El milagro de los Reyes Magos (Cosas que pasan - 7)
Por Jesús Villanueva Jiménez (Publicado en La Opinión el 13 de noviembre de 2011)
Cuando apenas quedan unas semanas para las fechas más entrañables del año, me trae la memoria una bonita historia de la que fui protagonista.
Era la navidad de 1968, la primera que hoy soy capaz de recordar. Miles de luces en las calles flotaban entre farola y farola. En el saloncito de casa se montó un portal de Belén. Figuritas de arcilla de la Virgen María, San José y el Niño Jesús, y junto a ellos, tendidos en el suelo, la vaca y el burro. Mi adre me dijo que los dos animales daban calor al bebé recién nacido. Un angelito colgaba de un hilo sujeto al tejado del portal sobre el Niño Jesús; algunos pastorcillos, y las figuras majestuosas de los Reyes Magos de Oriente a lomos de sus engalanados camellos. Mi padre me contó que los Reyes Magos, Melchor, Gaspar y Baltasar siguieron una estrella, como la que estaba sujeta con una chincheta cerca del angelito, hasta llegar a Belén. Allí encontraron al Niño y, reconociéndolo como al Hijo de Dios, le adoraron y le ofrecieron oro, incienso y mirra, y desde ese lejano día, los Reyes Magos, la noche del cinco de Enero de cada año, regalaban a los niños que se habían portado bien, durante todo el año anterior, los juguetes que les pidieran en una carta especial.
Mi carta a los Reyes ya estaba enviada, con tiempo de sobra, faltaría más. “Queridos Reyes Magos, Melchor, Gaspar y Baltasar: Este año he sido bueno y me gustaría que me trajerais un coche de policía, unos lápices de colores…”
La tarde víspera del cinco de enero acompañé a mi padre a hacer no recuerdo qué cosa. Después, mi padre decidió que nos diéramos un paseo por los puestos montados en lo que la gente llamaba “la Recova Vieja”, junto al Mercado Nuestra Señora de África. El ambiente era extraordinario. Multitud de puestos, unos junto a otros, constituían dos hileras enfrentadas, formando un pasillo por dónde la gente transitaba curioseando la enorme cantidad de cosas variopintas que se vendían. La recova estaba abarrotada de gente que compraba y de gente que vendía bajo la luz amarilla que despedían centenares de bombillas. Aferrado a la mano de mi padre, disfruté, ilusionado y encandilado por el ambiente, de la mágica noche de Reyes. Ropa, zapatos, objetos de decoración, juguetes… Sobre todo muchos juguetes.
Ya regresábamos a casa, cuando en uno de los últimos puestos dónde se vendía, además de otras cosas, gran variedad de libros, descubrí uno de historietas de las aventuras de Daniel Boone. Sobre ese explorador del oeste estadounidense, cazador experto e intrépido luchador contra los pieles rojas, daban una serie en la televisión en blanco y negro de aquellos años. Daniel Boone era mi héroe, y yo, ignorante de la existencia de aquel libro de historietas sobre sus aventuras, no lo pedí en mi carta a los Reyes. ¡Qué desasosiego sentí en ese instante!
-¡Papá! -exclamé llamando la atención de mi padre sobre el libro que lucía, como ningún otro, sobre el mostrador-. Un libro de Daniel Boone -dije triste, decepcionado por no haber sabido antes de su existencia.
Mi padre lo cogió y después de hojearlo me lo dio. Yo lo contemplé como a un gran tesoro. Recorrí sus páginas con mis ojos de niño, confuso entre la ilusión y el desencanto.
-¿Te gusta el libro de Daniel Boone? -me preguntó mi padre al observar la expresión de mi rostro.
-Me gusta mucho, papá -afirmé casi gimoteando-, y no lo he pedido en la carta de los Reyes -angustiado me quejé de mi mala fortuna.
Mi padre me miró de una manera especial, no sabría como describir lo que sus ojos estaban expresando. Agachó la cabeza hasta la altura de la mía y me dio un beso en la frente. Después, mientras me quitaba el libro de las manos y lo colocaba en su sitio, me habló casi al oído:
-Los Reyes Magos lo saben todo, y si tú deseas que te traigan este libro, aunque se te haya olvidado…
-No se me ha olvidado -repuse de inmediato-, es que no sabía que lo vendían.
-No importa -continuó mi padre-. Si te gusta tanto este libro, aunque no lo hayas pedido en la carta, los Reyes Magos te lo traerán esta noche. Ellos son muy sabios y lo saben todo, porque viven en el cielo muy cerca de Dios, y desde allí te están mirando y escuchando.
Mi triste corazón recobró la esperanza ante las palabras de mi padre, la persona más lista, más valiente y más fuerte del mundo.
Amanecía el seis de enero. Abrí los ojos y me fui en busca de mis dos hermanas mellizas. En la habitación oscura se oía el respirar de las niñas, que dormían todavía. A tientas, me acerqué hasta el balcón cerrado. Palpé la puerta hasta que encontré el postigo y, de puntillas, haciendo un gran esfuerzo, pude abrirla. El aire fresco de la mañana se coló tímidamente en la estancia y las primeras luces del día se reflejaron en las paredes blancas que me rodeaban. “Vamos a ver lo que han traído los Reyes”, dije excitado, mientras las zarandeaba sin mucho miramiento. No esperamos una palabra más. Los tres, como diminutas exhalaciones, corrimos hasta el saloncito de estar. Y allí, a los pies del Niño Jesús, estaban los regalos. Mis hermanas gritaban ilusionadas abrazadas a las muñecas y sus vestiditos. Allí también estaba mi coche de policía, un coche de lata cuyos agentes pintados en las ventanas, también pintadas, como todo en aquel coche, parecían mirarme como lo hacían algunos personajes de los tebeos. Y allí, milagrosamente, ¡también estaba el libro de Daniel Boone! La emoción casi no me dejó hablar. Mi padre tenía razón. Los Reyes Magos de Oriente son muy sabios, y la tarde pasada me habían visto y escuchado desde el cielo. Contemplaba entusiasmado y sorprendido, con el corazón desbocado, aquel libro entre mis manos, cuando mis padres entraban en la sala de estar. Mi padre y yo nos miramos, él me sonrió, y yo reí nervioso, alzando sobre mi cabeza el libro, flotando entre nubes invisibles que invadían la habitación. La magia de los Reyes Magos, aquella mañana de hace un chorro de años, llenó mi corazón de niño.
Hoy he empezado a escribirles la carta a los Reyes Magos; larga carta, como en los últimos no sé cuantos años. Me pregunto si éste, después de tantos sin atreverme, por fin me decida a echarla al buzón.