Presentación de una exposición de pinturas de don José María Villarroya Chueca

A cargo de Emilio Abad Ripoll  (Club Deportivo Militar de Paso Alto, Santa Cruz de Tenerife, 3 de enero de 2006)

          Cuando el General Villarroya me dijo hace ya un par de meses que fuese su presentador esta noche, os aseguro que en un primer momento creí que se trataba de algún libro que habría escrito, pues desconocía absolutamente esa vertiente pictórica de su vida. Él me hablo de óleos y acuarelas y quedé perplejo, al igual que muchas otras personas con las que posteriormente he ido comentando el acto que nos reúne. Era, hasta hoy, un secreto que muy pocos compartían.

          Luego pensé en qué decir de Villarroya, pues me parecía hasta lógico llegado este momento pronunciar estas palabras: “Señoras y señores, aquí está la exposición de óleos y acuarelas de don José María Villarroya”. Y punto. Pero luego pensé que esta agrupación de cuadros que tenemos en este salón significaba algo más que el desahogo artístico de una persona. Y por eso voy a ser un poco más extenso.

          Conocía a Villarroya en un curso de Interpretación Fotográfica en Madrid allá por el año 1973. Luego volvimos a encontrarnos a partir del 79 cuando, por estos días, arribamos mi familia y yo al chicharro; él estaba destinado en el Estado Mayor de la Capitanía General y yo en el de la Jefatura de Tropas de Santa Cruz de Tenerife. Creo que pronto “nos caímos bien” mutuamente, de modo que en pocos meses pasé a formar parte del grupo a los que él calificaba con esa expresión tan suya de “¡qué figura eres!”.

          Luego lo recuerdo, ya de Teniente Coronel,  al frente de su Grupo de Artillería de Campaña III/93, por ejemplo en una noche de intensísimo frío en Las Cañadas, feliz y orgulloso del espléndido ejercicio de tiro que estaba realizando el Grupo; o, yendo hacia el sur, a la altura del Barranco del Río, municionando las Baterías a la vez que sometidas a un supuesto ataque con gases, con su máscara colocada, como el resto de su gente. Y luego vino su destino al Grupo de Artillería de Campaña XI de Mérida, con esporádicas apariciones por estas tierras contándonos las excelencias de su personal y de su material artillero.

          Pero con el ascenso a Coronel llegó lo que llamaría su especialización en temas de personal. En los puestos que ocupó en la Secretaría Permanente de Evaluación y Clasificación de la Dirección General de Personal del Ejército, de la que llegaría a ser Jefe, y más tarde como Jefe de la Dirección de Gestión de Personal del Mando de Personal fue cuando realmente se hizo conocer, respetar y querer de todo nuestro Ejército de Tierra. Recuerdo mañanas en su despacho en Madrid, con motivo de tal o cual visita mía al Cuartel General, en que me  llegaba a agobiar el continuo repiqueteo del teléfono. Todos queríamos saber “como va lo mío”; y ese exagerado “todos” era, sin exagerar ahora, un grupo de cientos de personas para las que “su hombre en Madrid” era Chiqui Villarroya. Así, si alguien comentaba que tenía un problema, que no sabía como iba lo del recurso elevado o para qué fecha le correspondería el ascenso, o de Coronel si el Generalato iba a llegar, siempre otro le decía: “¡Hombre! Dale un telefonazo a Chiqui Villarroya”.

          Y allí estaba el tal Chiqui, al teléfono, o personalmente, atendiendo con su clásico”¿Qué quieres, figura”?, siempre sonriente, siempre dispuesto a ayudar, a la vez que dos o tres de sus colaboradores se colaban en el despacho con una tonga de papeles para despachar o para firmar. Papeles generalmente importantes, pues se trataba de problemas de personas, de ilusiones, de reclamaciones, de frustraciones o de deseos, de asuntos, en definitiva, que afectaban directa y seriamente a la moral individual y colectiva de nuestro Ejército.

          Pero aquella tensión y aquella sobrecarga no fueron precisamente beneficiosos para su organismo, y cuando ocurrió lo que ocurrió hace ahora ya 6 años justos, todos los que estamos aquí sabemos la ola de pesar que se extendió por nuestras filas, pues creímos estar a punto de perder al “primer figura” de nuestro Ejército.

          Pero la ayuda de Dios, el amor y la paciencia de su familia y su enorme fuerza de voluntad han hecho el milagro. Aquella vocación pictórica de su juventud, aquellos cursos de Bellas Artes, parecían olvidados en un cuarto oscuro de su memoria, pero de allí salieron a la luz, impulsados por esa voluntad férrea que he citado, y fueron un acicate fundamental para que aquel cerebro que había sufrido tan duro ataque comenzara otra vez a impartir órdenes a todo el cuerpo, pero en especial a aquella anquilosada mano derecha, que, como si recibiera el divino mandato del “levántate y anda”,  recuperó músculos, nervios, tendones y huesos. Y pintó lo que vemos a nuestro alrededor.

          Por eso yo no voy a terminar mis palabras diciéndoles que se fijen en la expresividad de los trazos, o en las luces y las sombras, o en el cromatismo que Chiqui saca de su paleta. Eso lo determinarán ustedes según la sensibilidad artística y los gustos de cada cual, pero si quiero decirles que miren y contemplen esos cuadros como una muestra de lo más valioso que tiene el ser humano: su voluntad de trabajo, su ilusión por la vida y el reflejo del amor de los que lo rodean.

          Eso, nada más y nada menos, es lo que yo considero que da verdadero valor a esta exposición, ejemplo nítido de la perfecta y completa recuperación de un gran amigo de todos: el General de División don José María Villarroya Chueca.

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