La Gesta del 25 de Julio de 1797

Por Jesús Villanueva Jiménez  (Publicado en la Revista Hespérides del Mando de Canarias en su número 187, de julio-septiembre de 2011)


                                                                                                   

            Si enumerásemos los graves problemas que actualmente sufre España, uno de ellos, sin duda, es el efecto de un maligno virus inoculado en las mentes de un preocupante número de españoles. El afectado manifiesta sentirse más canario, catalán o andaluz que español; amar más a la patria chica, al pueblo, al barrio que a la Madre Patria, como si fuese natural amar más a un brazo o a una pierna que el conjunto de todo el cuerpo: la mente, el corazón, las extremidades.., el alma. Y más maligno se muestra el terrible virus cuando el infestado afirma odiar o despreciar a España, y sentirse exclusivamente vasco, gallego o extremeño. No se ha expandido, ni mucho menos, este maligno virus por las naciones de nuestro entorno. Envidia me da observar cómo se respetan la bandera, el himno nacional, los símbolos patrios, en los Estados Unidos de Norteamérica, en el Reino Unido, en Francia, en Alemania, en Italia, en Chile, en Argentina... Respetar y amar a tu patria y sus símbolos es un principio moral, y un pueblo sin principios es un pueblo a la deriva.

          Hubo otro tiempo en que, a pesar de los nefastos gobernantes que sufría España, su pueblo se aferraba a ese principio moral fundamental que supone el amor a la Patria. Y el amor a la Patria de generaciones de españoles (y el hambre, que todo hay que decirlo) hizo grande a esta Nación. Porque no hay nación en el mundo que haya gestado, desde su nacimiento hasta nuestros días, una Historia tan gloriosa como la nuestra.

          Y hablando de historia, hablemos de la página más gloriosa de la Historia de Canarias, que es una de esas páginas gloriosas de la Historia de España: La Gesta del 25 de Julio de 1797, o lo que es lo mismo, la Victoria de Santa Cruz de Tenerife sobre una potente escuadra británica, el día de Santiago Santo de hace 214 años.

          Y para aquellos que aún no estén al tanto de este Episodio Nacional del que no se ocupó Galdós, aquí les ofrezco un resumen de los hechos:

          Dejemos volar nuestra imaginación y situémonos a finales del siglo XVIII. Por entonces (en octubre de 1796) Carlos IV había declarado la guerra al monarca inglés Jorge III. La guerra se sostenía fundamentalmente en los mares, entre una Armada Española en declive (a merced de la ineptitud de los gobernantes) y una Royal Navy en su máximo apogeo. Desde hacía mucho tiempo, el Archipiélago Canario era ambicionado por Gran Bretaña, ya que sus islas podían suponer una extraordinaria plataforma atlántica para el refugio y avituallamiento de la Royal Navy, dado los intereses británicos en el Nuevo Continente. La oportunidad de arrebatar a la Corona Española tan preciada posesión se presentó a comienzos de la primavera de 1797. Por entonces, la Armada española se encontraba bloqueada por la británica en la bahía de Cádiz, luego de ser vencida el 14 de febrero frente al cabo de San Vicente. La intervención del comodoro Nelson fue decisiva para la victoria, lo que motivó su ascenso a contralmirante y que la Corona lo nombrara caballero de Bath. El joven contralmirante se sentía exultante. Fue entonces cuando al ambicioso marino se le presentó la oportunidad de alcanzar la más grande de las glorias. En carta fechada el 12 de abril de 1797, Nelson comunicó al almirante John Jervis, jefe de la flota del Mediterráneo, que el capitán Trowbridge, comandante del navío Culloden, le había informado de la presencia del virrey de Méjico en Santa Cruz de Tenerife, donde se custodiaba una formidable partida de oro valorada entre 6 y 7 millones de libras, una cantidad extraordinaria para la época (esta información resultó ser falsa). Este posible botín suponía un aliciente a sumar al soñado proyecto de invasión. Las circunstancias no podían ser más favorables, ya que las Canarias se encontraban aisladas y desprotegidas: la Armada británica era dueña del Atlántico. La seguridad que Nelson tenía sobre la consecución exitosa del proyecto era tal, que en ningún momento consideró ser derrotado: “Pero ahora viene mi plan, que no puede fallar, que inmortalizaría a quienes lo pusieran en ejecución, arruinaría a España y tiene todas las probabilidades de elevar a nuestra Nación al mayor grado de riqueza que nunca haya logrado aún”.

          Después de pedir a Jervis en la misiva que le encomendara el mando de la expedición, le sugirió la participación en la empresa del general Burgh “con sus 3.700 hombres, cañones, morteros, y todo el equipamiento ya embarcado; ellos harían el trabajo en tres días, probablemente en mucho menos. Yo aceptaría con un pequeño escuadrón a realizar la parte naval”. Se refirió también a determinados detalles de la plaza, según sus averiguaciones y a las intenciones reales de la “empresa”: “El agua es transportada a la población a través de canales de madera; el corte de ese suministro induciría probablemente a una rendición muy rápida; buenos términos para la población, aseguramiento de la propiedad privada de los isleños, y la sola demanda de la entrega de los caudales públicos y de las mercancías extranjeras, con amenaza de total destrucción si se dispara un solo cañón, En poco tiempo la empresa no puede malograrse”. Pero Jervis concluyó que aquel pueblo de pescadores y emergentes comerciantes, con escasas fuerzas defensoras, constituía una presa fácil. Consideró la victoria incuestionable, A Nelson encomendó Jervis la empresa, con la máxima autoridad para organizar la expedición, contando con los barcos y hombres que precisara, considerando que los recursos a su cargo se bastaban para alcanzar con éxito el ansiado proyecto.
Por último, Nelson quiso que su almirante le matizase determinadas consideraciones de máxima importancia:

          “¿Es su opinión que la intimidación sea dirigida a la isla de Tenerife en su conjunto, o únicamente a la población de Santa Cruz, y al distrito que le pertenece?" A lo que contestó Jervis (y he aquí una prueba irrefutable de la determinación británica de invadir las Canarias en su totalidad, y no la de llevar a cabo un simple saqueo, que vienen defendiendo desde hace 214 años los historiadores británicos, con el fin de evitar que esta derrota estrepitosa sufrida por el idolatrado Nelson no socavase su inmaculado expediente, además de mantener esa deplorable práctica de tender el más tupido manto -cuando no falsear- sobre las derrotas sufridas a manos de españoles: recordemos el antecedente de la defensa de Blas de Lezo de Cartagena de Indias en 1741): “A la totalidad de la isla”. Nelson volvía a preguntar:

          “¿Qué contribución desea que solicite para la preservación de la propiedad privada, con la excepción anteriormente expuesta (se refería a los alimentos y enseres que necesitasen los isleños para la supervivencia y progreso), con lo que respecta a Gran Canaria?” Respondió Jervis: “Palma, Gomera, Ferro, Ventura, Lanzarote”. La contestación evidencia que, después de conquistar Tenerife, pensaban en Gran Canaria, y Jervis dejó claro que el resto de islas del archipiélago, aún más desprotegidas que Tenerife, tendrían que caer una tras otra.

          En 1797 Santa Cruz de Tenerife, con apenas ocho mil habitantes, era el principal puerto de Canarias y su única plaza fuerte. Su primera autoridad era el Teniente General don Antonio Miguel Gutiérrez de Otero y González Verona, gobernador y Comandante General del archipiélago. Gutiérrez era un militar de raza; ciertamente experimentado: entre otros muchos méritos, expulsó a los ingleses de la Gran Malvina en 1770 y de la isla de Menorca en 1782, al mando de las tropas de desembarco. Conocía bien al enemigo inglés. Por eso, en noviembre de 1796, al mes siguiente de serle declarada la guerra a Gran Bretaña, reanudó la vigencia del plan de defensa de Santa Cruz, que había planificado en julio de 1793, con motivo de la guerra con Francia. El robo de la fragata Príncipe Fernando y de la corbeta francesa La Mutine, en las madrugadas del 18 de abril y del 28 de mayo, en la rada de Santa Cruz, llevadas a cabo por dos fragatas inglesas en cada ocasión, además de algunos acercamientos de buques enemigos, con el descarado objetivo de estudiar las defensas costeras, no hizo más que convencer al general de las intenciones británicas de atacar e invadir la isla; sólo tenía que recordar Gibraltar. Pero ese recuerdo, al general Gutiérrez, además de entristecerle sobremanera, le alentó a preparar la mejor defensa posible, aprovechando todos los recursos, que eran ciertamente escasos.

               “Señores, estas tierras avanzadas en el Atlántico son España, y sus gentes y los que aquí estamos reunidos somos españoles, raza de hombres y mujeres hartos de alcanzar gloriosas empresas. Y eso es, sin alterar ánimos ni causar miedos innecesarios, lo que debemos transmitir a la tropa y a a población. Ésta es nuestra labor inmediata.” (1)

          Para su defensa, Santa Cruz contaba tan sólo con menos de 60 artilleros veteranos y 320 de milicias (para servir 89 cañones en 16 baterías), 247 soldados del Batallón de Infantería de Canarias, 60 de las banderas de La Habana y Cuba, 110 de La Mutine y los regimientos de milicias de La Laguna, La Orotava, Garachico, Guímar y Abona, unos 900 campesinos (incluidos los agregados a las baterías) con escasísima formación militar y armados con aperos en su mayoría.

          Siguiendo el plan de defensa, desde las altas atalayas se vigilaba el horizonte. La madrugada del 19 de julio, Domingo Palmas, desde su atalaya de la Punta de Anaga, favorecido por la luna, divisó las velas de ocho barcos acercarse a la isla. Con señales de fuego preestablecidas avisó al vigía del cercano pueblo de San Andrés, que partió a caballo hasta el Castillo de San Cristóbal, la fortaleza más importante y centro de reunión de Gutiérrez y su Plana Mayor: Juan Ambrosio Creagh y Gabriel, capitán de Infantería y ayudante secretario de Inspección; el teniente de Rey, segunda autoridad militar de Canarias, Manuel Salcedo; el coronel Marcelo Estranio, jefe de la Comandancia de Artillería de Canarias; el teniente coronel Juan Guinther, comandante accidental del Batallón de Infantería de Canarias; y el comandante jefe de Ingenieros, coronel Luis Marqueli. Sólo quedaba aguardar, aquella escuadra sin duda era británica, y sus intenciones eran más que evidentes.

 

          Efectivamente, se trataba de una poderosa escuadra formada por los navíos Theseus (donde enarboló su insignia el contralmirante), Culloden y Zealous, las fragatas Seahorse, Emerald y Terpsichore, el cúter Fox y la bombarda Rayo (el navío Leander, procedente de Lisboa, se unió a la expedición la mañana del 24). Un total de 393 bocas de fuego y 2.000 hombres, instruidos, experimentados y bien armados. La madrugada del 22 de julio los ocho buques se situaron frente a la costa de Santa Cruz; aprovechando la negra noche se botaron 30 lanchas con 900 hombres, al mando del capitán Trowbridge, comandante del Culloden. La marea contraria retrasó el avance y fueron descubiertos al amanecer.

               “La mujer aguzó la vista y se cubrió la frente con la mano, a modo de visera, para que la roja luz no la cegara. Entonces estuvo segura, aquella multitud de botes que se acercaban a la costa no eran pesqueros isleños, y los barcos enormes que más lejos se apreciaban tampoco. Escudriñó entre ellos y pudo distinguir que iban repletos de hombres.
(…)

                De pronto empezó a gritar, fuera de sí, llevada por el puro instinto,

               —¡El enemigo, el enemigo, que nos ataca! ¡Que nos ataca el enemigo! —repetía sin cesar.” (1)

          Desde el castillo de Paso Alto, el fuego de los cañones hizo retroceder a los buques; la sorpresa se había frustrado. A las 9 de la mañana, Nelson ordenó otro desembarco, costase lo que costase. El plan consistía en asaltar el castillo de Paso Alto y desde éste cañonear al de San Cristóbal, mientras la infantería atacaba desde tierra. Esta vez los 900 hombres lograron desembarcar en la playa del Bufadero (al noreste de Santa Cruz), pero 200 españoles les cortaban el paso desde la vecina cumbre de Paso Alto, lo que obligó a los invasores a resguardarse en el alto del Ramonal. Entre ambas fuerzas el amplio Valleseco. Bajo un sol de justicia, se cruzaron disparos de mosquete y de algún cañón de campaña. Sin agua ni alimentos, y ninguna posibilidad de avanzar, Trowbridge ordenó la retirada al atardecer. Nelson debía estar exasperado; sus planes no marchaban, así que decidió ordenar un ataque masivo. En esta ocasión 1.300 hombres embarcarían en 30 lanchas, el cúter Fox y un pesquero isleño apresado días antes. El objetivo era desembarcar en tromba por la playa a la derecha del castillo Principal y por las desembocaduras de los barrancos a la izquierda del mismo, para inmediatamente asaltar y rendir el castillo de San Cristóbal. A la 1:30h. del 25 de julio, fueron descubiertos los botes desde la batería de la cabeza del muelle. Bajo el fuego incesante de los cañones del muelle y de las baterías de San Cristóbal, Santo Domingo, San Pedro, Paso Alto, San Telmo y La Concepción, en torno a 700 hombres consiguieron desembarcar, la mayoría por la desembocadura del barranquillo del Aceite y por la caleta de Blas Díaz. Apenas un puñado de ingleses lograron hacerlo por la playa a la izquierda del castillo Principal, convertida en un infierno por la metralla del cañón “El Tigre”, cuya tronera, enfilando la playa, se había abierto el día anterior por iniciativa providencial del teniente Francisco Grandi Giraud. Nelson, gravemente herido, fue reembarcado al Theseus; a vida o muerte, el cirujano tuvo que amputarle el brazo derecho por encima del codo.

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               “El plomo que cortó el aire endiabladamente segó la vida de dos hombres delante de Nelson, uno de ellos el desertor prusiano. El contralmirante sintió un golpe terrible en el codo de su brazo derecho. Se quedó sin fuerzas y sin aliento, soltó el sable, que cayó a sus pies, junto a los dos hombres destrozados por la metralla. Por un momento, perdió la noción de lo que estaba sucediendo. Estaba extremadamente aturdido, a punto de perder el sentido. Todo sucedió en un instante: se miró el codo que le ardía horriblemente, la metralla se lo había destrozado. El antebrazo le colgaba de jirones de carne sanguinolenta y de parte de huesos astillados como cañas quebradas.” (1)

         Durante la madrugada del 25 de julio, los enfrentamientos en las playas, las calles y plazas de Santa Cruz, fueron continuos y sangrientos. Desde las esquinas de las casas, en la penumbra, los del Batallón de Infantería de Canarias disparaban a los británicos que trataban de reorganizarse para asaltar el castillo. Estos, desorientados, se dispersaron por el pueblo. En la calle de San Pedro Alcántara, una veintena de campesinos de las milicias, desertores, arengados por el valiente chicharrero José Guezala, arrepentidos, retrocedieron sobre sus pasos y con aperos y garrotes se enfrentaron a una treintena de infantes de marina británicos que corrían huyendo de un destacamento del Batallón y un grupo de milicianos agregados. La lucha fue cruenta, hasta que los ingleses tiraron las armas y alzaron los brazos.

               “La lucha cuerpo a cuerpo era encarnizada, salvaje, cruel. Los campesinos milicianos no entendían ni de tácticas, ni de técnicas de lucha, ni de esgrima de fusil, se batían con bestial instinto animal, golpeando y estocando con aperos de labranza cual armas medievales, hombres rudos encabronados con el invasor de su tierra, de sus hogares. Los británicos se defendían sin orden ni concierto, sorprendidos por la avalancha desaforada, exhaustos. Hasta que, ante la derrota inevitable, tiraron las armas y alzaron los brazos pidiendo clemencia."  (1)

          Las fuerzas españolas posicionadas, según las órdenes del general Gutiérrez, lograron acorralar al amanecer a todas las tropas desembarcadas, en torno al convento de Santo Domingo, donde se refugiaron los invasores. Nelson, recién operado, dolorido, exhausto y desesperado, ordenó un último intento de desembarco de 200 hombres de refuerzo en quince lanchas, pero a la luz del alba, fueron masacrados por la artillería de costa. Los sitiados en el convento (ignorantes de la situación de Nelson) decidieron capitular, bajo determinadas estipulaciones. La capitulación se firmó en el castillo de San Cristóbal esa mañana del 25 de julio de 1797. El general Gutiérrez por parte española, y el capitán del Zealous, Samuel Hood, por la británica. Gutiérrez aceptó un reembarque con armas, al toque de las cajas de guerra, con la condición, bajo la palabra de honor del propio Nelson, de que ninguna otra escuadra inglesa atacase Canarias, además de que los propios vencidos llevaran a Cádiz una misiva con destino Madrid, con la noticia de la victoria española. Palabra que cumplieron los ingleses. Los heridos fueron atendidos con total humanidad, hecho que el propio Nelson agradeció a Gutiérrez en la primera misiva que firmaba el inglés con su temblorosa mano izquierda.

          De los 1.300 británicos que desembarcaron, casi 700 resultaron muertos o heridos, por 24 españoles caídos. En Santa Cruz quedaron armas, pertrechos y, especialmente, dos banderas británicas (que hoy se exhiben en el Museo del Centro de Historia y Cultura Militar de Canarias, en el Establecimiento de Almeyda, en Santa Cruz de Tenerife) capturadas en combate aquella jornada del 25 de julio de 1797, una gloriosa Gesta de la Historia de España.

Algunas consideraciones a tener en cuenta.

          Dos son los grandes protagonistas de la batalla de Santa Cruz: el Teniente General don Antonio Gutiérrez y González-Varona (quien gustaba llamarse de Otero, por segundo apellido), comandante general de Canarias; y el contralmirante Horatio Nelson, comandante de la escuadra británica. El primero un anciano de 68 años, con una brillante y densa carrera militar a sus espaldas. Hombre sosegado y reflexivo, soldado de gran experiencia en combate y sabedor de las intenciones invasoras de los ingleses. El segundo un experimentado e impetuoso marino de 38 años (que ya había participado brillantemente en la toma de Tolón, en 1793, y había vencido en Calvi, Córcega, en 1794, donde una esquirla le cegó el ojo derecho), cuya intervención en la batalla naval del cabo de San Vicente, apenas cinco meses antes, había sido decisiva para la victoria británica, y contribuyó a incrementar la admiración y el respeto de sus hombres y a engrandecer su leyenda. Al mando de Gutiérrez tan sólo se hallaba una fuerza profesional, el Batallón de Infantería de Canarias. Los demás (salvo los 110 tripulantes de La Mutine, los 60 voluntarios de las banderas de La Habana y Cuba y algunos artilleros veteranos), en torno a 900 hombres, eran campesinos sin preparación militar ni armas de fuego en su inmensa mayoría, aquellos que engrosaban los regimientos de milicias de La Laguna, La Orotava, Garachico y Güímar (el de Abona no llegó a entrar en combate, pues al hacer el recorrido a pie, dada la distancia, fue avisado de la victoria de las fuerzas españolas sobre el invasor británico apenas llegando a Santa Cruz). Y tengamos en cuenta que aquellos labriegos, pescadores, criados, peones, eran gente analfabeta e ignorante; su mundo era su choza o la cueva; su familia y los que con ellos araban la era ajena, como jornaleros, de sol a sol, a cambio del más elemental sustento. Y por supuesto, no entendían de tácticas militares. Por eso Gutiérrez no les tuvo en cuenta las deserciones, en aquella batalla a oscuras, a la luz de la pólvora inflamada.

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          Por el contrario, Nelson contó con una fuerza de desembarco de más de 1.300 marineros e infantes de marina, además de un retén de unos 700 hombres que debió quedar en los buques (aunque tal era su determinación, que, recién operado en el Theseus, ordenó el desembarco de 200 hombres más de refuerzo, que fueron rechazados); todos profesionales bien armados e instruidos, y curtidos en multitud de campañas bélicas. Gutiérrez elaboró el mejor plan de defensa posible, en función del  número y las limitaciones de las tuerzas de las que disponía. Se anticipó con brillantez a los principales movimientos de desembarco y dio las órdenes precisas de acuerdo al acontecer de la batalla. No se precipitó en las decisiones tomadas y tuvo la humildad de aceptar las sugerencias de algunos subordinados, cuando el agotamiento físico y mental sumados a la incertidumbre sobre el transcurrir de los enfrentamientos hicieron mella en su ánimo. Sin embargo, Nelson se dejó llevar por la enorme seguridad en sí mismo; subestimó las fuerzas defensivas españolas. Bien es verdad que los fáciles apresamientos de dos barcos en la misma rada de Santa Cruz, algunos meses antes, le hicieron confiar en exceso, a lo que habría que sumar la información facilitada por un desertor prusiano, que debió de alentarle aún más en la última jornada. También es cierto que el desconocimiento de la orografía del entorno de Santa Cruz y las mareas peculiares que bañan la isla contribuyeron sin duda a entorpecer sobremanera el desembarco inglés, pero tan cierto como que sin la acertada defensa planteada por Gutiérrez, a la que debemos sumar las acciones vitales y heroicas de hombres como Grandi, como el teniente coronel Guinther, comandante del Batallón, como el teniente Siera, y algunos otros, los británicos hubiesen izado su bandera en el mástil del, hoy desgraciadamente desaparecido, Castillo de San Cristóbal, y en aquel mástil seguiría ondeando hoy. Observemos la Gibraltar usurpada.

          Me resulta toda una metáfora, tajante e inmisericorde, la figura de Nelson arrogante, seguro de la victoria, en la proa del bote a punto de encallar en la playa, blandiendo la espada con la diestra, dispuesto a pisar tierra española, recibiendo en ese mismo brazo que alzaba el acero un plomazo demoledor. Y es que en ese instante, tras la tronera abierta unas horas antes en el baluarte de Santo Domingo, junto a la playa a los pies del Castillo de San Cristóbal, se hallaba quien merece un sobresaliente recuerdo, el teniente don Francisco Grandi Giraud, comandante del bastión y autor de la iniciativa que impidió un desembarco masivo por aquella vulnerable zona de la costa. Grandi gritó “fuego” una vez más, y "El Tigre” rugió como si tuviera vida propia. Todo tuvo que temblarle a Nelson cuando recibió el impacto, justo cuando alentaba a gritos a sus hombres, convencido de que pisaría la arena de la playa, luego los adoquines de las calles de Santa Cruz y por último las baldosas del Castillo de San Cristóbal. Sin embargo el acierto del artillero -y la Virgen de Candelaria que no quería ser inglesa, como la del Pilar no quiso ser francesa- negaron a Nelson el ansiado privilegio de pisar tierra española. La acción del valiente teniente Grandi fue sin duda fundamental para la consecución de nuestra victoria.

          Durante la jornada del 25 de Julio se batieron en las calles de Santa Cruz (como ha sucedido a lo largo de la Historia cuando una fuerza enemiga trata de invadir tierra poblada por civiles) militares y paisanos; soldados experimentados junto a labriegos, pescadores, arrieros, carboneros, criados, artesanos, comerciantes; a la vez que lucharon hombres adinerados al lado de campesinos analfabetos. Se batió el pueblo español con el enemigo británico, porque en Santa Cruz luchó y murió gente chicharrera, tinerfeña, canaria y de muchos otros lugares de España. Por aquel entonces nadie preguntó a nadie sobre dónde había nacido, disparando el mosquete tras el improvisado parapeto, o corriendo tras los ingleses, que huían hacia Santo Domingo, esgrimiendo un garrote o una rozadera. Las heroínas aguadoras que escalaron, con agua y alimentos, hasta la cumbre de Paso Alto se jugaron la vida para proveer de suministros vitales a las fuerzas españolas que impedían el avance inglés, sin atender a lugares de procedencia. Hoy algunos deberían pensar en ello. El pueblo y el ejército, que son lo mismo, porque son hijos de la misma madre, se batieron espalda con espalda, alentados con la fuerza y el empuje del hombre que defiende lo suyo: su familia, su religión, sus principios (por muy elementales que éstos puedan ser), la tierra que le vio nacer y la tierra que no está dispuesto a entregar al invasor: su patria. Esta fue la clave de la victoria. Y para aquellos paisanos que hoy se lamentan de la derrota británica, por aquello de preferir ser súbdito del Imperio a ser español, les ofrezco mi desprecio, como aquella mañana deI 25 de Julio fueron despreciados los señoritos burgueses desertores (no así los ignorantes campesinos).

          Sobre las intenciones británicas: la invasión de Tenerife, cuya puerta de acceso era Santa Cruz, para más adelante tomar las demás islas, con menor guarnición militar, no me cabe la menor duda. Tal era la importancia del proyecto, que Jervis informó sobre él al Almirantazgo, cosa que no hubiese hecho de tratarse de una expedición con pretensiones menores. Sin lugar a dudas, en aquella época Gran Bretaña era una de las potencias militares más importantes del mundo y poseía la armada más poderosa. Sus intereses en ultramar eran extraordinarios, y, una vez perdida la guerra con Estados Unidos y por lo tanto aquellas inmensas y ricas posesiones, la Corona británica debía proteger a toda costa las que le quedaban. A un tercio de distancia entre las Islas Británicas y las Indias, se hallaban las Canarias, plataforma logística y de suministro excepcionales para la Armada inglesa (aún contando ésta con la aliada Portugal, que gustosamente les brindaba los archipiélagos de las Azores y Madeira, a cambio de grandes ventajas comerciales). Al estar en guerra España y Gran Bretaña (y sin estarlo en innumerables ocasiones), la Royal Navy y los corsarios al servicio de la Corona disponían de absoluta libertad para atacar y apresar nuestros barcos e invadir posesiones españolas. Por supuesto que la expedición organizada entre Jervis y Nelson no era una empresa menor, cuyo objetivo fuera robar un barco español por muy grande que fuese la fortuna que albergara su bodega. Nueve buques de guerra que sumaban 393 bocas de fuego y dos mil hombres, al mando del marino inglés más carismático y mano derecha del almirante de la escuadra británica que bloqueaba la española en Cádiz, no era una fuerza baladí. Pero Nelson subestimó las defensas españolas y creyó suficientes las suyas, porque de lo contrario, dada la importancia de la empresa, hubiese insistido en contar con mayor número de tropas y por consiguiente de barcos. Mi convencimiento, después de leer diferentes fuentes (principalmente la correspondencia sostenida entre Nelson y Jervis), es que Nelson y sus hombres creyeron que desembarcar en Santa Cruz e invadir la isla iba a resultar poco más que un paseo militar. Los desembarcos fallidos y la jornada sufrida en la Mesa del Ramonal, sin duda inesperada por el contralmirante, debieron exasperar al marino, sobrado de autoestima y arrogancia, y precipitó sus acciones. Frente a él, el temple y la experiencia del General Gutiérrez supieron llevar a los defensores hasta la victoria final. Y si los historiadores británicos han defendido, y siguen haciéndolo, la teoría de que a Santa Cruz de Tenerife se vino a apresar un valioso cargamento y a nada más, semejante argumento no es más que una argucia (que ni ellos mismos se creen) para mitigar en lo posible el valor de la derrota sufrida, no sólo por la Royal Navy, sino por su idolatrado Lord Nelson, y ahí hemos pinchado en hueso.

          En relación a la decisión, tan denostada por algunos en la época (e incluso hoy por algún desinformado, quiero suponer), que tomó Gutiérrez al acceder a firmar una capitulación tan condescendiente con los derrotados, permitiéndoles desfilar con armas y banderas, considero que tuvo razones contundentes para ello. Desde mi punto de vista, así lo hizo porque era lo más prudente y rentable, teniendo en cuenta que sospechaba, con razón, que el enemigo, vencido pero aún muy poderoso, estaba convencido esa mañana del 25 de que las fuerzas españolas eran mucho más numerosas y estaban mejor armadas de lo real, y que, de descubrir la verdad, podían contraatacar y dar la vuelta a los acontecimientos. Además, Gutiérrez conocía muy bien a los militares ingleses y sabía que en ningún caso iban a dejarse humillar. A esto había que sumar que mientras la Armada británica podía navegar por el Atlántico a sus anchas, la española estaba bloqueada y sin posibilidad de socorrer a Santa Cruz, por lo que al Almirantazgo inglés no le hubiese costado más de unos días organizar otra expedición doblemente poderosa con el fin de alcanzar el fallido objetivo de Nelson y liberar a los prisioneros, contando, además, con la enorme ventaja de la experiencia y conocimiento adquiridos durante aquellas jornadas de Julio. De haber sucedido esto, los ingleses no hubieran tenido ni el más mínimo remilgo en masacrar a la población que se alzara en armas ni en saquear el pueblo casa por casa; y si alguien lo duda, que hojee algunas páginas de la Historia. Por el contrario, Gutiérrez consiguió que Nelson le diera su palabra de no volver a atacar ninguna de las islas Canarias. Palabra que cumplió.

          Con su decisión última, el General Gutiérrez demostró la sabiduría adquirida a lo largo de su dilatada y brillante carrera militar, además de poseer el temple y la prudencia que muchos otros hubiesen perdido al dejarse llevar por la euforia incontrolada de la victoria en la batalla.

          Aquella victoria sobre los británicos adquiere más relevancia aún al haberse alcanzado sobre una potente escuadra mandada por Horatio Nelson, estratega excepcional y el marino y uno de los personajes más queridos y admirados en Gran Bretaña, pueblo que valora y respeta en demasía a sus héroes y grandes hombres. Pero no quiero perder la perspectiva real de las cosas; Nelson era un enconado enemigo de España, como lo era de cualquier otra nación con la que la suya estuviera en guerra. No fue Nelson generoso con Santa Cruz al cumplir la palabra dada a Gutiérrez sobre no volver a atacar las Canarias. Cumplió su promesa porque aquellos marinos del siglo XVIII se regían, llegados a ciertas circunstancias, por determinadas reglas de honor, y porque Gran Bretaña tenía muchos otros frentes abiertos de los que debía ocuparse, y mirar a otro lado ante tan humillante derrota, al menos moralmente, les salía más rentable.

          Aquellos soldados y labriegos y pescadores y aguadoras que alcanzaron la Victoria sobre el británico invasor merecen nuestro recuerdo y nuestro respeto, y, como siempre afirmo, la Gesta del 25 de julio de 1797 engrandece nuestra Historia, y digo nuestra: la historia de Canarias, que es decir la historia de España.

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(1) Copiado textualmente de El Fuego de Bronce (Novela escrita por el autor del artículo y editada por Libros Libres

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BIBLIOGRAFÍA

Fuentes Documentales deI 25 de Julio de 1797, de Pedro Ontoria Oquillas, Luis Cola Benítez y Daniel García Pulido. Tertulia Amigos del 25 de Julio.

La Historia del 25 de Julio de 1797 a la luz de las Fuentes Documentales, de Luis Cola Benítez y Daniel García Pulido. Ediciones Umbral. Tertulia Amigos del 25 de Julio.

Adendda. Fuentes Documentales deI 25 de Julio de 1797, de Pedro Ontoria Oquillas, Luis Cola Benítez y Daniel García Pulido. Tertulia Amigos del 25 de Julio.

El General don Antonio Gutiérrez, vencedor de Nelson, de Pedro Ontoria Oquillas. Ediciones Idea.