Presentación de la novela de Alfonso de Ascanio "El náufrago del Julán"

A cargo de Luis Cola Benítez  (En el Salón Noble del Cabildo Insular de Tenerife, Santa Cruz de Tenerife, el 18 de septiembre de 1997).

 
          Me sería muy fácil decir a ustedes que el autor me ha hecho un inmerecido honor al fijarse en mí para la presentación de este libro. Sería cierto, pero también sería la más socorrida de las frases. Yo no les oculto que siento un sano orgullo y que mi vanidad ha saltado de gozo con su elección. Pero la verdad es que me intriga y no acabo de entender su decisión, que le perjudica tanto a él como a su obra, puesto que ambos se merecen un presentador de muchos más quilates que los que yo puedo aportar.

          Yo no sé si cuantos hoy se han reunido aquí para dar la bienvenida a un libro, lo que siempre representa una grata y venturosa ocasión, conocen al autor del mismo, don  Alfonso de Ascanio y Poggio. Yo, al menos, puedo presumir de tener la suerte de conocerle desde la infancia, aunque luego, por los avatares de la vida, han transcurrido muchos, demasiados años, sin que hayamos tenido la ocasión de mantener el contacto que, estoy seguro, ambos deseábamos. Por mi parte, su recuerdo ha ocupado siempre un lugar especial entre mis afectos antiguos. Y al decir antiguos, no me refiero tanto a nuestros ya bastantes años, ni al tiempo que hace que nos conocemos, sino a otra clase de antigüedad: la antigüedad que decanta las más apreciadas soleras. Porque en las amistades entrañables, como en los buenos vinos, el secreto está en las soleras, que sólo alcanzan su madurez con el paso del tiempo. Y es que Alfonso, antes de cualquier otra consideración que pueda hacerse sobre su rica y fructífera trayectoria vital, es sobre todo una persona excepcional. No lo que se suele llamar una buena persona, expresión que, a veces, se utiliza con connotaciones peyorativas, como queriendo indicar que “el pobre es buena persona, pero no da para mucho más”.

          No es éste el caso de Alfonso de Ascanio, que es de esos personajes singulares que son capaces de crear y dejar una luminosa estela a su paso por la vida, estela que aún continúa creciendo, y esperemos que por largo tiempo. Alfonso de Ascanio es un creador nato: tiene muchos hijos, ha escrito muchos libros y seguro que también ha plantado muchos árboles. Y siempre dando la sensación de que él no tiene la culpa de nada. No voy a cansar a ustedes con ningún florilegio basado en su denso curriculum, pues, conociéndole como le conozco, me siento poco inclinado a enumerar en su presencia -causándole de seguro algún sofoco- los méritos y galardones que ha acumulado a lo largo de su experiencia. En todo caso, en la solapa del libro queda expuesto todo con concisa precisión.

          Alfonso de Ascanio es además, para los que le conocemos, una continua sorpresa. Nos ha sorprendido hasta ahora con su obra profesional y técnica. Sus libros, sus estudios jurídicos y de economía y fiscalidad canaria, sin dejar de participar de ambas cualidades, poseen la hoy muy rara de la originalidad de sus planteamientos; pero, además, los sabe presentar de forma tal, que quedan al alcance del más vulgar de los lectores. Hasta yo los entiendo. Y no solamente los entiendo, sino que recuerdo que en una ocasión le dije, refiriéndome a su obra Canarias, región sin fronteras -un clásico, ya, en la bibliografía canaria-, que era un libro que me hubiera gustado escribirlo a mí. Claro, que hubiera tenido que saber de tema tan complejo tanto como él para que ello hubiera sido posible. Y, por supuesto, no era mi caso. Su obra resulta de una exposición tan diáfana, que es capaz de poner al alcance de cualquiera los más enrevesados argumentos técnico-jurídicos. Pero la mayor sorpresa me llegó, cuando un buen día coge el teléfono para decirme que había escrito una novela. Pero no una novela cualquiera, sino una novela de raíces guanches. Casi nada.

          Inmediatamente me vino a la memoria una frase -bien cierta, por cierto- que alguien dijo en alguna ocasión: "La mitad de los libros que se piensan, no se escriben; la mitad de los libros que se escriben, no se editan; la mitad de los libros que se editan,  no se venden; la mitad de los libros que se venden, no se leen; y la mitad de los libros que se leen, no se entienden." Pues bien, de esta verdad incuestionable, Alfonso de Ascanio es la excepción. No sólo escribe los libros que piensa, aunque alguno sea tan insólito como el que hoy nos congrega aquí, sino que sus libros, después de hacer el inevitable periplo señalado, al final se entienden.

          Un libro es algo de una enorme complejidad. Y uno como el que hoy se presenta, que estoy seguro que ha precisado de muchos años de documentación y estudio, mucho más. Cuando Agustín Millares Torres, -el maestro, como alguna vez lo ha calificado María Rosa Alonso- dijo que "el libro es la afirmación más enérgica de nuestra superioridad en la tierra, el elemento más poderoso de todo progreso", es obvio que no se había inventado la informática. Hoy, con los avances de las nuevas tecnologías es imposible prever las metas que se pueden alcanzar. Pero el libro siempre será algo muy especial. Primero, porque es muy desagradable, y hasta repele, tocar la pantalla del monitor de un ordenador, mientras que coger un libro en las manos es siempre algo gratificante y placentero, cuyo simple tacto llega a veces a meterse en los entresijos del espíritu. Segundo, algo fundamental, el olor. ¿Habrá algo más sugestivo y a la vez sugerente que el olor de un nuevo libro, incluso antes de conocer su contenido y de saber si nos resultará atractivo? No descarto que, con el tiempo, cuando navegando por el Internet ése, nos detengamos en el acogedor refugio de lo que equivalga a un libro, el dichoso chisme sea capaz de emanar algún tipo de efluvio que nos resulte agradable y que nos permita identificarlo como una obra de creación. No lo descarto, aunque nunca será lo mismo. Y espero no estar aquí cuando esto ocurra.

          Pero, no divaguemos más, y vamos con este libro: El náufrago del Julán. No es fácil para mí encontrar palabras nuevas para referirme a esta magnífica novela. Especialmente porque Alfonso de Ascanio ha encontrado un prologuista, el Dr. don José Luis Medina Monzón, que ha puesto el listón a tal altura, que muy pocos resquicios de la obra han quedado sin escudriñar por su certera mirada.

          El propio autor, en su “Prefacio”, intenta explicar el porqué, la última razón de ser de una novela, invocando para ello a varios autores. Entre las citas que aporta, me quedo con la de Umberto Eco, cuando dice que... "una novela es una máquina de generar interpretaciones." Pero tal definición, me sabe a poco. Me resulta demasiado fría, demasiado racional. No es que yo pretenda corregir la plana a tan insigne escritor ¡Dios me libre!, que además es especialista en semiótica, pero me gustaría más la frase si dijera que una novela es una máquina de generar interpretaciones... y “ensueños”. Ensueños, atrevidos y fantásticos ensueños, que se hacen realidad en las páginas de El náufrago del Julán. Tengo la impresión de que Alfonso de Ascanio ha descubierto -sin proponérselo- el contrapunto, el cliché en negativo, o tal vez habría que decir la alternativa o la mutación,  de lo que Arturo Uslar Pietri llamó la “realidad fantástica”.

          Y lo ha hecho -aunque seguramente ni él mismo lo sabe- dando vacaciones a su mente de jurista profesional, de frío analista de hechos cotidianos y conceptos reales, y llamando a filas inopinada y perentoriamente a una sorprendente aptitud de apasionado y clarividente “analogista”, si el término se me permite. Porque la Historia, señores, no es sólo la relación cronológica de los hechos sucedidos, etc., etc. Estos hechos, estos sucesos, constituyen sólo la base, los cimientos, la materia prima de la Historia. Son como el árbol para el fino ebanista. Uno de los más distinguidos historiadores de este siglo, el británico Edward H. Carr, ha dicho que "los que contraponen el sólido núcleo de los hechos en la historia, a la pulpa de las interpretaciones controvertibles que lo rodea, olvidan que en la fruta da más satisfacción la pulpa que el duro hueso." Partiendo de los hechos, hay que “hacer” la Historia. Y hay que hacerla, interpretando y estudiando analógicamente unos acontecimientos, unos datos o unos documentos, que por sí solo poco o nada pueden aportarnos. Y así lo ha hecho Alfonso de Ascanio, y aquí está el resultado: Una bella y apasionante Historia de las más profundas raíces, de los más profundos arcanos de nuestro pueblo.

          Y lo ha hecho de forma tan natural, que logra meternos, sin que nos demos cuenta,  en la vida cotidiana de los atlantes, como si también nosotros estuviéramos allí. Y llegamos a sentirnos uno más de su historia, y llegamos a alegrarnos, a temer, a sufrir, a “vivir” con los protagonistas. Llegamos a entender perfectamente al bueno, aunque temible, rey Cronos; conocemos a su familia y vivimos las intrigas de su corte, alcanzando a comprender la soledad de su poder absoluto, pero menos, puesto que, a veces, la propia soledad de ese poder le genera situaciones de indefensión. Y seguimos, paso a paso, la formación del joven Atanor y su búsqueda incesante del saber, del sumo saber posible, como quintaesencia realizadora del ser humano, hasta orillar los profundos misterios que limitan el conocimiento. Y aunque algunos de los elementos de que disponía aquel pueblo puedan parecernos a primera vista fantásticos, se basan en conceptos científicos tan reales y lógicos, que no cabe negar su existencia. ¿Qué irresponsable se atrevería a hacerlo? Consideremos sólo lo que se pensaría media docena de generaciones atrás de los avances científicos actuales, y pongamos la película al revés. Y así, hasta llega el caso de que vemos como natural que los atlantes coman papas con mojo, o cocido canario, y que se deleiten con los trinos del pájaro canario o fumándose un habano. Porque es lógico, porque es natural, porque todo ello es consecuente con la historia que vivimos de la  mano del autor.

          Y he dicho con la historia, porque la novela de Alfonso de Ascanio es, fundamentalmente, un libro de historia. El propio autor dice que puede ser la historia de una vieja historia. O, ¿tal vez habría que decir un libro en el que se “vive” una vieja historia? ¿Qué canario no se ha sentido atraído alguna vez por el mito de la Atlántida? El mismo natural y nebuloso orgullo que los egipcios sienten cuando se les llama descendientes de los faraones, o los tunecinos cuando se les recuerda a sus antecesores los cartagineses,  debe darse en los canarios respecto a la Atlántida y a sus habitantes.

          Tengo que reconocer que, dentro de su abundantísima bibliografía,  no he tenido la oportunidad de leer demasiado sobre el tema; sólo a algunos autores, especialmente al Dr. Kurt Hamsen, y siempre me ha quedado sabor a poco, y muchas, muchísimas dudas y preguntas sin respuesta. Unos aventuran que, si la Atlántida existió, tuvo que desaparecer cuando Josué, al frente del pueblo elegido, “detuvo el Sol” en su lucha contra el enemigo de Israel. Algunos afirman que no existen pruebas físicas de tal catástrofe, mientras que, por el contrario, otros aseguran que sobre la piel del planeta quedan muestras y señales de fenómenos geológicos que únicamente pueden explicarse como consecuencia de la gran catástrofe que engulló al continente Atlántico. Lo asombroso de estas opiniones encontradas es que muchas de ellas han sido formuladas por científicos de la máxima autoridad, cuyas tesis no pueden descalificarse alegremente.

           Hoy, después de conocer la obra de Alfonso de Ascanio El náufrago del Julán, puedo afirmar a ustedes categóricamente que la Atlántida existió; o mejor aún, la Atlántida existe: yo he estado allí.

          Creo, Alfonso, que sin habernos puesto nunca de acuerdo, ambos hemos sentido, desde siempre y sin detenernos en la razón de tal cosa -como sin duda les ocurre a muchísimos canarios-, una fuerte fascinación por todo lo relacionado con nuestro pueblo aborigen. Ha sido como una llamada ancestral, que nos ha hecho removernos inquietos en nuestro asiento. Tal vez, y lo pienso ahora, el motivo, como en tu hermoso libro,  haya que buscarlo mucho antes de que nosotros llegáramos. Tal vez, en nuestro caso, la razón haya que buscarla en las inquietudes de dos hombres que nos precedieron, y que no sé si llegaron a conocerse, tu abuelo Nicolás de Ascanio, y el mío Anselmo J. Benítez, que forman parte de una nómina de ilustres defensores y estudiosos de nuestro pasado más remoto (Bethencourt Alfonso, Ossuna, Betherlot, Maffiotte, Chil, Manrique, y tantos otros), que supieron legar esa inquietud a las generaciones que les siguieron. Tal vez, sea esta la misteriosa e ignorada razón, que yo no alcanzaba a comprender, que te llevó a proponerme que presentara tu magnífica novela.

          Lo malo es que este honroso y placentero cometido dudo mucho haberlo conseguido como tu obra se merece y como yo mismo deseaba. Pero me llena de satisfacción tener la ocasión de poderte decir públicamente: Gracias, Alfonso, por tu espléndido regalo.

 - - - - - - - - - - - - - - - - - - - -