cómo vivieron los vecinos de La Laguna los acontecimientos de la batalla. Pero Lope se cansó en 1790 de la tarea diaria de conocer y anotar lo que ocurría en Tenerife. He encontrado sólo la breve mención de la victoria, que puso en unos apuntes sobre el Real Consulado de Comercio. Sin embargo, es seguro que La Laguna, al igual que los demás pueblos de la isla, acudió a la defensa de Santa Cruz y que sus vecinos estuvieron atentos a las noticias que, tardías y a veces confusas, les llegaban. Del valioso grupo que treinta años antes capitaneaba Alonso de Nava, fue sólo Lope el que, ya vejete, aún se defendía. Los otros habían desaparecido o padecían enfermedades que los inutilizaban para la vida activa. Así le ocurría a Fernando de la Guerra y del Hoyo, quien desde años antes, tullido, imposibilitado para andar,  vivía sus inquietudes, metido en la cama, leyendo y asistido por su esposa Juana Teresa y las hijas.

          Hay ancho campo para suponer las inquietudes, angustias e impaciencias que manifestaría desde que le llegaron las primeras noticias de los ataques ingleses, las constantes demandas… ”¿Qué dicen? ¿Hay más avisos? ¡Juana, niñas!”.

          Su dormitorio, en la casa de la calle del Agua, daba a la montaña de San Roque y cuando los invasores intentaron desembarcar, durante la madrugada del 25, le llegaron lejanos, pero perceptibles, los ecos del combate. Encontré en su archivo una nota de su mano con la expresión de sus inquietudes y su alegría cuando le llegaron las victoriosas novedades.

          Habré de imaginarlo agitado, descompuesto, con voces apresuradas. “¿Hay noticias, Juana? ¿Qué sabemos de nuestro hijo?”

          Entraría ella radiante, serena. “¡Cálmate Fernando! Lope nos manda un recado. Los ingleses se han rendido.” Levantaría él los brazos al cielo.

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