Las aguas primitivas de Santa Cruz. Una pila con historia

Por Luis Cola Benítez (En el Salón de Plenos del Palacio Municipal de Santa Cruz de Tenerife el 7 de noviembre de 2006)

          En las primeras ordenanzas del Cabildo de Tenerife, cuando apenas había comenzado el siglo XVI y la vida de las nuevas comunidades trataba de asentarse en los incipientes núcleos urbanos, se señala: "Cosa es para no olvidar las aguas, e para tener mucho recaudo en ellas, de manera que antes vengan a mas que a menos, pues así por la gente como por los ganados, ingenios, viñas y guertas, conviene con toda diligencia conservarlas, visitarlas, y gastando en ellas lo necesario."

          En cuanto al paraje de Añazo en el que nació Santa Cruz, dice nuestro recordado Cioranescu que "eran antiguamente muy abundantes; suficientes, en todo caso, para mantener una capa de vegetación densa y un bosque casi ininterrumpido. Incluso la zona de la ciudad actual, que aparece ahora más bien seca y sedienta, parece haber estado primitivamente cubierta de bosques."  Estas aguas corrían prácticamente todo el año por barrancos, barranqueras y barranquillos y de ellas comenzaron a surtirse los primeros vecinos, sin más inconveniente que el que representaba la incomodidad de tener que desplazarse hasta las corrientes naturales, que naciendo en La Esperanza, La Laguna, Las Mercedes y Jardina, Montes de Aguirre y Catalanes, altos del Bufadero, y hasta del más cercano Monte de Las Mesas, vertían sus caudales al mar en la costa del lugar y puerto de Santa Cruz.

          Esta mínima pero cotidiana incomodidad fue lo que hizo que, desde el primer momento, desde que Lugo se adentró en la isla en 1496, los responsables que dejó encargados de los asuntos del puerto, Pedro de Vergara y el presbítero Guerra -sobrino de Lope Fernández de la Guerra-, en unión del primer alcalde conocido de Santa Cruz Bartolomé Fernández Herrero, se preocuparan por iniciar la apertura de pozos y aljibes cercanos a las casas. Este fue el origen del nombre de la calle de Las Norias -en plural- que, como nos recuerda José Desiré Dugour, junto con las entonces incipientes calles de la Iglesia o calle Ancha, de la Caleta y del Barranquillo -que formaban el núcleo fundacional de la población-, comenzaban a tejer tímidamente la trama urbana. También nos informa que para la construcción de las primeras casas se traía por mar tierra para hacer tejas desde Guadamojete -topónimo aborigen lamentablemente casi olvidado de lo que hoy se llama Radazul- y maderas de los bosques del valle del Bufadero. Pronto los vecinos más pudientes comenzaron a abrir pozos dentro de los patios o huertas de sus casas, además de aljibes para recoger las aguas de lluvia. Y así, unos disponiendo de agua en sus domicilios y otros surtiéndose del preciado líquido en las corrientes naturales, comenzó a beber Santa Cruz.

          Como es natural, las casas que disponían de aljibe se veían revalorizadas frente a las que carecían de él, por lo que pronto su uso se fue generalizando y todo el que podía acometía su construcción. La mayor parte se contentaba, incluso cuando ya Santa Cruz contaba con acueducto para la traída de las aguas, con llenarlos con las lluvias, hasta el punto de que en 1818 sólo 44 aljibes de huertas se surtían de las aguas públicas. En 1830, de las 1.500 casas del pueblo, 150 disponían de aljibe en medio del patio, con capacidad total de 48.000 pipas. El que no disponía de tal ventaja, como ya he dicho, a buscar el agua al barranco o, cuando ya las hubo, a las fuentes públicas. Ello no era óbice para que hasta la segunda mitad del siglo XIX los vecinos del Toscal aprovecharan el agua del barranquillo de San Francisco. Sorprendentemente, aún hoy existen veneros soterrados que atraviesan la población de Oeste a Este. Recordemos los problemas de cimentación que se les presentaron a los constructores del edificio Peceño en la calle del Pilar por la corriente subterránea que encontraron, igual que en otros de la calle de San José. Y, más recientemente, lo mismo ocurrió al realizar la excavación para el aparcamiento de la Plaza Weyler.

          Pero volvamos a los primeros tiempos. El descontrolado y brutal aprovechamiento forestal que sufrió toda la isla desde los inicios de la colonización -quemas para desbrozar tierras para el cultivo, construcciones urbanas y navales, carboneo, cajas para exportación del azúcar, útiles y muebles, etc.-, pronto dejó sentir sus efectos en los manantiales y nacientes naturales. Y así fue desde bien temprano, incluso en La Laguna, como se constata por las actas de aquel Cabildo cuando en 1509 se dice que falta agua para beber, que hasta entonces llegaba a la pila de la plaza de la Concepción desde la inmediata laguna y, ante la urgente necesidad, por primera vez se acuerda hacer un "pozo concejil". En 1514 ya se piensa en hacer canales para llevar el agua y el Adelantado hace una distribución de aportaciones vecinales para reunir 300 o 400 doblas, en la que por cierto figuran el alcalde de Santa Cruz Bartolomé Fernández y su hijo Ibone, cada uno con 20 doblas. Cuatro años después ya se han abierto más pozos y, al repetirse la escasez, se acuerda poner hombres en cada uno con cubos y sogas para llenar los dornajos y que se les pague soldada.

          Y si esto ocurría en la ciudad capital de la Isla, ¿qué no pasaría en los otros lugares? Concretándonos a Santa Cruz, cuando en 1547 el Cabildo comienza a plantearse la conveniencia de hacer una fortaleza para defensa del puerto, el mayor impedimento que se encuentra es el abastecimiento de agua y se llega a pensar en llevar allí el agua desde la Fuente de los Berros. Pero Santa Cruz siguió durante los dos primeros siglos de su historia sin más aguas que las cada vez más escasas corrientes naturales y los pozos y aljibes de aquellos que podían permitirse este lujo. Transcurridas estas dos centurias, por fin llegó a Santa Cruz el agua conducida por un rudimentario cauce artificial. Pero, ¿qué aguas eran aquellas?

          En 1514, un personaje llamado Marcos Verde de Bethencourt, natural de Lanzarote, que ocupó los cargos de alguacil, personero y teniente de gobernador interino y que había capitaneado varias expediciones a Berbería, recibió del Adelantado una data de 50 fanegas de tierra con dos fuentes en los altos del valle de Tahodio. Nueve años más tarde, otro personaje, Juan de Aguirre, recibe otra data de 10 cahíces de tierra entre Tahodio y Valleseco, junto al camino de Taganana, lindando por dos de sus lados con las tierras de Marcos Verde. Hasta mediados del pasado siglo todos los santacruceros sabían o recordaban lo que eran las aguas de Aguirre y de Marcos Verde. Incluso recuerdo oír, cuando algún “godo” recién llegado hacía gala de prepotencia y quedaba en evidencia por su  ignorancia de nuestras cosas, que alguien decía, pensando en que con el tiempo se iría amoldando a nuestra idiosincrasia: "A éste todavía le falta beber agua de Aguirre".

          Fallecido Marcos Verde, sus herederos vendieron al Cabildo, por 1.080 doblas, las aguas de la Vega y Tahodio e, inmediatamente, se empieza a estudiar la conducción de dichas aguas a Santa Cruz, más aún cuando el gobernador Juan Álvarez de Fonseca estaba a punto de terminar el castillo de San Cristóbal para la defensa del puerto. En 1574 ya estaban hechos los canales de madera, pero, inesperadamente, y ante las protestas de Álvarez de Fonseca, el Cabildo decide dedicarlos a conducir el agua a La Laguna y el proyecto de acueducto para Santa Cruz quedó paralizado. La decisión coincidió con un par de veranos de extrema sequía, se agostaron los pozos, única agua de que disponía el puerto, y los barcos dejaron de venir por no poder hacer aguada. Entonces, no sabemos si por esta circunstancia que también perjudicaba a la capital, el Cabildo decidió hacer caños de barro para La Laguna, por lo que los canales que estaban hechos y las vigas de barbusano disponibles para fabricar los restantes, ya podían utilizarse para Santa Cruz. Pero cuando se cayó en la cuenta de que serían necesarios entre 5 y 7.000 ducados para la realización del proyecto -tratándose de aguas-, todo quedó en “agua de borrajas”.

          Entretanto, algún agua seguía discurriendo por los barrancos y los vecinos más cercanos la aprovechaban como buenamente podían, lo que en algunos lugares no era siempre posible por las trabas que a veces ponían los poderosos. Es cierto que las aguas de Marcos Verde al haberlas comprado el Cabildo ya eran públicas, pero el escribano de Indias, Juan de Vega, había conseguido licencia para establecer allí cuatro molinos de agua que le rentaban 3.000 reales al año y obtuvo permiso del gobernador para tener esclavos armados que atemorizaban a los vecinos e impedían el uso común del caudal. Los años de sequía creaban serios problemas para el abastecimiento y desesperaban al pueblo, como cuando en 1607, agotados los pozos y con quince navíos en la bahía que reclamaban prioridad en la aguada, se produjo una especie de motín popular y los vecinos derramaron por la noche varias pipas que un navío había logrado llenar para embarcarlas el día siguiente.

          Durante todo el siglo XVII se alternaron las épocas de abundancia de lluvias, y por tanto de fácil abastecimiento, con prolongadas sequías, cada vez más frecuentes, que hacían casi imposible la vida del puerto, de lo que se resentía la actividad comercial al dejar de hacer escalas de aprovisionamiento muchos navíos. Se buscaban soluciones, pero todas pasaban por fuertes inversiones imposibles de sufragar. En distintos años se recurrió a traer agua en barcas de Candelaria o de San Andrés, lo que resultaba carísimo, sistema al que no quedó más remedio que recurrir en más ocasiones de las que eran deseables.

          Con este escenario, en el que el problema del agua resultaba casi siempre acuciante y de muy difícil solución, llega a Santa Cruz a finales de noviembre de 1705 el nuevo capitán general Agustín de Robles y Lorenzana, de la junta de guerra de Indias y que había sido gobernador de Río de la Plata, al que Viera y Clavijo califica -yo creo que muy indulgentemente- de "caballero ingenuo, generoso, servidor del rey, pero dominante y ligero". Lo cierto es que bajo su mandato se produjeron muy duros acontecimientos, algunos -es cierto- totalmente ajenos a su actuación, tales como la erupción del volcán de  Garachico que sepultó su floreciente puerto y el ataque e intento de invasión de la escuadra inglesa al mando del almirante Jennings, ataque que coincidió con la ausencia en Las Palmas del capitán general. Pero ocurrió además, en cuanto a política local, que su afán recaudatorio e intervencionista le llevó a crearse serios problemas que al final le valieron una enérgica reprehensión real.

          Como había ocurrido con sus antecesores, el problema del agua en Santa Cruz constituyó una de sus principales preocupaciones, pero en este caso, lo que no habían hecho los demás, puso manos a la obra de forma decidida, valiéndose de su autoridad e imprimiendo a los trabajos una celeridad desusada. Como el principal problema era el económico y él tenía en sus manos todos los resortes recaudatorios y de presión, fue raro el estamento que pudo negarse a sus peticiones. Colaboraron los vecinos, los comerciantes, hizo intervenir a Fortificaciones al ser el agua factor determinante para la defensa, al juzgado de Indias por la importancia de facilitar la aguada a los navíos, a la Real Hacienda que aumentaría la recaudación de derechos, hasta a los pósitos del Cabildo de la Isla, siempre reacio a invertir en intereses ajenos a La Laguna, aunque en este caso no lo fueran tanto al tratarse de su propio puerto. De esta forma, con el esfuerzo de todos, pudo recaudar  cerca de 90.000 reales, cantidad que no hubiera sido posible reunir de ninguna otra manera.

          El método empleado para la traída de las aguas desde el Monte Aguirre fue el de canales altas en gran parte del recorrido, canales de madera elevados del terreno sobre palos o esteos para evitar que el ganado abrevase. Esto tenía el inconveniente de su elevado coste, la menor estabilidad del conjunto y que se producían excesivas pérdidas por las juntas y grietas, lo que obligaba a continuas reparaciones con un elevado presupuesto de mantenimiento. Una vez llegaba la conducción al pueblo los canales se soterraban protegidos por losas y mampostería, siendo la primera calle en que esto ocurría la actual del Dr. Guigou, por cuyo motivo se conoció desde entonces con el nombre de calle de las Canales Bajas. Desde allí, seguían por la calle del Pilar, cruzaban San Roque -hoy Suárez Guerra- hacia la calle de las Canales -nombre de la antigua que hoy es Ángel Guimerá- y la del Barranquillo -actual Imeldo Serís-, donde se encontraba la llamada Casa del Agua, en la que se repartía hacia la huerta del convento de Santo Domingo, a la Pila que se había instalado en la plaza principal o del Castillo -hoy de la Candelaria-, al aljibe de San Cristóbal y desde allí al caño de la aguada, en la playa que más tarde se llamó de la Alameda, para el suministro de los barcos.

          El capitán general Agustín de Robles, padre del proyecto y bajo cuya tutela habían transcurrido los trabajos, concedió gratuidad del agua para el pueblo, pero estableció unos derechos de aguada de los barcos: 100 reales de plata el navío de Indias; 6 pesos un navío o fragata; 4 pesos el paquebote, bergantín o goleta del comercio exterior; 4 reales de plata a los barcos de tráfico "cruzado", o sea, que navegaban a islas no vecinas; y 2 reales los de las islas vecinas. Con estos derechos se pretendía poder atender al mantenimiento y reparaciones necesarias en el sistema de conducción del agua. Lo malo fue que pronto comenzaron los privilegios en el reparto a los aljibes o huertas de particulares y a veces no llegaba el agua a la fuente pública, con las consiguientes protestas del vecindario. Por decisión del capitán general los derechos del agua los cobraba la Real Hacienda -y así fue hasta 1799-, puesto que por un decreto de fecha 1 de octubre Agustín de Robles había dictaminado que el agua de Santa Cruz pertenecía al rey.

          Antes de que se fundara en 1610 el convento dominico de la Consolación -por donde hoy están el Teatro y la Recova Vieja-, ya existía en aquella zona un pozo o noria de la que se surtían los vecinos, lo que en su momento, cuando se iban a establecer los frailes, dio lugar a protestas del pueblo alegando, entre otros motivos, que al ir las mujeres a coger agua "rotas y mal vestidas, con el seguro de que no había quien las pudiese registrar, ya dejarían de hacerlo por recato y vergüenza, sabiendo que los religiosos las mirarían". ¡Buena fama tenían los frailes! Ahora, a partir de 1706, ya pasaban por aquel lugar los canales del agua, lo que representaba una indudable comodidad.

          Pero lo verdaderamente novedoso para los vecinos de Santa Cruz fue la instalación de la fuente pública o Pila, la primera con que contó la población, en el centro de la plaza del Castillo, que al mismo tiempo constituía el primer elemento de ornato urbano, y que ahora cumple 300 años de existencia. La repercusión popular fue tal que la polvorienta y vieja plaza Real o del Castillo perdió su nombre original en beneficio del novedoso implante y pasó a llamarse durante más de un siglo Plaza de la Pila. Y no sólo la plaza cambió de nombre, porque también lo hizo la calle que llevaba a ella desde el barrio de la Iglesia, hasta entonces conocida como calle de las Lonjas o de los Malteses y hoy de la Candelaria, que también comenzó a ser conocida como calle de la Pila, al estar ésta situada en el eje de su calzada. La fuente, de sencilla construcción y realizada en piedra volcánica, sin grandes pretensiones, posee grabada en la misma piedra, al borde de su plato, la siguiente leyenda: AÑO DE MDCCVI REINANDO FELIPE V SIENDO GOVERNADOR CAPITAN GENERAL EL EXCLMO. SR. D. AGUSTIN DE ROBLES Y LORENZANA.

          El historiador Viera y Clavijo, que la vio en su emplazamiento original, dice que "era una buena fuente para el abasto público". El viajero francés André-Pierre Ledru la describe como "una fuente de piedras de lava negra, en forma de pilón". También la nombran Dugour y Poggi y Borsotto, y nuestro investigador  Pedro Tarquis señala que es "de cantería del país" y que dispone de "un surtidor y su receptáculo". Cioranescu la describe "de toba y de una grande simplicidad", añadiendo que "es una pila con surtidor, de trabajo tosco, pero que tiene carácter y un sentido ornamental". Y, más recientemente, el recordado poeta de barcos y horizontes que fue Padrón Albornoz, la llamaba "fuente melancólica apuntando con su dedo de agua a una estrella". En realidad la fuente tiene forma de copa gallonada labrada en piedra, en cuyo borde figura la inscripción antes citada. En su centro y en alto, un surtidor por el que sale el agua que cae en la copa, de donde a su vez rebosa por las bocas de cuatro mascarones, a modo de gárgolas muy poco resaltadas, hasta un pequeño estanque o pileta circular, en cuyo centro se alza el conjunto.

          Esta sencilla pila, que dio carácter y nombre al principal recinto urbano de la población...¡cuántos hechos vería desfilar junto a sus cantarinas aguas! Presenció las revistas y ejercicios militares de las fuerzas del vecino castillo que guarnecían la plaza; recibió a navíos y a ilustres viajeros; vio cómo se iba configurando su entorno al irse cerrando la plaza con nuevas edificaciones; seguiría paso a paso el alzado de la Cruz de Montañés y el Triunfo de la Candelaria, que la flanquearon a cada extremo de la plaza y le recordaban con su blanco y pulido mármol la humildad de su origen volcánico. No obstante, el conjunto ornamental del recinto llamaba tanto la atención, que posiblemente a ello alude la anónima y muy antigua copla que cantaba: "En Tenerife no hay plaza, / la convertisteis en cielo, / a un lado la Candelaria, / la Cruz al otro, y tú en medio". Y tal vez, también, la suya fuera la última agua de la tierra que bebieron los casi dos millares de tinerfeños que fueron a poblar Luisiana en un inmenso sueño americano. Más aún, sería también mudo testigo de la gesta de la población frente a la escuadra de Nelson y presenciaría la capitulación de las tropas británicas.

          Pero además de estos y otros hechos relevantes, también junto a la Pila se darían sucesos de la vida cotidiana, de la crónica social y galante, unos triviales, otros que en su momento conmocionarían al pueblo, todos ellos mimbres que entretejían la pequeña e íntima historia de la villa. En sus proximidades tenían lugar los saraos celebrados en las casonas de los más importantes personajes, entre los que destacarían los del palacio de Carta y los del propio Castillo, entonces habitual residencia de lo comandantes generales. Vería pasar a los concurrentes a las tertulias de los Porlier, del Campo o Montañés, y le llegarían, a través de las ventanas de su mansión, la enérgica voz del síndico Roberto de La Hanty defendiendo su propuesta de construir un nuevo puente en los “llanos de Perera”, hoy llamado puente Zurita.

          También, sin duda, le alcanzarían los ecos sobresaltados de los sucesos relacionados con el intendente Cevallos, su trágica muerte a manos del populacho y la dura justicia ejercida por el general Juan de Mur, con no menos de una docena de ajusticiados colgados de las almenas del cercano castillo. También, posiblemente, en alguna ocasión sus aguas enjugarían, en finos pañuelos de Flandes, las heridas de algún lance de honor. Las mismas aguas que sonreirían, quedamente, ante las furtivas miradas que encopetadas damas -a las que acompañaban sus dueñas a misa en la parroquia o en el cercano convento franciscano-, dirigían tras los celajes de sus mantillas a los gallardos galanes que aguardaban su paso. Y, en ocasiones, cuando la luna se reflejaba en ellas, hasta se harían las indiferentes en su suave discurrir, sin más que un leve borboteo de disimulo, ante las descaradas insinuaciones de la alcahueta Andrea -tal como nos narra el famoso vizconde del Buen Paso-, que solapadamente ofrecía muchachitas del campo a distinguidos caballeros.

          Pero dejemos por el momento estas, no sé si nostálgicas, pero sí entrañables evocaciones, y volvamos a la historia sin más. Como diría el insigne historiador británico Edward H. Carr, dejemos la pulpa del melocotón histórico -que sin duda es lo más sabroso- y volvamos al núcleo, al hueso puro y duro.

          Ya tenemos la primera fuente pública, con pretensiones ornamentales, de que dispone la población y un acueducto, rudimentario y frágil, que la surte. Y precisamente este último carácter hizo que, en 1709, cuando se produjeron las primeras lluvias de cierta importancia, gran parte de los canales sufrieron arrastres y roturas y fue necesario proceder a su reparación. La necesidad de que hubieran responsables de estos trabajos hizo que se nombraran dos alcaldes del agua, los capitanes Juan de León y Pascual Ferrera. Especialmente este último tomó a su cargo la administración de los trabajos, adelantando fuertes sumas de su peculio, lo que le valió en 1712 la concesión de una data de medio real de agua para su huerta del barrio del Toscal, concesión vinculada a cierto censo anual. Por la inmediación de esta famosa huerta de Ferrera nacería la calle de Ferrera o de Ferrer, que hoy se conoce como San Vicente Ferrer.

          Todavía en 1718 el agua era casi permanente en el barranco de Santos, donde se instaló un molino, y en otros barranquillos de la población, y algunos particulares se hacían llevar el agua a sus casas por aguadores, oficio que se prohibió a los individuos de la guarnición. Con el paso del tiempo se trataba de introducir mejoras en el sistema y en 1776 se comienza a colocar en algunas zonas una nueva conducción de piedra y argamasa por mandato del comandante general marqués de Tabalosos y al cuidado del teniente del Rey Matías Gálvez, en su mayor parte costeada por los vecinos que llegaron a aportar 14.000 pesos. En el tramo urbano se utilizaron caños de barro enterrados en las calles y protegidos por atarjeas de mampostería, obras que se prolongaron por más de una década.

          Entretanto, volvieron años de sequía que obligaban a traer agua de fuera, hasta el punto de que algunos vecinos iban a buscarla a La Laguna y, por si fuera poco, el siguiente año se declaró un violentísimo incendio en Monte Aguirre, junto a los nacientes, que a pesar de que se trajeron tropas de varios puntos de la isla para luchar en su extinción duró más de dos semanas. Los problemas con los canales eran continuos y no siempre de fácil solución, como cuando se pide al Cabildo licencia para extraer brea de los montes de Arico para sellar las junturas y al no poderse conceder por estar también aquel monte esquilmado, se cede cierta cantidad de un barco embargado, aunque siguen las peticiones por ser insuficiente.

          Hacía ya ochenta años que se había hecho el primer reglamento de las aguas, por lo que se hizo uno nuevo en el que, entre otras cosas, se establecía que la Pila principal debía visitarse tres veces al día y limpiarse semanalmente y en el caso de los canales cuatro veces al año; el celador vigilaría que no se tomase agua sin permiso ni abrevase el ganado en las canales bajas y que no se agrandaran los dados de medida de los conventos o de la huerta de Ferrer y demás; si faltaba agua en el tanque de la aguada, en el que el marqués de Branciforte había hecho instalar un caño en el recodo entre el muelle y la playa de la Alameda, se reservarían para él dos caños de la Pila. Poco después, en 1792, hay que volver a hacer una importante reparación en  el acueducto, que estuvo a cargo del teniente coronel Pedro Higueras, gobernador del castillo de Paso Alto.

          El agua que llegaba a Santa Cruz seguía sin ser de su propiedad, pero los problemas que creaba eran tantos que llegó un momento en que el Consejo de Hacienda se hartó y determinó que no le correspondía su administración y, al no existir todavía ayuntamiento, nadie se hizo cargo del asunto y los comandantes generales siguieron mandando en el ramo. No obstante, el alcalde real Domingo Vicente Marrero, en el mismo año en que se produjo la derrota de Nelson, dictó un bando de buen gobierno en el que se contenían varias normas sobre el uso de las aguas. Por ejemplo: que los hombres no asistan a la Pila después de las oraciones, en que sólo podrán ir las mujeres; que si se hacían obras en casas que afectaran a las calles, atarjeas, caños, etc., dejaran un farol por las noches y no se interrumpiera el paso bajo pena de tres días de cárcel; y que no abreve ganado alguno en las canales bajas. El alcalde Marrero logró también que el general Perlasca colaborara en la reparación de los acueductos de madera.

          De todas formas algo tenía el agua que, mientras unos querían zafarse de los problemas que acarreaba, también había quien quería intervenir en su administración aunque no le correspondiera. Así ocurrió con el corregidor de la isla José de Castilla cuando pretendió entender en dicho ramo, a lo que se opuso el comandante general Antonio Gutiérrez, celoso de las prerrogativas de su cargo y de la inveterada costumbre de que los asuntos relativos a las aguas correspondieran a su ámbito, pues -como queda dicho- ya Agustín de Robles había decretado que eran propiedad del rey. Las pretensiones del corregidor provocaron tensiones, oficios y comunicaciones entre ambas autoridades, que llevaron a que Gutiérrez acabara reprehendiendo al corregidor, diciéndole que "en lo subcesivo quando se me escriba tengan todos presente que dirigen sus oficios a un vasallo a quien el Rey se ha dignado condecorar con el carácter y facultades de Comandante gral. de esta Provincia". Ante tan contundentes palabras uno no se explica, a no ser por ignorancia u “otros” motivos, que todavía haya quien ponga en duda la entereza de ánimo del general Gutiérrez, más aún cuando hay documentados otros diversos lances en que se evidencia la firmeza de su carácter.

          Los trabajos de mantenimiento y reparaciones de la atarjea se prolongan en el tiempo y los alcaldes del agua y comandantes generales se suceden, mientras que las obras se eternizan, y con frecuencia se interrumpen, como cuando en 1801 el alcalde del agua comunica a Perlasca que tiene que suspender los trabajos por falta de fondos y se ve precisado a despedir a los trabajadores. Al entender en el ramo los comandantes generales, son estos los que nombran a los alcaldes del agua y no los alcaldes reales como hubiera sido lo lógico. Así, el año siguiente Perlasca nombra alcalde del agua a Domingo Vicente Marrero, entre cuyas competencias se encuentra también el cuidado, aseo y el alumbrado de la Alameda de Branciforte -hoy conocida como Alameda de la Marina-, primer lugar de recreo y paseo de la población, en el que los santacruceros de entonces se deleitaban con gran complacencia. Parece ser que, en buena hora, en la remodelación de la zona está prevista la reconstrucción de la vistosa arcada de su acceso principal y sería de desear que los ejecutores de la obra pusieran en ello todo el cariño y cuidado necesario para que la renovada Alameda de Branciforte, más tarde también llamada del Duque de Santa Elena, renaciera con todo el esplendor que la historia urbana y el sentimiento de los santacruceros demanda.

          Es en 1802 -sigue siendo alcalde del agua Domingo Vicente Marrero-, cuando sucede la desgracia de que, sin que sepamos las razones, la Pila sufra una seria rotura que la inutiliza. El primer problema es encontrar la piedra adecuada para la recomposición, que finalmente se localiza en las obras de la iglesia de la Concepción de La Laguna, cuya fábrica la cede a Santa Cruz, y se labra en las canteras de Pedro Álvarez. Para unir las piezas son también necesarios unos pernos de metal que hace un latonero, siendo el costo total de la reparación, según la cuenta que presenta Marrero, de 1.365 reales de vellón y 5 maravedíes. Y aquí surge el gran misterio que envuelve a nuestra entrañable Pila. ¿En qué consistió la restauración efectuada? ¿Es la Pila que hemos conocido las últimas generaciones igual a la original?

          En 1800, dos años antes de la reparación que hemos citado, pasa por Tenerife la expedición científica francesa que Napoleón Bonaparte, a la sazón primer cónsul, enviaba a Nueva Holanda –como entonces se conocía al continente Australiano-, al mando del capitán Baudin, en la que viajaban Peron, Freycenet, Bory de St. Vincent y Jacques-Gerard Milbert. Por este último, responsable en la expedición de los dibujos, grabados y pinturas, relativos a las descripciones geográficas y a la historia natural, conocemos un dibujo de la Pila realizado en la escala en nuestro puerto, que más tarde se publicaría con la siguiente leyenda: "Tenerife. Fuente de lava situada en la Gran Plaza de la Villa de S.ta Cruz". En este dibujo, que ha sido publicado en otras ocasiones, lo único que se parece a la Pila actual es el vaso o copa en alto que recoge el agua del surtidor en forma de pilón, que corona el conjunto. El pedestal o fuste que soporta la copa es más estilizado y al menos -teniendo en cuenta que desconocemos la escala del dibujo- dos o tres veces más alto que el que ahora vemos en la fuente, y presenta en vertical dos cartelas con lo que parecen ser las armas reales de España. El vaso principal, en el que se recoge el agua y del que surge el pedestal, posee en su entorno adornos de hojas de acanto. Ante este documento gráfico, ¿a qué conclusión debemos llegar? Si el dibujo, más o menos estilizado e idealizado, responde en su conjunto a la realidad observada por Milbert, es fácil pensar que la avería sufrida por causa desconocida provocó la rotura de la columna sustentadora, sustituida entonces por la actual, de mayor sencillez y de más elemental ejecución, pero.... hasta el momento no hemos encontrado el menor indicio que nos lo confirme, por lo que no deja de ser una hipótesis, cuyo interrogante continúa abierto. Y así lo dejamos hasta que aparezcan los datos históricos precisos.

          De todas formas, a pesar de la existencia de la Pila y de los pozos y aljibes abiertos en patios y huertas, el problema del agua se prolongó en Santa Cruz durante más de un siglo, pues agravaba la escasez el hecho de que tampoco existían medios apropiados para la explotación de la poca de que se disponía. En 1803 sólo habían dos norias para elevar el agua: una en la huerta del Hospicio de San Carlos y otra en la de un particular, pues las antiguas de la calle de Las Norias habían quedado en desuso, aunque como veremos más adelante alguna vez fue necesario recurrir a ellas.

          Existía también un pozo inmediato al Hospital de los Desamparados, que habían abierto para su uso los vecinos del barrio del Cabo, según se decía, "desde tiempo inmemorial, y que estaba situado en la orilla meridional del barranco de Santos, al lado derecho del puente que allí remata". El administrador del Hospital, que lo era el mayor de plaza Marcelino Prat -y recuérdese que las aguas las administraba el ramo militar-, decidió cegarlo para hacer un cementerio junto a la antigua capilla del establecimiento y los vecinos del barrio protestaron en masa, aunque tarde, porque ya el pozo estaba cegado hasta la mitad. El ayuntamiento nombró peritos albañiles para que vieran la posibilidad de recuperarlo, pero Prats decidió entonces hacer un albañal para dar salida al barranco a las inmundicias y aguas sucias del establecimiento. Se pidió dictamen a los médicos municipales y los doctores Joaquín Viejobueno e Ignacio Vergara certificaron que si bien era un beneficio para la salud no hacer los enterramientos en las iglesias como hasta entonces era costumbre, no cabía duda que beber agua del pozo, junto al cementerio y el albañal, podía ser perjudicial, pues estaba claro, como decía el síndico personero José Francisco Martinón, que seguramente no podían resultar "sulfurosas ni ferruginosas", que eran las salutíferas cualidades que en aquellos tiempos se buscaban en las aguas. Al poco tiempo vuelve una época de sequía y se hace de nuevo necesario traer agua en barcas desde el valle de San Andrés.

          Como ya quedó dicho, cuando la Real Hacienda se desentendió de la administración del agua esta pasó a cargo de los capitanes generales, ya que entonces Santa Cruz no poseía ayuntamiento y alguien tenía que atender aquellos asuntos. Pero en 1807 ya es Santa Cruz villa exenta desde cuatro años antes y el alcalde hacer ver la existencia de una R. O. por la que se declara que el agua no es de la Hacienda y nombra una comisión para que estudie la forma de hacerse con su administración. Se tardó tres años en aclarar las cosas y lograr una suprema declaración que confirmaba que los asuntos del agua correspondían al municipio, no a la Hacienda ni a los capitanes o comandantes generales como por costumbre se venía admitiendo. El 8 de agosto de 1810 el comandante general Ramón de Carvajal cede las atribuciones de las aguas al ayuntamiento y pide se le informe a quién debe entregar los documentos del ramo y un fondo existente de 10.640 reales. Se le contesta que entregue los documentos en la secretaría municipal y los fondos a José Murphy, al que se nombra depositario. Santa Cruz había sido hasta entonces el único pueblo de la isla que no disponía de aguas propias.

          Inmediatamente se nombra nuevo alcalde del agua, se aprueba un primer reglamento y se acuerda estudiar medidas para mejorar los caudales y canalizaciones a cargo de una comisión que debe reconocer los nacientes y montes. La comisión, que se llamó de Montes y Aguas, informó que en el lugar donde se reunían las aguas que venían a Santa Cruz lo hacían en doble cantidad de la que llegaba al pueblo; la mitad se perdía o se robaba por el camino. El precio establecido era de un real de plata la hora -unos 25 m3-, que cinco años después subió a dos reales y medio. Los abonados al servicio eran muy pocos, sólo los más pudientes, pues el resto se seguía surtiendo de las fuentes públicas o de los arroyos, cuando los había. Para las obras de mejora se impuso una tasa sobre el vino y aguardiente, sobre el pescado salado y otros artículos, así como a los establecimientos de billares. Pero si actualmente la insularidad y lejanía tienen su costo, mucho más los tenían entonces. Para la distribución del agua dentro del pueblo se invirtieron, con gran sacrificio, cerca de 7.000 reales para encargar en Sevilla 1.100 caños de barro de "dos cochuras y vidriados", lo que debería ser entonces lo último en tecnología. Pues bien, por avería gruesa del barco que los traía, Nuestra Señora del Carmen, su capitán Manuel de Oria, sólo llegaron sanos poco más de la mitad.

          Con el poco dinero que se recaudaba comienza entonces una época de frenética búsqueda de agua en diversos lugares de la población a cargo del municipio y también de particulares. Se invierten cantidades apreciables adelantadas por los propios regidores, que luego se las veían y deseaban para cobrar, abriendo pozos en el barranco de Santos, en la zona de las Cruces, y más allá de Paso Alto. El alcalde del agua Vicente Martinón adelantó 7.500 reales para reparaciones en la atarjea; se prohíben ganados y cortes de madera por encima de los canales y se gratifica a guardamontes y canaleros para su vigilancia. También se mejoran los caños de la Alameda para el suministro a buques. Otros prefieren no perforar, como Pedro José de Mendizábal y Francisco Mandillo, propietarios de huertas en la zona urbana, que fueron los primeros en pedir  licencia para aprovechar las aguas del barranco de Santos, logrando autorización para construir una presa capaz para 5.600 varas cúbicas. Por cierto, una de las huertas de Mendizábal estaba junto al callejón del Judío -hoy calle del Adelantado-, y luego pasó a José Antonio Pallés y Abril; allí estaba el célebre baobab, único de su especie en Canarias, que fue cortado en 1881.

          Otras veces el agua afloraba milagrosamente, como cuando en un mes de febrero aparece un arroyo en la huerta del convento franciscano de San Pedro de Alcántara –donde hoy se encuentra la Plaza del Príncipe- que alborotó al pueblo. Inmediatamente el ayuntamiento tomó cartas en el asunto para estudiar su posible aprovechamiento y se comenzaron los trabajos que duraron bastante, sufragados por aportaciones voluntarias del vecindario, pero cuando llegó el verano, entre mayo y junio, se secó el arroyo. Quedaron abiertos varios hoyos con agua y lodo, comenzaron filtraciones a la iglesia de San Francisco provocando daños en el pavimento y se  tupieron los caños que suministraban agua al convento, con lo que no sólo se había perdido el tiempo y el dinero, sino que hubo que reparar los daños ocasionados a los frailes.

          En 1813 vuelven malos tiempos para nuestra Pila, que ya había rebasado el centenario de existencia, cuando en la sesión municipal de 26 de febrero se dice: "Tratose en este Cabildo de la generosa y patriótica disposición que han manifestado muchos vecinos de esta Villa, deceando se hermosée en lo posible la Plaza de la Constitución, como la principal y donde se hallan ya las Casas Consistoriales, y que la fuente ó Pila que está en el centro de ella se quite o traslade á otro sitio, pues la afea demasiado; para cuyos gastos han ofrecido ya algunos determinadas partidas de dinero: Y conociendo el Ayuntamiento quan conveniente es el proyecto y lo grato que será ponerlo en practica: unanimamente los Sres.  Presentes acordaron se llebe a efecto", etc. etc..., y se determina trasladar la Pila a la "Huerta del Castillo de San Cristoval".

          Comenzaron las obras para remozar la plaza de la Constitución, que además del traslado de la Pila comprendían la mejora y enlosado del pavimento, hasta entonces de tierra, pero los trabajos se eternizaban en perjuicio de los vecinos y del comercio, que llegó a ofrecer pagar el doble del haber del peso durante el tiempo que fuera preciso para lograr su conclusión. El ayuntamiento agradeció el patriotismo y buena disposición de los vecinos y comerciantes, pero prefirió abrir una suscripción pública que encabezaron los mismos regidores. Lo que sí parece que se aprovechó fue la oferta de Pedro José de Mendizábal y Francisco Mandillo, que pusieron cada uno una yunta de bueyes a disposición del ayuntamiento para trasladar la Pila junto al castillo de San Cristóbal.

          Cuando ya estaba hecho el traslado se ve que la atarjea que llevaba el agua a la Pila, de la que se surtían el castillo y el chorro de la aguada, estaba en muy mal estado, lo que daba lugar a continuas reparaciones. En 1818 se acordó hacerla nueva bajando por la calle del Castillo y plaza de la Constitución, trabajo que estuvo a cargo del concejal y ex alcalde José María de Villa, que adelantó el dinero según cuenta que presentó en diciembre de aquel año, pero que no sabemos si llegó a cobrar. Pasados tres años la atarjea volvió a romperse a su paso por la plaza y se pide presupuesto para sustituirla por tubería de hierro, pero tampoco he encontrado confirmación de que se hiciera esta mejora que seguramente superaba las posibilidades municipales.

          Llega otro verano, el de 1821, de extrema sequía, hasta el punto de que se hizo necesario cortar el suministro a todos los particulares que se surtían de las aguas públicas, con gran quebranto para las exiguas arcas municipales, pues era un servicio que rentaba entre cinco y seis mil reales al año. Es por entonces cuando, debido a lo que había crecido el barrio del Toscal y para lograr una mejor distribución, se comenzó a pensar en establecer un nuevo chorro público en la plazoleta del barranquillo de San Francisco o plaza del Patriotismo. Es el mismo que cuando se prolongó hasta allí la calle del Norte y se abovedó aquel tramo del barranquillo se desplazó a un costado de la plaza y, más tarde, al comenzarse a construir el Parque Recreativo volvió a trasladarse, esta vez a la calle de Puerto Escondido. Entretanto, entre los años 1821 y 1826, siguen las obras de mejoras y reparaciones en las atarjeas de abasto, pero lo costoso de los materiales y lo dificultoso del terreno en que había que trabajar, encarecían de tal manera los costos que con frecuencia se veían paralizadas. La situación empeora por la pertinaz sequía y los incendios en zonas cercanas a los nacientes del agua, mientras que el guarda-mayor de Montes Antonio Cifra denuncia la impunidad con la que se hacen talas y carboneos clandestinos con peligro de nuevos incendios. Algunos de estos años, se aprovechó la función de la Santa Cruz, Patrona del lugar, para hacer rogativas por la falta de agua.

          Comienzan por entonces los problemas sobre la titularidad de las aguas, pues al haber recibido su administración de manos de los comandantes generales Santa Cruz daba por supuesto que eran suyas de pleno derecho, pero la cosa no era tan sencilla. Parece ser que el Cabildo había cedido al convento de San Agustín de La Laguna el Monte Aguirre con sus pastos y aguas y cuando la secularización de 1821 la propiedad fue comprada por María Martínez de Clavijo, volviendo de nuevo a poder de los frailes dos años más tarde. En 1830 se tiene noticias de que la comunidad de Agustinos trata de demandar al Ayuntamiento de Santa Cruz "sobre la propiedad o posesión del uso de las aguas y monte de Aguirre", por lo que se acuerda entablar acción legal en defensa de los intereses del pueblo. Dos años después se recibió sentencia favorable a Santa Cruz, pero los Agustinos apelaron ante la Real Audiencia y esta vez la sentencia confirmó la propiedad a los frailes, los cuales, no obstante, se mostraron favorables a ceder a censo redimible el monte y uso de las aguas a Santa Cruz. En 1834 se firmó la escritura correspondiente, comprometiéndose el Ayuntamiento a pagar 60 pesos anuales con cargo al producto de las mismas aguas, que el año siguiente, por los decretos sobre restitución de fincas enajenadas en la anterior exclaustración, se siguió pagando a la familia Clavijo, como herederos de la compradora. Como es natural, todo este proceso legal llevó consigo un cúmulo de gastos que el municipio apenas pudo soportar.

          Volvamos ahora a 1826, cuando mal que bien se habían remendado los canales y se buscaba la forma de aumentar los caudales, limpiando y condicionando los nacientes. Parecía que algo se había logrado, cuando se produce el tremendo aluvión de noviembre de este año, que causó innumerables pérdidas y destrozos en toda la isla. Todo lo logrado hasta entonces quedó borrado en pocas horas, con el agravante de que para la mejora de los canales ya se habían hipotecado los fondos del agua. Comienzan las suscripciones entre los vecinos y muchos particulares aportan de su bolsillo lo que pueden y poco después el vecino Domingo Morera, del que nada más se sabe, deja en el testamento una manda de 2.000 pesos para la traída de las aguas y Valentín Baudet, que había adelantado al Ayuntamiento algunas cantidades para pleitos, las cede en beneficio de las obras. En todos los libramientos que se hacen se recomienda al alcalde del agua el máximo ahorro posible. El verano siguiente el agua que llega a las pilas y chorros públicos es insuficiente y no queda más remedio que cortar el suministro a aljibes particulares.

          Se busca madera para reponer canales, por muy lejos que se encuentre, hasta el punto de que el Intendente de Policía interviene ante un corte en el monte de Guía para cien canales, pues los vecinos de aquel lugar, alegando el aprovechamiento de los desperdicios de madera, casi habían terminado con el pinar del pueblo. Se hacen trabajos para reunir todas las aguas en un punto en el que puedan canalizarse y aunque al finalizar el año ya se han hecho más de 2.000 varas de canales, faltan unas 4.500 para llegar al barranco de Almeida, cuyo costo se calcula en 20.000 pesos, además del arco que debe construirse en dicho barranco para dar paso a la canalización. Se pide ayuda al comandante general por la importancia que los trabajos tienen para el ramo de Fortificaciones, se logra autorización para aplicar un recargo de 4 maravedíes por cuartillo de vino y vinagre y 8 por cuartillo de aguardiente y licores, se invita a los vecinos pudientes a prestar por acciones de 1.000 reales al 6 por ciento con la garantía del nuevo impuesto que se calcula puede producir 3.000 pesos al año, y el general Francisco Tomás Morales se ofrece a presidir una comisión o junta que lleve los trabajos. En cuanto al recargo sobre vinos y licores hace ver Cioranescu, muy acertadamente, que debía ser la primera vez que el vino servía para aumentar el agua, cuando lo normal era que fuera al contrario. Entretanto, la escasez persiste hasta el extremo de que se ordena limpiar los pozos de la calle de Las Norias, para volver a utilizar, según se dice, "el agua primitiva que tubo este pueblo" y se hacen gestiones con el comandante de Marina para que los barcos hagan la aguada en el Valle de San Andrés.

          Nuestra Pila seguía entretanto en el castillo de San Cristóbal, a cuyo aljibe surtía, al igual que al chorro de la aguada y al riego de la Alameda y también, naturalmente, estaba abierta al uso público, pero estaba perdiendo gran cantidad de agua. Hechas las averiguaciones oportunas pudo comprobarse que el embaldosado del fondo estaba roto y algunas de sus partes desprendidas y el alcalde del agua informó que aunque "se recorren sus uniones con sulaque no surte el efecto que se desea y explica que ello ocurre a causa de las lombrices é inseptos que tienen socabadas las dhas. piedras". Esto sucedía en 1837, al mismo tiempo que, por primera vez, se habla en el Ayuntamiento de la posibilidad y conveniencia de trasladar la Pila a otro lugar más apropiado para evitar los desórdenes que se producen, se dice, "en aquel parage tan público". Es el principio del fin, la cuenta atrás, para la desaparición de la Pila.

          El siguiente año el regidor Gregorio Asensio Carta informaba que estaba a punto de concluirse "el chorro que ha de conducir el agua de abasto a la parte del pueblo del Barrio del Cabo", costeado por los fondos de la obra de la atarjea  y en gran parte debido al celo del general Morales durante su mandato, y pide se ponga en la fuente una inscripción en su homenaje: "Fuente de Morales", y aunque el general Morales ya había cesado en el mando, al agradecido pueblo, especialmente el del barrio del Cabo, le pareció poco homenaje la fría inscripción grabada en piedra y por su cuenta, y el día de la inauguración levantó una cartela en la que podía leerse: "Santa Cruz te dedica con celo ardiente, a ti, Morales, esta fuente". La inauguración, con asistencia del nuevo comandante general marqués de la Concordia y del alcalde Pedro Bernardo Forstall, fue amenizada por la charanga del Batallón y, para alegrar el entorno, el Ayuntamiento plantó unos arbolitos en la zona que nunca llegaron a prosperar. La primera vez que salieron a pasear los cerdos que se criaban en la huerta del inmediato Hospital, dieron buena cuenta de los tiernos esquejes.

          Se empieza a pensar en la construcción de unos lavaderos públicos y el primer lugar que se propone es la prolongación hacia arriba del Paseo de la Concordia, idea pronto desechada. También se sigue considerando la conveniencia de trasladar la Pila a otro lugar, cuando el alcalde propone instalar una nueva fuente pública que la sustituya junto a la muralla que se está edificando frente al castillo de San Pedro y que configuraría la rampa del primer tramo de la calle de la Marina alta. Pero surge el primer inconveniente cuando hace ver que con las fuentes que ya existen, más el aljibe del castillo, chorro de la aguada, riego de la Alameda y Paseo de la Concordia, el dado de agua de la huerta de Ferrer, surtir a los lavaderos que se van a construir y los aljibes de casas particulares, el caudal existente no alcanzaría para el total. Se buscan soluciones y se trae de Inglaterra un barreno para pozos artesianos con el que se hacen pruebas en el Monte Aguirre, sin demasiado éxito.

          A principios de 1842 la Junta del Agua hace entrega al Ayuntamiento de los nuevos lavaderos públicos,  junto al barranco de Almeida, se hace reglamento para su uso y se decide que la mejor forma para su explotación es arrendarlo a un concesionario mediante subasta. Así, el producto de los lavaderos quedaba incluido en las rentas municipales. Mientras se sigue estudiando la forma de aumentar los caudales, se dedica parte de la renta del agua a mejoras y reparaciones de las atarjeas y se organiza visita de las autoridades encabezadas por el jefe superior político al Monte Aguirre, para disponer de información sobre el terreno. Este mismo año comienza sus trabajos una empresa denominada Sociedad de Pozos Artesianos que pretende abrir minas o galerías para aumentar las aguas de Monte Aguirre, a la que con el tiempo siguieron otras empresas particulares con idénticos objetivos.

          La Pila sigue en el patio del castillo de San Cristóbal, pero todos coinciden en que es necesario su traslado, por lo que el alcalde Forstall nombra al regidor Pedro Maffiotte y al procurador síndico Domingo Viejobueno para que busquen nuevo emplazamiento. Al poco tiempo Maffiotte informa que el sitio más apropiado para trasladar la fuente o pila es frente al castillo de San Pedro, desde el que puede llevarse el caño hasta el punto de aguada y que todo puede costar unos 10.000 reales, que Fortificaciones está dispuesta a adelantar en calidad de reintegro y se acuerda que la comisión presente plano y presupuesto. Al final no se traslada la vieja Pila y el 28 de noviembre de 1843 Pedro Maffiotte presenta diseño de una nueva fuente, que se acuerda pagar asignando 500 reales al año hasta extinguir la deuda de lo que adelante Fortificaciones, pero esta administración militar considera excesivo el plazo de amortización y pide las dos terceras partes de la sisa del vino. Como siempre, el mayor inconveniente ante cualquier proyecto era el económico, por lo que el Jefe Superior Político informa que destinará a la nueva Pila unos 3.000 reales "aprehendidos en noches anteriores en una casa de juego".

          Por fin, todo está decidido, la nueva fuente se instalará "en la plazuela alta que está frente al castillo de San Pedro" y cuando se van a iniciar las obras surge la duda de si aquel solar es o no municipal. Nadie lo sabe y hay que publicar un bando para saber si dicho sitio tiene dueño o es de dominio público. Cuando se aclara la ausencia de titularidad privada comienzan las obras, que culminan gracias a aportaciones en metálico del regidor Bartolomé Cifra, de las que tardó mucho tiempo en resarcirse, hasta que el 25 de agosto de 1845, "cumpleaños de la Serenísima Sra. Infanta Doña María Luisa Fernanda", comienzan a correr sus aguas. En noviembre, el alcalde del agua presenta las cuentas de la obra en las que se incluyen la construcción, colocación, acueductos, muros, empedrados, embaldosados, etc., por un total de más de 32.000 reales. A Bartolomé Cifra se le quedaron a deber cerca de 11.500 reales y, pasado el tiempo, en vista de la imposibilidad de su cobro, pidió se le cediera la casa de la plaza de la Iglesia que había ocupado el consistorio para arrendarla por el tiempo necesario para resarcirse.

          Todavía habría mucho que decir de las aguas de Monte Aguirre, que durante muchos años fueron las únicas de que dispuso Santa Cruz, sobre sus aprovechamientos y desperdicios, averías y obras de la atarjea, todo siempre orlado por las escasez en el suministro a los vecinos. Sólo decir que en 1850 se hizo necesario volver a poner en uso las norias de la calle de su nombre, ante la sequía y la sed que afligía al pueblo. Lo cierto es que las condiciones de explotación no eran las adecuadas y que vistas las instalaciones -por llamarlas de alguna manera- de que se disponía, lo sorprendente es que llegara el agua a Santa Cruz. En 1850, del caudal que salía en los cinco nacientes del monte, la tercera parte se perdía antes de llegar a la atarjea y cinco años más tarde, de las 80 pipas por hora que entraban en los canales, sólo llegaban al pueblo 46.

          Entretanto, ¿qué había sido de nuestra vieja, venerada y más que centenaria Pila? Creemos que en 1849 ya había desaparecido definitivamente como punto de abastecimiento público. Y basamos esta afirmación en que es en diciembre de dicho año cuando el gobernador militar pidió que se surtiera de agua el aljibe del castillo de San Cristóbal, aclarando que "antes se proveía de la pila que allí estaba instalada". ¿A dónde fue a parar entonces esta vieja reliquia de nuestra historia urbana? Imposible por ahora saberlo. Pasó otro medio siglo sin que nada se supiera de ella, hasta que en los últimos años del XIX un santacrucero que tuvo la suficiente sensibilidad para apreciar lo que aquellas gastadas piedras representaban para nuestra pequeña historia, la rescató de un solar de desechos municipales. La limpió y restauró como mejor pudo y la instaló en los jardines del hotel que acababa de construir en las afueras de la ciudad, el Hotel Villa Benítez, junto a un magnífico Museo y Biblioteca de su propiedad. Ambos establecimientos recibían numerosos visitantes españoles y extranjeros, y allí quedó expuesta a todos y gracias a Anselmo J. Benítez no se perdió la primera fuente pública de que dispuso la población, que había dado nombre a su plaza principal. Con el paso de los años desapareció el hotel y los jardines y los herederos de Benítez ofrecieron la Pila al Ayuntamiento, con la única condición de que se le devolviera a su emplazamiento original, condición que en realidad no se cumplió pues, en lugar de colocarla en el centro de la plaza, a eje con la calle de la Candelaria, como hubiera sido lo correcto, se colocó en el extremo Oeste de la misma. Pero, al menos, ahí está, aunque siempre se ha echado en falta alguna cartela explicativa de su significado y de lo que para la ciudad representó su primer elemento de ornato.

          Actualmente la Pila se encuentra gravemente deteriorada por el paso del tiempo, por las poco adecuadas restauraciones a que ha sido sometida y, lo más grave, por la palomina a que está expuesta, pero ahora que se va a proceder a una remodelación de la plaza se presenta una magnífica oportunidad para poner remedio y evitar su inevitable destrucción de persistir las condiciones agresivas a que está sometida. Un grupo de amigos amantes de Santa Cruz hemos propuesto se haga una réplica exacta, lo que es perfectamente factible, pues incluso se dispone de un acreditado cantero que puede realizar el trabajo y del presupuesto aproximado, bastante asequible, por cierto. La nueva Pila se colocaría en su ubicación correcta en el centro de la plaza. En cuanto a la original, una vez cuidadosamente restaurada con los medios técnicos de que hoy se dispone, me he atrevido a sugerir que su emplazamiento idóneo sería el Museo Municipal de Bellas Artes, en el espacio que queda libre bajo la escalera de acceso al primer piso, debidamente acristalado y con el correspondiente panel explicativo. Sabemos que los responsables municipales ven con agrado la idea y la posibilidad de llevarla a cabo. Sólo falta el impulso final.

          En una ciudad en la que durante centurias tan poco se ha hecho por la preservación de su patrimonio, estimo que debe de llegar el momento en que, reconociendo el valor histórico y sentimental de unas venerables piedras labradas que ahora cumplen 300 años de existencia, sea esta una de las formas de rendir homenaje de gratitud a cuantos nos precedieron, que luchando animosamente con continuas carencias y dificultades, sentaron la bases de una ciudad que tenemos la obligación de todo bien nacido de seguir defendiendo y enalteciendo, para que, sin dormirnos en lo ya logrado, podamos sentirnos orgullosos.

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