El Escorial de los mares

Por Juan Carlos Monteverde García (Monty)  (Publicado en El Día / La Prensa el 2 de agosto de 2008).

Galardonado con el Premio de Periodismo de la Cátedra General Gutiérrez (X edición; año 2009)
                                             
 “En toda la “Royal Navy” no existe un barco capaz de enfrentarse al “Santísima Trinidad” (Palabras del almirante Cord, en julio de 1782, ante los Lores del Almirantazgo)

          Vencido, aunque no derrotado por un intenso levante invernal, el colosal insignia de la flota española  derivó hacia la costa atlántica de Marruecos el 20 de febrero de 1797, seis días después de haber tenido un reñido enfrentamiento contra varios enemigos de la flota inglesa del almirante Jervis a la altura del cabo San Vicente. Con ímprobos esfuerzos, el capitán Uriarte consiguió dar un cabo de remolque a la fragata “Mercedes”, que intentó marinarlo sin fortuna hasta Cádiz. Un golpe de mar rompió la amarra y quedó nuevamente a merced de los elementos, y justo en estas vicisitudes, cuando trataba de realizar las reparaciones de fortuna para poder gobernar su navegación, fue avistado el día 28 frente a la ciudad marroquí de Safi (distante 200 kms. al sur de Casablanca) por la fragata “Terpsichore”, a cuyo mando venía el impulsivo Richard Bowen (1).

         Espoleada por el ansia de conquista de su comandante, la veloz nave se situó por barlovento detrás de la popa del “Trinidad” esperando a la oscuridad de la noche para cruzar fuego contra el corpulento rival, empleando la  vieja táctica de acometer al enemigo por su punto menos artillado; una acción que comenzó cuando el reloj de la bitácora marcaba las 22.00 horas.

          Sus disparos iniciales consiguieron hacer blanco en algunas jarcias y velas, así como en el costado de babor del oponente, hasta que éste respondió con las descargas de los cuatro cañones de 36 y 24 libras de los guardatimones; causándole tal graves desperfectos en su arboladura que la obligaron a mantenerse fuera de su alcance. Sin embargo, fiel al deseo de su capitán, la “Terpsichore” continuó el seguimiento a distancia prudencial para desistir luego de ello el día 2 de marzo, al ver aparecer en el horizonte al resto de la escuadra de Córdoba que arrumbaba hacia Cádiz.

          Así, pues, el “Santísima Trinidad”, orgullo de la flota española, fue marinado de nuevo por un barco de la flota y aparejado con bandolas (mástiles provisionales) con la finalidad de impulsarlo a buen puerto. Conseguido su objetivo, fondeó junto al astillero de La Carraca en espera de turno para ser reparado concienzudamente y puesto de nuevo en servicio; hecho que se materializó en 1804, meses antes de su definitivo enfrentamiento en Trafalgar con la escuadra inglesa del almirante Horacio Nelson. El mismo que sufriera en Tenerife y en sus propias carnes la mayor derrota de su vida militar.

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El "Santísima Trinidad" tras las reformas de 1795         

          Pero, retrocedamos un tanto a los orígenes del bautismo naval del mayor barco de guerra construido y artillado de su tiempo, temido y envidiado por todas las armadas enemigas. Un imponente navío que con su sola presencia obligaba a sus rivales a rehuir el cuerpo a cuerpo, para tratar de salir indemnes de las demoledoras andanadas de los sesenta y ocho cañones que portaba en cada costado, asomando amenazadores por las portas de sus cuatro puentes o cubiertas. Construido merced a  la Real Orden de 23 de octubre de 1767 (2) tras el recrudecimiento de las relaciones con Inglaterra, se comenzaron los trabajos en el astillero de La Habana de la puesta de su robusta quilla de madera de “caiguarán”. Trescientos ejemplares obtenidos previamente del Bosque del Oso de la provincia de Camagüey, junto a una ingente provisión de preciadas maderas de caoba y júcaro; mientras que para la construcción de las vergas y masteleros se utilizaron 60 pinos traídos de los bosques de Veracruz (México) en 11 balandras. Todo ello para conformar la estructura del navío que aún carecía de nombre específico, pero que prometía por sus dimensiones ser el mayor jamás creado. Para ello se contrató el servicio del ingeniero naval irlandés Mateo Mullan, el cual a causa de su delicado estado de salud sucumbió a unas fiebres tropicales, quedando encargado de completar las líneas maestras su hijo Ignacio; reservándose luego la tarea restante al experto constructor Pedro Acosta. Aunque en principio fue diseñado para albergar 112 cañones en tres cubiertas, las sucesivas reformas posteriores lo convirtieron en el único poseedor de cuatro puentes en los que llegó a portar 136 cañones, más los cuatro situados a popa; sumando en total 140. Dadas sus dimensiones, fue necesario ampliar el dique en que estaba siendo ensamblado, en donde pocos meses después ya sobresalía su palo mayor a una altura de 50 metros ante el asombro de los habaneros. Los necesarios remates se fueron sucediendo a una velocidad vertiginosa, incluyendo los 3.000 metros cuadrados de superficie vélica que luego serían ensamblados a su arboladura.

          Terminado su aparejamiento el 2 de marzo de 1769 y atracado a la terminal “Margarito Iglesias”, se mostraba a todos los que querían contemplar el intenso brillo de sus preciadas maderas, que por consejo de carpinteros y calafates quedaron sin pintar para que resaltara la calidad y tonalidad de las mismas de un espesor que llegaba hasta los 60 centímetros, el triple que el de un navío normal. Un blindaje que resultó incluso impenetrable a las andanadas de pequeño calibre, pero que por su peso le confirió un grave problema de estabilidad a la hora de la navegación y en los momentos cruciales de los combates. Su descomunal timón resultaba incapaz de gobernar y cambiar su rumbo con rapidez, a causa de la resistencia al viento de su extensa obra muerta (la que sobresale del agua), hasta el extremo de que en su viaje inaugural a la salida del castillo del Morro, navegando por el estrecho canal que discurría a mar abierta tocó fondo con los bajíos en tres ocasiones, evidenciando lo que sería hasta el fin de sus días el talón de Aquiles de su compleja maniobrabilidad.

          Después de una navegación tediosa, penetró finalmente en la ría de Vigo el 12 de abril de dicho año, yendo a parar directamente al astillero para ensanchar las vergas del trinquete y la mesana. A la conclusión de la primera modificación, enfiló en dirección al puerto de la ciudad que lo esperaba expectante vestido con sus mejores galas y plagado de autoridades militares y civiles al frente de una muchedumbre de ciudadanos. Al fin, después de enormes dificultades, el práctico logró atracarlo en el que sería inicialmente su puerto base, mientras que el capitán del navío Joaquín Maguna especificó de inmediato al Capitán General del Departamento los defectos experimentados durante el viaje inaugural. Siendo el principal de ellos la lentitud en recuperar su verticalidad cuando escoraba por efecto de las olas o los vientos. Posición en la que se inundaban completamente las baterías de la cubierta baja, quedando inutilizados sus cañones más pesados y ofensivos de 36 libras. Resultaría prolijo enumerar todas las correcciones experimentadas en sus treinta y seis años de vida marinera, que si bien consiguieron mejorar algunas deficiencias nunca pudieron solucionar enteramente su torpeza marinera; pues la política española de entonces valoraba erróneamente su capacidad artillera, sin tener en cuenta que a mayor peso en las cubiertas superiores peor respuesta a la navegación. La penúltima modificación de 1795, cuando se corrió la cubierta superior para aumentar el número de cañones, supuso un problema añadido a su estabilidad hasta el final de sus días.

          Calificado por sus amigos como el “Escorial de los Mares” y por sus enemigos como un “Demonio Marino”, el orgullo español paseó su quilla por las aguas europeas, caribeñas y atlánticas, siendo admirado y temido por los que le conocieron interna y exteriormente. Entre los primeros fue el capitán Philip Boteler, el cual después de rendir su navío “Ardent” acosado por los cañonazos del “Trinidad”, fue hecho prisionero y trasladado al mismo para entrevistarse con el almirante Luís de Córdoba (3) . Una vez abordada la cubierta principal, el asombrado capitán fue conducido a las estancias interiores de popa mientras observaba las lujosas estancias, decoradas con una deslumbrante ornamentación tardo-barroca muy profusa en tapices y cuadros valiosos. Al penetrar en el camarote del superior, fue recibido por éste sentado en una silla isabelina tras una imponente mesa tallada, a espaldas de sendas vitrinas que mostraban toda clase de ricos objetos decorativos  Una visión que el marino llevó para siempre en sus retinas y  supo transmitir a sus coetáneos de la Royal Navy; los cuales se prometieron capturar o destruir al enemigo más nocivo y potente que jamás había surcado los mares. Una de las afirmaciones más certeras fue la del almirante Cord, cuando en julio de 1782 y por causa de la pérdida del convoy que patrullaba con destino a Canadá, cerca de las islas Sisargas en la Costa de la Muerte gallega, a manos del poderoso insignia de la flota de Luís Córdoba, declaró en el consejo de guerra posterior a que le sometieron: “Que en aquellos momentos en toda la flota inglesa no había un navío capaz de enfrentarse en igualdad de condiciones con el “Trinidad” y que sólo podría ser derrotado si se empleaba una táctica ofensiva conjunta con varias unidades”. Premonitorias palabras de los lances posteriores con que se tuvo que enfrentar en el futuro.

          También otros capitanes y jefes de la flota inglesa supieron del duro castigo del “cuatro puentes” español y tuvieron que rendir duras cuentas ante los Lores del Almirantazgo. Como el almirante Wade, que perdió el nutrido convoy que tutelaba con destino a las colonias de ultramar frente a la combinada franco-española y la inconfundible presencia del “Trinidad”. Se dice que el Rey Jorge III sufrió una lipotimia al conocer la noticia de la importante pérdida naval y económica. Informe que lo afectó sustancialmente al haber invertido gran parte de su fortuna personal en la compañía de seguros Lloyd’s, que tuvo que indemnizar la cuantiosa deuda.

          No lo fue menos, tampoco, en el posterior encuentro de cabo Espartel contra la escuadra del almirante Howe, que retornaba a su base después de haber patrullado hasta Gibraltar un convoy de aprovisionamiento para sus habitantes, casi al borde de la inanición después de tres años de asedio.  A bordo de su buque insignia “Victory”, el mismo en que luego muriera Nelson en Trafalgar, intentó medirse unos minutos con el imbatido “Trinidad”, pero ante su virulencia viró en redondo y desplegó todas sus velas para huir y ponerse a salvo de sus mortíferas descargas, que produjeron varios desperfectos en el aparejo e hirieron y mataron a varios de sus marineros antes de ponerse fuera de alcance. Con tan singular ejemplo, el resto de la escuadra que comandaba imitó su actitud frente a la combinada hispano-francesa, no sin antes dejar en el empeño varias embarcaciones dañadas. Celebrado el posterior consejo de guerra, a la pregunta de los jueces de porqué no había presentado los costados de sus barcos a los enemigos, se encogió de hombros y respondió lacónicamente: “Cualquier marino hubiera hecho lo que yo después de haber cumplido la misión de entregar sano y salvo el convoy. Regresar a casa por Navidad”. Una respuesta que le costó 4 años de inhabilitación, mitigada en última instancia por la carta de elogio del gobernador de La Roca y del coronel Spearmon (4) que mandaba el convoy que custodió hasta dicha colonia.

          Odiado infinitamente por tantas humillaciones que había conferido a la flota de Su Majestad, el navío estuvo casi trece años en forzosa estadía, debido mayoritariamente a las carencias económicas de la Corona española para acometer el mantenimiento eficaz de toda su deteriorada flota, que apuntaba ya de forma inevitable hacia su declive naval. La necesidad de carenar los barcos y renovar mástiles, aparejos y armamento, resultaba un copioso desembolso económico que no podían afrontar. Los antaño galeones cargados de oro o plata de las colonias para sufragar los gastos del Estado habían casi desaparecido, mientras que en ellas los criollos comenzaban a levantarse en armas contra sus gobernantes exigiendo la independencia. La otra amenaza la tenían más cerca, aunque aún no adivinaban el giro que acontecería en pocos años en su vecina y aliada francesa, al imponerse la Revolución y guillotinar a Luís XVI. Cercanos estaban los días en que un aguerrido corso, que se erigió a si mismo Emperador, irrumpiera con sus ejércitos el territorio hispano con el calculado pretexto de invadir Portugal, aliada de los ingleses; no sin antes secuestrar a la familia Real española e imponer en el trono a su hermano José Bonaparte.

          Pero regresemos de nuevo al devenir del hasta ahora imbatible “Trinidad”, al volver a enarbolar de nuevo la insignia de la flota bajo el mando de Juan de Lángara. Artillado y aparejado otra vez, se topa con el principal escollo de conseguir la tripulación necesaria para su gobierno. Habían pasado trece años de inmovilidad y los marinos veteranos que aún permanecían enrolados no llegaban al centenar, cuando se necesitaban como mínimo 900 hombres (en Trafalgar llevó 1.200) para atender la complicada arboladura a la realización de las pesadas maniobras, así como para atender todas la contingencias y manipular su artillería en caso de batalla. En estas circunstancias y a diferencia de los ingleses que tenían unas normas obligatorias de reclutamiento establecidas, la única manera de obtenerlos era indultando a presos con delitos de sangre o requisando campesinos inexpertos que nunca habían tenido contacto con la mar mediante la “leva forzosa”; que consistía en palo y tentetieso hasta obligarlos a firmar el compromiso en contra de su voluntad. Un sistema que muchas veces equivalía a una firme sentencia de muerte por su inexperiencia ante las vicisitudes marinas y bélicas, además de la exigua paga y la mala alimentación (galletas de trigo enmohecidas y carne salada de cerdo, cuando la había) en que discurría su penosa vida  bajo los insalubres entrepuentes cuando no estaban faenando, tendidos sobre una húmeda hamaca de lona como única pertenencia y  que le servía de mortaja en caso de fallecimiento.

          Conseguida la tripulación, absolutamente inadecuada, el “Trinidad” volvió a hacerse a la mar desde Cádiz encabezando la flota; aprovechando el abandono momentáneo del bloqueo inglés por causa de una ventisca. Cumplidas  finalmente las órdenes  de acompañar a la escuadra francesa que se dirigía a luchar contra las posesiones inglesas de Canadá, la española de Lángara se apartó de ellos continuando sus misiones en el Mediterráneo llevando como siempre en vanguardia a su  temible buque insignia, que mandado por José de Córdoba  meses después se vería en el primer mayor peligro de su existencia. Enfrentado a la escuadra de Jervis frente al cabo de San Vicente, como hemos citado al principio, estuvo a punto de rendir su bandera de combate al enemigo debido el intenso cañoneo a que fue sometido simultáneamente por varios enemigos. Desde que el “Captain” de Nelson disparó los primeros fuegos, el navío había sido blanco del “Excellent”, “Prince George”,” Blenheim”, “Orión”, “Irresistible” y “Culloden” (5); siendo los cuatro últimos los que le causaron mayores estragos. Una hora y media, sin respiro, estuvieron disparando contra el ya inmovilizado pontón, a causa de las diversas graves averías que le impedían maniobrar. En tales circunstancias y sin poder ser auxiliado por el resto de su flota, el navío arrió la bandera en señal de rendición; mensaje  que percibió el capitán del “Blenheim” enviando de inmediato tres botes para tomar posesión de él.

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El "Infante Don Pelayo" acudiendo en ayuda del "Trinidad" en el combate del Cabo de San Vicente

          Sin embargo esta vez la fortuna le deparó la providencial ayuda del capitán Cayetano Valdés, que llegó en su auxilio con el “Infante Don Pelayo” y fue secundado de inmediato por el “San Pablo” y los tres puentes “Príncipe de Asturias” y “Conde de Regla”.  Pese a todo, marinos enemigos como el capitán Collingwood, que sustituyó años más tarde a Horacio Nelson tras su muerte en la contienda de Trafalgar, manifestó en una misiva a su esposa su cualidad de “ave fénix  resurgido de sus propias cenizas, después del intenso castigo recibido”. Hasta el propio Nelson declaró la imposibilidad de abordarlo “debido a la altura de sus costados fuertemente artillados, que le permitían disparar simultáneamente, y a diferente nivel, a la línea de flotación, a las cubiertas y a la arboladura de sus contrincantes”.

          Cansados de tantas luchas y depauperados económicamente, los estados europeos decidieron firmar una tregua en Amiens (Francia); un periodo que le sirvió a España de respiro por el desgaste padecido en los mares, culminado en la derrota anteriormente expuesta por las consecuencias del comprometido Tratado de San Ildefonso. A este breve paréntesis le sucedería la definitiva batalla de Trafalgar, considerada el último gran combate naval de navíos de vela. De lo sucedido, conocido por todos, sólo hacemos hincapié en el comportamiento del “Santísima Trinidad” en el combate; pues sus enemigos, fieles a la consigna del acoso múltiple, estuvieron descargando sus cañones contra él durante toda la contienda. Sucediéndose en dicha empresa su viejo rival “Víctory”, insignia de Nelson mandado por el capitán Hardy (6) y sus gemelos de tres puentes “Neptune” y “Temerarie”, bajo el mando respectivo de los capitanes Fremantle (7) y Harvey. A éstos se les unirían poco más tarde el “Leviathan”, el “Conqueror” y el “Africa”, que agotaron casi toda su munición sin conseguir hundirlo, aunque sí rendirse finalmente no sin antes haber causado serios daños a todos sus rivales.  Horas después, el maltrecho “Trinidad” fue remolcado por las fragatas inglesas “Nayad” y “Phoebe”, custodiados por el “Prince”, que había salido indemne por su tardía intervención en el combate y con el fin de que ningún barco español intentara rescatarlo; ya que la intención de sus aprehensores era llevar la codiciada presa al abrigo de Gibraltar. Acción que finalmente quedó truncada al desatarse un violento temporal que los arrastró más de 20 millas al sudoeste del cabo de Trafalgar, hasta que viendo la inutilidad de sus intentos, los navíos cortaron las amarras de remolque dejando que el orgullo de la flota española se hundiera definitivamente frente a las costas gaditanas de Barbate; lugar de donde  con el tiempo se han conseguido rescatar algunos efectos (8).

          Concluye de este modo la intensa vida del que fuera el mayor y más potente navío español del mundo en la historia de la navegación a vela, que se negó a hundirse por efecto del enemigo para ser finalmente vencido por la furia de los elementos meteorológicos. Con él y tras Trafalgar, España perdería definitivamente el dominio de los mares para cedérselos a Inglaterra.

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Réplica del "Santísima Trinidad" en el puerto de Málaga

          Como nota curiosa, debo citar finalmente que desde hace pocos años existe una réplica del desaparecido “Trinidad”, atracada en el muelle nº 2 del puerto de Málaga como reclamo turístico. Una empresa privada encargó su construcción en Vigo, partiendo del casco de un buque moderno desguazado de parecidas dimensiones para utilizarlo como alternativa cultural y de ocio, y que por tanto dispone de medios de propulsión propios, aunque su “disfraz” de navío de época se asemeja bastante con el original, incluido los mástiles, el bauprés y el enorme mascarón del león rampante con mirada furibunda que tanto temor causó a sus enemigos. No así su interior, que aunque conserva una bodega dedicada a museo histórico, el resto está habilitado con dos restaurantes y una discoteca; y su alcázar de popa, la parte más espectacular, alberga dependencias para banquetes y celebraciones.

          Así, pues, esta reproducción rentabilizada del histórico navío, se mece hoy en las tranquilas aguas del puerto malagueño sin ningún enemigo que batir, mientras el auténtico yace lamentablemente para siempre en las aguas del Atlántico casi a las puertas del Estrecho de Gibraltar. Por el contrario su viejo rival “Victory”, insignia de Nelson en Trafalgar, es objeto de culto por los miles de visitantes que acuden a contemplar su continente y contenido en el puerto de Portsmouth (Inglaterra); especialmente la cámara privada del famoso almirante y el lugar de la enfermería en que falleciera al poco tiempo de ser herido de bala por un disparo fortuito de mosquete desde su rival francés “Redoutable”. La historia y el azar, una vez más, nos ha privado de poder hacer lo mismo con el mayor y más lujoso navío del mundo de la navegación a vela. Un preciado “Escorial de los Mares” que sin embargo adoleció siempre de malas condiciones marineras por la pesada estructura exterior y el complicado reparto del peso  de toda su colosal artillería. Vencido finalmente por la imparable furia de los elementos.

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Mascarón de proa, copia exacta del original, en el navío réplica del "Trinidad"

 

Notas aclaratorias
(1)  Richard Bowen, responsable directo del robo de la fragata “Príncipe Fernando” surta en aguas tinerfeñas, falleció meses después, en la madrugada del 25 de julio de 1797, durante el frustrado ataque a Santa Cruz de Tenerife
(2)  La propuesta de su construcción, realizada por el conde de Aranda ante el rey Carlos III, supuso un coste inicial de 40.000 pesos. Cifra largamente superada después en las diversas reformas y reparaciones que recibió.
(3) Fue el mejor almirante que lo mandó. Su nombre que no debe confundirse con el posterior José de Córdoba, que lo mandó durante el nefasto encuentro del cabo de San Vicente.
(4) El coronel Spearmon, responsable del convoy de ayuda a Gibraltar, siempre agradeció al almirante Cord la decisión de penetrar cuanto antes en La Roca, debido a la presencia a bordo de uno de los mercantes de su mujer embarazada y a punto de dar a luz.
(5) El “Culloden” fue uno de los navíos escogidos por Nelson para formar la división que atacó en 1797 la Plaza Fuerte de Santa Cruz de Tenerife.
(6) Thomas Masterman Hardy, amigo de Nelson, fue uno de los responsables del robo de la corbeta “La Mutine” en aguas de la bahía tinerfeña el 29 de mayo de 1797.
(7) El capitán Freemantle, amigo personal de Nelson, participó durante el ataque a Tenerife al mando de la fragata “Seahorse” y en compañía de su joven esposa Betsy, que escribió unas notas de los hechos de armas en su diario personal.
(8) Flanqueando la entrada del Panteón de Marinos Ilustres, en San Fernando (Cádiz), figuran dos cañones de 36 libras que pertenecieron al “Santísima Trinidad” y fueron  rescatados de las aguas.