Una cabeza de león en controversia. La versión británica del asalto de Robert Blake a Santa Cruz de Tenerife

A cargo de Daniel García Pulido (Salón de Plenos del Palacio Municipal de Santa Cruz de Tenerife el 5 de junio de 2007)

Introducción

          El recuerdo y la memoria del ataque del almirante británico Robert Blake a Santa Cruz de Tenerife en abril de 1657 han quedado plasmados hasta la fecha de dos maneras antagónicas en los anales históricos, dependiendo de si uno repasa las páginas de los libros de Historia insulares o anglosajones. Por un lado, la heráldica de esta ciudad esconde tras la primera de las tres cabezas de león que figuran en su escudo municipal el simbolismo y el significado de una victoria obtenida frente al asalto de dicho marino, una aparente realidad avalada, en parte, por el ejemplo de las otras dos testas leonadas que recuerdan los éxitos militares sobre los ataques de John Jennings [1706] y Horacio Nelson [1797], respectivamente. Este triunvirato de victorias fue ejemplificado en esta representación figurativa merced a la propuesta de reconocimiento del título de villazgo a esta ciudad tras el último de estos fastos heroicos, atribuida al abogado y síndico personero interino don José de Zárate y Penichet.

          Por su parte, la historiografía británica, cuyas pinceladas han de marcar las líneas maestras directrices de estas líneas, ha marcado un derrotero bien distinto, completamente opuesto al anterior, certificando la “batalla de Santa Cruz” -como es conocida en los anales ingleses- como uno de los ejemplos más brillantes dentro de la táctica y estrategia navales de aquellos tiempos ya que, no en vano, figura inserta en una lista de victorias entre las que encontramos la de la Armada Invencible, la batalla de Abukir, la de Trafalgar, la de Jutlandia, o el conflicto de las Malvinas-. En definitiva, un contundente éxito militar sobre las defensas costeras de la ciudad y la destrucción y aniquilamiento exhaustivo de la flota española refugiada en este puerto.

          Esta tesitura hace fijar, cuando menos, nuestra curiosidad sobre este episodio histórico, agudizándose nuestro interés por conocer los detalles que justifican esta doble victoria en ambos bandos, una aserción que choca ineludiblemente con la más pura lógica, aún más cuando hoy en día existen sobrados procedimientos de índole científica en el campo de la Historia para evaluar la realidad o invención de estas afirmaciones. En todo caso, la controversia que surge con relación a esta página del pasado no puede dirimirse en una simple confrontación de la posición de ambas partes al fundamentarse en ambos casos desde un punto de vista desigual, esgrimiendo cada cual unos razonamientos que justifican, como es natural, la consideración exitosa propia. La clave de esta disyuntiva ya la apuntaba Víctor Morales Lezcano en la introducción a su artículo “Perspectiva documental”, en el que trataba sobre el ataque de Blake a Tenerife, indicando que este acontecimiento bélico “ha sido víctima de más o menos sutiles interpretaciones por parte del nacionalismo histórico, justo el de Inglaterra y España”, un nacionalismo que ha desvirtuado por ambas partes la valoración del componente histórico inherente al mismo de manera notable hasta el punto de convertirla, según dice el historiador, en un “auténtico fraude”.

          Es nuestro objetivo recopilar la versión anglosajona del evento, haciendo hincapié en el análisis historiográfico de los sucesos que fundamentan dicha tesis, fijando la prioridad particularmente en la consulta de las fuentes documentales primarias, que conocemos merced a las investigaciones del precitado don Víctor Morales Lezcano y del maestro de historiadores, don Antonio Rumeu de Armas. En primer lugar trataremos de esbozar un marco temporal y circunstancial adecuado para entender en su justa magnitud el asalto a Santa Cruz de Tenerife por parte de Robert Blake, para seguidamente adentrarnos en la figura de este almirante y en los pormenores propios del ataque, finalizando con unas conclusiones que ojalá sirvan para ir sentando algunas pautas fundamentales en el estudio de este singular e interesante episodio de nuestra Historia.

          Eso sí, antes de iniciar el camino quizá debería puntualizar, a modo de confidencia personal, que muy posiblemente un historiador británico defendería o esgrimiría argumentos en pro del punto de vista inglés con mayor énfasis o convencimiento, con ese punto de “nacionalismo” del que hablamos antes, y hacemos este inciso porque el carácter neutral que es nuestra intención imponer sobre este estudio va a despojar a este episodio de muchos presupuestos hasta la fecha aparentemente intocables.

Contexto histórico

          En el año 1657 Inglaterra vivía los estertores y últimos momentos de la República liderada por Oliver Cromwell, quien regía los designios de dicha nación bajo la forma de un Protectorado de claro corte militar desde hacia cuatro años (1653). La obligada presencia del Ejército en el control de la situación política y social británica había convertido ese periodo histórico en una especie de dictadura militar en el marco de un puritanismo intransigente. Abolida la importante maquinaria gubernamental y decisoria que ostentaba la Cámara de los Lores, el poder pasó a dirimirse en la conocida como Cámara de los Comunes y en el propio componente castrense, circunstancias que si bien consiguieron suministrar a la nación los medios necesarios para mantener la paz y estabilidad internas así como cierto margen de tolerancia religiosa, llevaron a Inglaterra a sufrir una de sus etapas políticas más inestables.

          La solución o modelo a seguir para reavivar el espíritu que movía esta revolución descansaba principalmente en el componente bélico, con una recurrente actividad hostil que desviase en parte el foco de la atención hacia el exterior, hacia las colonias, bien hacia tierras europeas o americanas. Es ese empuje, emanado directamente de la figura carismática de Oliver Cromwell, que ansiaba de manera efectiva la posesión de las colonias españolas ultramarinas como fuente inagotable para sus directrices de gobierno, el que explica el denodado interés por el apoderamiento de la flota del tesoro hispana, siempre fuertemente escoltada en sus trayectos a través de las aguas del Atlántico. Según las palabras del estadista británico, “no puede haber nada de mayores consecuencias que interceptar la flota española en su ruta de entrada o salida desde las Indias, para cuyo fin nuestro objetivo es mantener una flota en aquellas aguas, que pueda estar en condiciones de luchar con alguna flota que los españoles dispongan, como uno de los medios más efectivos para finalizar la guerra”. En esa línea aparece la génesis o causa principal que explica las ansias de Cromwell, a través del asalto de Blake a Tenerife, de asestar el decisivo golpe en este sentido para no sólo conseguiría debilitar sensiblemente las finanzas españolas -y por tanto, su disposición y ánimo para continuar la guerra-, sino para estabilizar la frágil economía del impetuoso régimen republicano que lideraba. Esa línea de enfrentamiento y hostigamiento tuvo un ejemplo en Santa Cruz, pero continuó después, como lo atestigua, por ejemplo, la toma del puerto de Dunkerque al año siguiente, 1658, por las tropas anglofrancesas a las españolas.

          Por otra parte, a nadie escapa que las potencias de Gran Bretaña y España, imbuidas desde siglos atrás en una rivalidad comercial y expansiva constante e intensa, estaban predestinadas a desembocar a la fuerza una vez más en un resurgimiento del amortiguado conflicto bélico. La vertiente violenta del sistema británico sólo aceleró aún más el proceso de crispación y enfrentamiento, que saltó a la escena pública en todos los ámbitos, desde la esfera social y mercantil hasta la más pura confrontación física y tuvo su punto álgido con la declaración de guerra en febrero de 1656.

          Con el fallecimiento de Oliver Cromwell en septiembre de 1658, apenas un año después de efectuado el asalto a Santa Cruz, la propia República quedaba herida de muerte, poniéndose fin a esta tendencia rupturista, reinstaurándose la monarquía en 1660, en la persona de Carlos II.

¿Quién era Robert Blake?

         Pero, sin desviarnos de nuestro enfoque inicial, ¿quién era Robert Blake, aquel almirante que encarnaba uno de los acicates o puntas de lanza de la agresiva política exterior de Cromwell? Las entradas biográficas en las diversas enciclopedias al uso lo atestiguan como uno de los comandantes más prestigiosos e importantes dentro del ámbito de la conocida como Commonwealth británica, siendo definido por algunos historiadores anglosajones como “uno de los almirantes más famosos del siglo XVII” y de la propia historia naval inglesa. No obstante, adentrándonos en las vicisitudes y peculiaridades de su vida, advertimos en mayor medida que ha trascendido su figura por ser el creador de la incipiente estrategia naval en el Reino Unido. De hecho, la Marina Real británica -la célebre Royal Navy- lo coloca como uno de los “padres” del potencial organizativo y teórico de dicha institución. Decisiva e incuestionable fue su contribución en la formación de la flota de su nación, que pasó de contar con apenas unas decenas de embarcaciones a cerca del centenar-, así como a alterar los ritmos de vida de dichas flotas en su quehacer diario. Blake deshizo infinidad de “tabúes” y preconcepciones presentes hasta entonces en la Marina, trasladando aspectos que conocía bien de su etapa castrense en tierra al ámbito naval. Blake fue el primer almirante (deberíamos usar con mayor propiedad el término “general del mar” porque, como veremos más adelante, él nunca cursó carrera naval y obtuvo este rango en 1649 en el ámbito marino para equiparar sus logros bélicos conseguidos en tierra), fue el primer mando en ordenar la permanencia de una flota inglesa en puertos extranjeros durante el periodo invernal; y fue además el primero en afrontar el ataque desde el mar a posiciones fortificadas enemigas ubicadas en la costa, desarrollando nuevas técnicas e instrucciones que sentaron las bases de las tácticas navales en lo que quedaba de la época de la vela.

          Nacido en la localidad inglesa de Bridgwater, en el condado de Somerset, en septiembre de 1599, Robert Blake fue uno de los trece hijos de la familia de un comerciante de aquella ciudad. Estudió primeras letras en dicha localidad, pasando posteriormente al colegio de Wadham Hall, adscrito a la Universidad de Oxford, donde esperaba sentar las bases para seguir una carrera académica en la abogacía o la Medicina. Sin embargo, su estancia en dicho lugar marcó uno de los puntos de inflexión en la vida de nuestro personaje. Dicen sus biógrafos que sus acérrimos y exacerbados puntos de vista republicanos tanto en lo político como en lo religioso le impidieron obtener una plaza efectiva para iniciar con propiedad sus estudios, debiendo retornar a la localidad natal de Bridgwater para regentar el negocio mercantil familiar. Años más tarde, concretamente en 1640, decidió presentarse -haciendo uso muy posiblemente del estatus adquirido en la comarca merced a sus contactos comerciales- como diputado al Parlamento británico, lo que hizo efectivo aunque de un paréntesis muy corto de tiempo. Ante este nuevo revés en su proceso vital Blake toma la senda de la carrera militar en el bando constituido por los parlamentaristas, y a pesar de no tener formación alguna en temas castrenses, inicia un imparable y llamativo ascenso, avalado en todo momento por victorias y logros de enorme importancia. Entre 1643 y 1645 tuvo parte activa y decisiva en la defensa de los asedios de Bristol y de Lyme Regis -en Dorset-, y en la toma y sostenimiento de las localidades de Taunton -donde llegó a aguantar hasta tres bloqueos férreos- o de Dunster Castle -en Somerset-. Estos éxitos, particularmente los obtenidos en la defensa de Lyme Regis y de Taunton, le convirtieron en un héroe popular, circunstancia que no escapó a los miembros del Consejo de Estado que en 1649, al establecer los principios de la Commonwealth británica, se vieron en la tesitura de designar a tres comisionados o generales de mar. Fue de esta manera como Robert Blake, con casi 50 años de edad, sin formación náutica alguna, fue seleccionado junto a Edward Popham y Richard Deane para encabezar la ofensiva naval británica.

          Tras unos primeros escarceos de apoyo a la estrategia bélica de Oliver Cromwell en el sometimiento de Escocia e Irlanda, Blake toma parte activa en los diferentes movimientos tácticos efectuados tanto en aguas del Atlántico como del Mediterráneo para garantizar el reconocimiento del gobierno parlamentarista por parte de los restantes estados europeos –entre ellos, particularmente Portugal y España-. Su trayectoria de éxitos está jalonada con episodios como la toma de las islas Scilly, las victorias navales de Folkestone, Kentish Knock o  Portland en la primera guerra anglo-holandesa; o el asalto de Porto Fariña, en Argel. Con este historial a sus espaldas y en este punto preciso de su biografía se le presentó la oportunidad de asaltar Santa Cruz, donde se refugiaba la codiciada flota del Tesoro español. A modo de reseña final de su biografía apuntar que Blake fallecería apenas meses después de haber tomado parte en el ataque a nuestro puerto, en agosto de 1657, víctima de padecimientos físicos que venía arrastrando de viejas heridas de guerra.

Ataque a Santa Cruz

          Y llega el momento de centrarnos en la visión inglesa propiamente dicha del asalto a Santa Cruz de Tenerife en abril de 1657, en la que se entrelazan y se entrecruzan multitud de aspectos que chocan con la historiografía isleña y que iremos desbrozando con meridiana precisión.

          El primero de ellos son los prolegómenos del ataque, que han sido estudiados por los principales investigadores y parecen repetir los esquemas típicos de los diferentes acontecimientos bélicos que han tenido por escenario esta ciudad. Por un lado, la existencia de una fuente informativa que avisa al cuadro de mando británico y que, en este caso, se trata del capitán del navío mercante The Catherine, de nombre David Young, quien a mediados de febrero de 1657, en el trayecto entre las islas Barbados y Londres, se cruza con una flota de 24 naves que toman rumbo a Canarias. Por otro lado, el hecho recurrente en otros episodios de que la flota británica se encontrase bloqueando los diferentes enclaves portuarios principales del Atlántico y del Mediterráneo peninsular, especialmente La Coruña y Cádiz. En esta particular ocasión, desde septiembre de 1656, siete meses antes del asalto a esta ciudad, se venía efectuando dicho proceso de bloqueo, lo que brindaba a la flota de Blake la oportunidad de dirigirse a Tenerife con la certeza de que el enemigo no iba a contar con refuerzos inesperados desde dichos puntos de origen. Asimismo, existe la taxativa orden del alto mando -en esta ocasión, Cromwell-, a los que hemos hecho alusión con anterioridad, lo que conforma esas tres características que se repiten en los diferentes ataques a esta ciudad a lo largo de la historia (espionaje – bloqueo - orden).

          Los historiadores británicos achacan cierto aire conservador, excesivo diríamos, ante los diferentes avisos que van llegando a Blake para que tome cartas en el asunto y enfile la proa de sus naves para Santa Cruz. No sólo se muestra esquivo ante una primera iniciativa de enviar algunas fragatas para confirmar la noticia, sino que renuncia, dentro de su carácter precavido, a no dividir sus fuerzas aludiendo como uno de sus puntos de excusa a las escasas provisiones con que cuenta en aquellos primeros momentos. Blake tuvo la paciencia, habiendo recibido confirmación por parte de otras fuentes de la realidad de la presencia de la flota del Tesoro en aguas santacruceras, de esperar a recibir refuerzos en embarcaciones y víveres, para comenzar a tener en mente un futuro asalto, aún en ciernes. El almirante inglés incluso fue consciente, a través del servicio de espionaje, que la Flota española se había reforzado de manera “importante” -así reza en los distintos partes que hemos consultado- y con todo no aceleró los preparativos para el ataque.

          Como explicación a este comportamiento, el historiador Charles Harding Firth alude que Blake quiso, con la espera en Cádiz y en aguas portuguesas, esperar a que los españoles mandasen a las islas las últimas embarcaciones de guerra de que disponían a fin de recibir y escoltar la flota del Tesoro, para así acabar definitivamente con el poderío naval español. Según sus palabras, “destruir los últimos buques de guerra que España pudiera reunir parecía para él un objetivo de mayor importancia que interceptar la flota de la plata en su camino a las Islas”. A tenor de estas indicaciones, el papel de Canarias iba a ser el de servir de señuelo para eliminar el potencial marino del mayor enemigo de Inglaterra.

          No obstante, dentro del análisis al que suelen recurrir los historiadores ingleses vuelve a resurgir la impresión de que Robert Blake pecó en exceso de precaución, incluso ya en el proceso de preparación del propio asalto, siendo el parecer tanto de sus capitanes como comandantes a su mando, ya desde finales de febrero -cuando como dijimos anteriormente se tuvo sospecha de haberse dirigido la flota a Santa Cruz-, el encaminarse sin pérdida de tiempo hacia las Islas para interceptar la flota del Tesoro. En su relación sobre el asalto, el capitán Stayner alude en varias ocasiones a las taxativas negativas que le dio el almirante ante sus peticiones para adelantarse a efectuar un ataque rápido. Blake en todo momento fue esquivo a dividir sus fuerzas, quizá en parte debido a las malas experiencias que había tenido al haber hecho esa fragmentación en la campaña angloholandesa, si bien un aspecto poco debatido y que podría explicar una vez más su comportamiento era la convicción que albergaba Blake de que, al tener los españoles noticia de la llegada a las islas de la flota, iba a enviar refuerzos a su escolta. De hecho, algunos estudiosos opinan que éste dividió su ataque en principio porque pensaba que el almirante holandés Michiel De Ruyter [1607-1676] se dirigía ya a las islas con 16 naves para hacer realidad esa escolta del tesoro a tierras peninsulares.

          El punto de inflexión fue la visita del capitán William Sadlintong a Blake en la tarde del 11 de abril, con informes que daban pie a la posibilidad real y accesible del asalto a Santa Cruz, que él había comprobado por sí mismo -al estilo de como lo haría 150 años después el capitán Richard Bowen para convencer a Nelson de la viabilidad del ataque a esta ciudad-. Ese mismo día zarparía la flota británica rumbo hacia el sur, compuesta por 23 navíos de navío, 3 embarcaciones de avituallamiento y 2 queches para servir de enlaces rápidos -sus nombres, Speaker, Lyme, Lamport, Newbury, Bridgwater, Plymouth, Worcester, Newcastle, Foresight, Centurion, Winesby, Maidstone, George, Bristol, Colchester, Convert, Fairfax, Hampshire, Jersey, Nantwich, Swiftsure y Unicorn-, iniciando una larga serie de sucesivos consejos de guerra a modo en reuniones de trabajo en el trayecto. Debemos referir, siguiendo las indicaciones que nos ofrecen los anales británicos, que hay datos fidedignos sobre la ardua diferencia de pareceres y de opiniones en estas charlas previas entre Blake y sus oficiales.

          Para completar la descripción de esta fase preliminar al asalto a Santa Cruz, hemos de reseñar que el acercamiento a esta ciudad se produjo por el sur de la isla, navegando la flota por el canal entre La Gomera y Tenerife, para posteriormente venir costeando, siempre cuidando perfectamente la organización de la flota lo que habla bien a las claras de las indicaciones claras de Blake. Únicamente hay constancia del envío y adelantamiento de dos fragatas, la Plymouth y la Nantwich, con el fin de comprobar la presencia efectiva de la escuadra española en Santa Cruz así como la disposición física de la misma en la rada santacrucera. Este hecho tuvo lugar entre los días 19 y 20 de abril, y las conclusiones que se extrajeron de ese análisis por parte de ambas fragatas marcaron la estrategia a seguir por parte de Blake. En el consejo de guerra que se efectuó en la tarde de dicho 20 de abril se decidió que Stayner, que en varias ocasiones había expresado su deseo de pasar a la ofensiva, encabezase un grupo de doce navíos que irían directamente al corazón del entramado conformado por la flota española en la bahía santacrucera -para colarse entre las dos líneas paralelas que habían dispuesto los españoles, al tiempo que Blake -que esperaría inicialmente en alta mar- batiría en un segundo movimiento la línea de fortalezas de costa con el resto de las embarcaciones, de la misma manera que lo había efectuado con tanto éxito en su expedición bélica a Porto Fariña, en Argelia, dos años atrás.

          No debemos de dejar de reseñar, antes de iniciar la descripción del asalto en sí, el tratamiento y estudio del marco cronológico, ya que no coinciden las fechas aportadas por uno y otro bando al basarse en calendarios distintos. En los anales ingleses la batalla de Santa Cruz tuvo lugar el 20 de abril de 1657, cuando es de sobra conocido que la fecha que aporta el cómputo isleño es de diez después, exactamente en la jornada del 30 de abril.

          Una vez hecha esta salvedad y retomando el análisis del ataque desde el punto de vista británico se precisa que Stayner avanzó con una valentía y denuedo encomiables en pos del núcleo constituido por los principales navíos españoles, colocados muy juntos unos de otros en aguas poco profundas. En todo momento, las fuentes inglesas encomian con bastante insistencia la calidad y cantidad de las fuerzas defensivas ofrecidas por los isleños, conscientes siempre en todo caso de que este elogio redundaría en un reconocimiento aún mayor del éxito al que se habían hecho acreedores. En términos estratégicos el acercamiento fue un éxito, como lo atestigua el hecho de que de los 17 navíos que conformaban la Flota del Tesoro, 12 fueron destruidos o quemados -entre ellos los navíos almirante y vicealmirante-, y 5 apresados. Las dificultades que se citan en los diferentes documentos se centran especialmente en el viento y la marea, circunstancias éstas que iban a complicar sobremanera la que podría denominarse segunda parte del proceso de asalto. Como explicamos anteriormente, el ataque tuvo su continuación con la segunda oleada liderada por el propio Blake, quien se aproximó al grupo de Stayner a modo de refuerzo, batiéndose con las fortalezas, enfrentándose de manera especial con los siete navíos españoles emplazados en la línea exterior de la flota. A renglón seguido, siendo consciente de la situación comprometida en la que podrían meterse de continuar allí -en parte debido primordialmente al viento contrario a la maniobra-, Blake ordenó prender fuego y soltar los navíos apresados para aligerar la maniobra de salida y evitar que fuesen los españoles quienes quemasen dichas naves y alcanzasen a las embarcaciones remolcadoras, medida ésta que fue considerada por las dotaciones de los barcos como muy “impopular” por el hecho del recorte de la recompensa ante dichos apresamientos.

          A grandes rasgos, los historiadores ingleses aluden a estas dos fases que hemos estudiado: por un lado, el acercamiento a la flota y la destrucción de ésta, y por otro, el enfrentamiento con las baterías, que acaba en el abandono de las baterías de costa por parte de las fuerzas isleñas, en alusión al excesivo y demoledor bombardeo al cual fueron expuestas desde los navíos.

          Curiosamente, las fuentes anglosajonas, en su intención de añadir mayor riesgo y complicación a la batalla en sí, llegan a comentar el poderío artillero de la flota española, hecho éste que debemos desmentir ya que se tiene constancia documental de que únicamente dos de las embarcaciones de la Flota del Tesoro podían considerarse como navíos de guerra, siendo el resto galeones de carga o de transporte.

          Entre los aspectos igualmente de usual mención en los fastos británicos figura el hacerse eco de la “milagrosa” salida de la flota inglesa del embarcadero debido al viento, circunstancia que fue tan conocida que incluso casi 150 años más tarde, el almirante Horacio Nelson la citaría en su preparación del asalto a Santa Cruz argumentando que él no pensaba poder llegar a tener la suerte de Blake en aquel “galante asalto”.

          Otro capítulo sumamente conflictivo es el relativo a las bajas acaecidas en el episodio. Si bien el cronista Viera y Clavijo llega a adjudicar una pérdida de 500 hombres a los ingleses, según las fuentes anglosajonas esta cifra no pasó de los 50 fallecidos y aproximadamente 120 heridos, si bien en lo que sí coinciden es en la pérdida de un solo navío por parte inglesa, averiado al ser totalmente desarbolado por las baterías isleñas.

          A modo de conclusión de este análisis no puede faltar la mención en las fuentes inglesas al regalo por parte de Oliver Cromwell a Blake de un carísimo anillo de diamante por el éxito de esta acción. La comprobación de la certeza o veracidad de esta afirmación descansa únicamente en el relato del secretario del Parlamento, John Thurloe [1616-1668], pero difícilmente el almirante pudo hacer gala de dicho presente ya que fallecería, como hemos comentado, apenas unos meses después del asalto sin haber llegado a pisar tierra inglesa.

¿Victoria ”inglesa”?

          Tras haber desarrollado el contexto histórico, la personalidad del almirante Blake  y esbozado en sus líneas maestras el asalto a Santa Cruz, debemos reincidir en la controversia que da título a estas líneas con relación a la cabeza de león. Según Morales Lezcano, “la victoria de la escuadra inglesa no admitía discusión”, aunque a nuestro entender debe  puntualizarse que se trataría de una victoria naval, táctica, lo que parece fuera de toda duda a tenor de la rotundidad de las argumentaciones y fuentes documentales. El “quid” de la cuestión, la clave, estriba en el objetivo final que buscaba el asalto en sí: la toma del valioso cargamento de plata -valorado en diez millones de pesos de la época- y es en esta línea, siendo consciente de la no-consecución de esta meta, como se atisba con claridad el intento por parte de la historiografía británica de disculpar o amortiguar esta realidad. El estudioso Charles Firth aventura varias aseveraciones como la de que “destruir la flota española fue para Blake objeto de más importancia que interceptar la flota del tesoro rumbo a Canarias” o la de que “la destrucción total de la marina española haría que el tesoro no pudiese llegar a España incluso si no caía en manos inglesas”, asertos éstos que no creemos que sirvan para otra cosa sino para disimular el desencanto por no conseguir el fin ansiado.

          Otros investigadores británicos caen en contradicción al proclamar el éxito de la operación inglesa al tiempo que, en sus trabajos, anuncian y esgrimen desde un inicio que había sido la crítica situación económica en que se encontraba el régimen de protectorado de Cromwell lo que indujo principalmente al asalto de Blake, y que dicho sistema “dependía enormemente de la esperanza de auxilio por aquel medio [Canarias]”, ya que, en dicho orden de cosas, “sin él las finanzas de España estaban en ruinas y se vería forzada a abandonar sus planes de conquista de Portugal y resultar tocado en su campaña en Flandes”. De hecho, estudiosos llegan a afirmar que el triunfo militar del mariscal Henri de La Tour, vizconde de Turenne [1611-1675], o el cambio de sesgo diplomático del cardenal Jules Mazarin [1602-1661] se debieron a la obstaculización del envío de esta plata para la campaña de 1657-58, que impidió el pago de refuerzos de tropas y otros bastimentos y que a la postre motivaron el tratado de Los Pirineos en 1659. A veces la defensa de este pensamiento, a todas luces válido y que vuelve a colocar los episodios ocurridos en Santa Cruz en la esfera de la política internacional (algo a lo que se muestran reacios los anales de historia de España), se ha llevado hasta el esperpento, como lo ha hecho Firth al decir, en 1905, que aludiendo al internamiento del tesoro en la ciudad de La Laguna, citada que en dicha fecha, a principios del siglo XX, “aún permanecía el dinero allí” custodiado. Como decimos, no cabe duda del éxito táctico en materia naval de la escuadra inglesa, pero del mismo modo, no es menos cierta la afirmación de que de poco les sirvió el aniquilamiento de dicha flota cuando su interés y el de todos en aquella época estaba en el producto que viajaba en ella.

          Otro de los presupuestos que debe desmontarse, y al que hemos hecho breve referencia anteriormente, es la creencia inequívoca y constante, cuando los ingleses hablan de la destrucción de la flota española, al hecho de que Blake hubiese destruido una escuadra de índole bélico, cuando está sobradamente documentado que era de corte mercantil y estaba a la espera de una escolta suficiente para continuar su viaje a tierras peninsulares. De hecho, su estadía en Santa Cruz responde a ese precepto.

          No obstante, autores de la talla histórica de Henry Bolingbroke, Thomas Macaulay y Samuel Gardiner, siguiendo la vertiente puritana de Cromwell, apelaron al “auxilio providencial del Todopoderoso” en la batalla de Santa Cruz, al tiempo que Lord Clarendon afirmaba que “la victoria, con todos sus circunstancias, fue extremadamente maravillosa y nunca será olvidada ni en España ni en Canarias”. Algunos historiadores, con mayores miras y un nacionalismo exacerbado, dijeron que la victoria de Blake resonó en toda Europa, haciendo que se temiese y respetase a la Marina británica en todas partes. A todas luces se demuestra que no ha de seguirse esa línea, aunque tampoco debe tomarse el ejemplo de Viera y Clavijo, quien intentó rebajar el ataque de Blake a una simple escaramuza, “que costó sensibles pérdidas humanas a los intrépidos ingleses”, porque ese pensamiento iría en consonancia con la corriente antianglosajona que nos recordaba Morales Lezcano y que tanto daño ha hecho a este episodio en singular. En aras a una visión ecuánime del episodio, creemos acertados los asertos esgrimidos por Rumeu de Armas, quien basa y defiende la tesis de la victoria isleña en la defensa heroica de los isleños del desembarco enemigo y la salvaguarda del tesoro.

          Con todo, no hemos querido acabar sin encontrar una prueba fehaciente de esa conclusión y encontramos que una de las llaves que va a desmontar el punto de vista victorioso británico descansa en la certeza documental que existe sobre los informes y noticias varias que tuvo Blake acerca del desembarco de la valiosa carga de la Flota en tierra en Santa Cruz. Es curioso que, si bien por un lado, se anuncia que el mayor contratiempo en esta exitosa operación fue el fallo en encontrar la carga de plata que los españoles habían escondido en tierra, basta leer a capitán Richard Stayner para saber que éste recalca clara y específicamente en su carta-relato sobre el episodio bélico todo lo contrario, al dar fe del traslado de dicho cargamento al interior de la isla. Así lo atestiguan sus palabras: “Supimos (...) que los españoles (...) habían desembarcado la plata del Rey y todas las mejores mercancías en Santa Cruz”. Otro retazo documental que refuerza este enfoque lo tenemos en el informe que el 8 de abril le presentó el capitán Mootham, quien en base a referencias fidedignas y directas, se dirigió a Blake para asegurarle que la flota de las Indias Occidentales anclada en este puerto “se había fortificado en gran medida” y “había puesto en tierra su cargamento de plata”. Esta circunstancia, a primera vista quizás de índole secundaria, puede conformarse en la clave para saber que Blake supo en todo momento que no cumpliría con el objetivo de apoderarse del tesoro destruyendo sencillamente la flota -lo que sería un mal menor para España, en todo caso-. El almirante inglés sabía desde el primer instante en que planeó venir a Santa Cruz que debía tomar tierra para cumplir la meta... y no lo hizo así, dejando imperfecta e inconclusa su maniobra de asalto. Esta consideración salvaguarda en sí misma la identificación verídica del asalto de Blake a Santa Cruz de Tenerife con la primera de las tres victorias que engalanan el escudo municipal de la ciudad. La importancia radicaba en el tesoro, la flota era únicamente el medio de transporte del mismo y Santa Cruz supo servir de frontera, a costa de la destrucción de la propia escuadra, de las ansias de codicia británicas. Siendo conscientes de estos pilares, la heráldica de esta bella ciudad puede descansar tranquila: la Historia, en mayúsculas, por ambos bandos, avala la primera de las tres cabezas de león.

 
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