Las Milicias Canarias durante el reinado de Isabel II

 

                       

LAS  MILICIAS  CANARIAS  DURANTE  EL  REINADO  DE  ISABEL  II

  

Presentación efectuada por nuestros contertulios Pedro Bonoso González Pérez y Emilio Abad Ripoll en las  XIII  JORNADAS DE HISTORIA MILITAR organizadas por la Cátedra General Castaños (Mando de la Fuerza Terrestre, Sevilla) sobre el tema genérico "La Era Isabelina y la Revolución".  (13-17 de noviembre de 2006).

 


GENERALIDADES

          Los conflictos derivados de la expansión de la monarquía hispánica durante la Edad Moderna hicieron que Canarias, tras su incorporación a la Corona de Castilla, se convirtiera en objetivo permanente de las potencias que le disputaban a España la supremacía mundial. Como consecuencia de ello, fueron frecuentes los intentos de invasión así como las incursiones en aguas de las Islas de corsarios y piratas, con sus consiguientes ataques, que pusieron de manifiesto, entre otras cuestiones, la debilidad de su sistema de defensa  y la necesidad de organizarlo de modo efectivo.

          La fragmentación territorial propia del Archipiélago y la lejanía de la Península llevaron a concebir para Canarias una estructura militar de carácter defensivo articulada fundamentalmente en un sistema de fortificaciones, que atendía a las necesidades de cada isla o de cada localidad, y en las Milicias que, desde poco después de la conquista y hasta finales del siglo XIX, asumieron la defensa militar del Archipiélago ante el escaso contingente, e incluso la no presencia, del Ejército regular.

           Fueron por tanto las Milicias Canarias, conformadas por vecinos de cada una de las islas, las que estuvieron en vela permanente durante más de tres siglos defendiendo las costas insulares frente a la amenaza exterior. Inicialmente lo hicieron casi de manera autónoma y un tanto espontánea para luego pasar a  tener una estructura orgánica que se fue renovando en función de las necesidades.

           Varios son los aspectos que en torno a las Milicias aparecen en investigaciones históricas realizadas en el Archipiélago. Así, destacando las singulares características de este Ejército regional frente a las de otras Milicias provinciales de la Península, la labor de las Milicias Canarias durante los siglos XVI, XVII y XVIII queda patentizada en el trabajo del profesor Antonio Rumeu de Armas titulado Piratería y ataques navales contra las Islas Canarias. Igualmente, la Sumaria historia orgánica de las Milicias de Canarias, de Dacio V. Darias Padrón (Nota 1), y el trabajo de José Hernández Morán (2) titulado Reales Despachos de oficiales de Milicias en Canarias, constituyen referencias de obligada consulta para conocer mejor la evolución de las mismas. Importantes y valiosas son también las alusiones que, con referencia a las Milicias, aparecen en los Apuntes para la Historia de las Islas Canarias: 1776-1868, de Francisco María de León (3), y en los Anales de la Diputación Provincial de Canarias, de Carlos Pizarroso y Belmonte (4).

          Dado que los trabajos citados tratan de forma general la evolución de las Milicias, unas veces en función de las distintas disposiciones gubernamentales que las regulaban y otras analizándolas a partir de actuaciones concretas, el objeto de nuestro trabajo es el estudio de este Cuerpo a partir del año 1844, en que por Real Decreto se reorganizaron en el Distrito Militar de Canarias las Unidades de la Milicia.

  

APROXIMACION HISTORICA

           Los orígenes históricos de las Milicias Canarias los encontramos en los primeros años del siglo XV, cuando  Juan de Bethencourt, una vez sometida la isla de Lanzarote, organizó en 1404 el que algunos consideran el primer Tercio de Milicias, que se denominó Arqueros Lanzaroteños y que demostró denuedo y bravura. Algunos años más tarde, en la medida que avanzaba el proceso de incorporación de las Islas a la Corona de Castilla, se formaron en Gran Canaria y Lanzarote dos Compañías de moriscos convertidos. Se denominaron Naturales Berberiscos y por su lealtad habían sido exceptuados de la expulsión que para los mismos se había ordenado durante el reinado de Felipe III. En el año 1482 se organizó en La Gomera la segunda Unidad militar integrada por hijos del país, facilitados por Diego García Herrera y compuesta por 190 soldados de infantería y 12 a caballo que contribuyeron a la conquista de Gran Canaria.

          Una vez incorporada a la Corona de Castilla, en  Gran Canaria se constituyó una tercera Unidad. La integraban naturales de dicha isla y tomaría parte en la conquista de La Palma, que quedaría definitivamente incorporada en 1493. Un año más tarde se organizó otra Unidad formada por grancanarios, gomeros y lanzaroteños que participaron en la conquista de Tenerife. Sería en esta isla, una vez sometida, donde el Adelantado, Alonso Fernández de Lugo, organizaría una quinta Unidad que tuvo como base La Laguna.

           Algunos autores fechan en 1561 la organización en Gran Canaria de las primeras Unidades que, quizás, pudieran ya considerarse verdaderas Milicias Canarias. Dos años después, a imagen y semejanza de aquellas, se constituyeron en Tenerife y en 1564 en La Palma. A tenor de la organización militar española del siglo XVI, pronto se denominarán Tercios, con diferentes plantillas y existencias en función de las disponibilidades humanas de la isla en que estuviesen radicados.

           Al llegar el año 1625, debido a que estos Cuerpos presentaban irregularidades en su organización, disciplina y armamento, fue necesario, por parte del Capitán General, proceder a un reajuste organizativo que consistió en “un arreglo de su personal, formar Tercios y reformar varios empleos militares” (5). El año 1707, a propuesta del Capitán General don Agustín de Robles, y tal como sucedía en toda España con el cambio de dinastía, se convirtieron los Tercios en Regimientos y se les concedieron a los oficiales de las Milicias Canarias los mismos fueros y honores que a los integrantes del llamado Ejército Real. Tales cambios significaban una mejora de gran importancia, así como un reconocimiento histórico para aquellos abnegados soldados que “durante más de tres siglos habían estado en vela permanente repeliendo las mil asechanzas e incursiones de los navíos depredadores que asolaban de continuo las islas, frontera de tantos enemigos” (6).

          En 1770, el Coronel Dávalos, que había llegado al Archipiélago en calidad de Inspector de Milicias, procedió a una mejor distribución territorial de las mismas para adaptarlas, en lo que fuera posible para Canarias, a las nuevas Ordenanzas que en 1766 se habían establecido para las Milicias peninsulares. Para ello en Tenerife se suprimieron los Regimientos de Icod y Tacoronte, además de uno de Caballería y otro llamado de Forasteros en La Laguna. Subsistieron en cambio los de Infantería de La Laguna, La Orotava, Güímar, Abona y Garachico (7).  En Gran Canaria permanecieron los de Las Palmas, Guía y Telde. Para el resto del Archipiélago, uno por cada una de las islas de La Palma, Fuerteventura y Lanzarote, mientras que para La Gomera y El Hierro se creaban las denominadas “compañías sueltas”.

          El primer tercio del siglo XIX en España aparece marcado por una serie de peculiaridades que, a pesar de la lejanía del territorio peninsular, condicionaron el devenir de nuestro Archipiélago y obviamente el de sus Milicias. Así nos encontramos con un largo período bélico inicial marcado por la Guerra de la Independencia frente a los franceses, las Guerras de Emancipación libradas en América y la Guerra carlista. De estos conflictos se derivaron considerables consecuencias para Canarias, pues, sin ser escenario directo de  los mismos, reflejó, de forma distorsionada por su lejanía y particularidades específicas, los efectos de las tres contiendas. Habría que esperar al año 1840, para que, con la finalización de la guerra carlista, quedara concluida la crisis bélica que había marcado treinta años de la vida española y se afianzara definitivamente el régimen liberal.

           La superación de la expresada crisis, la nueva situación y la necesidad de adaptarse a la nueva organización política del Estado, exigían la puesta en práctica de medidas de reforma y de ajuste institucional en las Milicias Canarias. Varios fueron los intentos de reformas y de modificaciones, casi todas ellas escasamente operativas por problemas económicos, que se intentaron llevar a cabo durante estos primeros cuarenta años del siglo XIX. Según nos relata Francisco María de León, a finales de los años treinta existían en Canarias once Regimientos (cada uno de ellos con un número variable de Batallones en función de las disponibilidades de personal en las zonas de ubicación), además de dos Secciones (en realidad Batallones disminuidos) de seis y cuatro Compañías, respectivamente, en La Gomera y El Hierro, y de 22 Compañías de Artillería. Además, el número de hombres con que los pueblos contribuían era un gravamen insoportable debido especialmente al excesivo tiempo de permanencia en el servicio (entre los 15 y los 60 años de edad), lo que impedía a los milicianos la posibilidad de emigrar a América, que en aquellos momentos era el bello ideal de los naturales (8). Y a ello había que sumar también la influencia negativa que en la demografía canaria habían significado las numerosas levas de  hombres para las guerras de Flandes y América en los siglos XVII y XVIII.

           La necesidad de realizar cambios profundos en las Milicias debió ser más evidente durante la etapa de don Juan Manuel Pereyra, Marqués de la Concordia (9), como Comandante General y Gobernador Civil del Archipiélago, pues propuso al Gobierno su reforma. Con esa finalidad puso en marcha una Junta (10) que se encargó de elaborar la propuesta de nuevo Reglamento. El contenido de la propuesta debió ser convincente y aunque con alguna supresión, y tras un largo trámite, quedaría convertida en Real Decreto  de 22 de abril de 1844, por el que se aprobaba el Reglamento de las Milicias Provinciales de Canarias. El contenido del mismo, su duración y efectos trascendentales proporcionaron estabilidad a la institución y, tan sólo con pequeñas modificaciones relativas a supresiones y readscripciones de Regimientos, Batallones y Compañías, estaría vigente hasta el  10 de febrero de 1886, fecha en la que las Milicias Canarias se transformarían en el Ejército Territorial de Canarias, luego denominado Reserva Territorial de Canarias, y que en  la Ley de Bases del Ejército (1918) se declaró como “fuerza a extinguir”.

          La  necesidad de ajustarnos al marco cronológico que marcan estas XIII Jornadas de Historia Militar nos lleva a ceñirnos, tal como expresamos en el título, al estudio  de las Milicias Canarias durante el reinado de Isabel II. Dado que el Real Decreto  de 22 de abril de 1844, como ya hemos expresado, aprobó el Reglamento de las Milicias Provinciales de Canarias, vigente con pequeñas modificaciones durante más de 40 años,  nuestro estudio se centrará, partiendo de ese Real Decreto, en su organización, vestuario, equipo y armamento, haberes, provisiones de empleo y ascensos, servicios y régimen disciplinario, y obligaciones de sus mandos, así como su instrucción y adiestramiento. Por el contrario, y por razones de espacio, no analizamos su papel en la construcción institucional y administrativa en Canarias del nuevo Estado liberal, ni las singulares características que diferenciaron a este Ejército regional de otras Milicias Provinciales de la Península.  Además, fue el Reglamento de 1844 el que daba la opción a los oficiales de Milicias para ingresar en el Ejército, con lo que se abría la posibilidad para que los jóvenes de las islas pudieran hacer carrera militar.

  

ORGANIZACIÓN

           Las Milicias Provinciales de las Islas Canarias durante el reinado de Isabel II, en líneas generales, quedaron compuestas por ocho Batallones ligeros, integrados cada uno de ellos por ocho compañías, y dos Secciones de cinco y dos Compañías respectivamente. La isla de Tenerife, contó inicialmente con tres Batallones (el denominado de Canarias, el de La Orotava y el de Garachico) encuadrados en el llamado “Provincial de La Laguna”. La isla de Gran Canaria tendría dos (el de Las Palmas y el de Guía), formando el “Provincial de Las Palmas”. Para las islas de La Palma, Fuerteventura y Lanzarote, un Batallón en cada una de ellas y con su mismo nombre. En La Gomera se estableció una Sección con cinco Compañías sueltas que llevaría el nombre de la isla. En El Hierro, y con su nombre, otra Sección de dos Compañías. Además de lo expuesto, subsistirían las diecisiete Compañías de artilleros provinciales cuya fuerza prevista era de mil cien plazas.

           En cuanto a cuadros de mando, la Plana Mayor de cada uno de los Batallones, que debía residir en las “capitales” (11), constó de un comandante, un sargento, un ayudante -los tres debían ser veteranos-, un abanderado, un capellán, un cirujano, un sargento de brigada y un tambor mayor. Para el caso de La Gomera se constituyó con un comandante, un capitán veterano, un ayudante mayor veterano graduado de capitán, un capellán, un cirujano, un sargento de brigada y un tambor mayor. Respecto a El Hierro tendría un capitán, un ayudante, ambos veteranos, un capellán, un cirujano y un sargento de brigada. Como novedad se establecía que los sargentos de brigada de estas Planas Mayores debían ser veteranos procedentes del Ejército de la Península, y se permitía que tuvieran opción a la plaza los sargentos primeros y segundos de las unidades de Infantería peninsulares que voluntariamente quisieran prestar su servicio en las Islas. A falta de estos se elegirían de entre los sargentos de brigada y primeros de  las Compañías de Milicias  que quisieran servir en dichos puestos.

           Por lo que se refiere a los efectivos de milicianos en las Compañías que conformaban los distintos Batallones, variaban según las Islas (12). Aún así podemos señalar que el máximo de tropa miliciana previsto para toda Canarias era de 8.411,  a las órdenes de 16 jefes y 257 oficiales.

 

VESTUARIO, EQUIPO Y ARMAMENTO

           El uniforme de  las Milicias, al menos a partir del Reglamento de 1844 y mientras estuvo vigente, fue igual a los que usaban los Batallones de la Península.  El de la tropa, que se renovaba cada cinco años, constaba de una casaquilla y morrión, corbatín, pantalón y botín de lienzo con un morral. Los milicianos debían conservar las prendas y eran responsables de reponerlas siempre que quedaran inservibles durante ese periodo de cinco años. Por tal razón, y también por las dificultades económicas para reponer con prontitud el vestuario, se prohibía el uso de las prendas reglamentarias fuera de los actos de servicio o de los ejercicios de instrucción a los sargentos, cabos y milicianos que no tuvieran medios para reponerlas al quedar inutilizadas. En este caso debían llevar como distintivo una escarapela nacional en el sombrero. Igualmente se estableció que a todo miliciano que obtuviera la licencia absoluta por inutilidad antes de cumplir los ocho años de servicio, o al que no hubiera cumplido al menos seis meses de servicio activo, se les recogería su uniforme al causar baja en la Unidad.

           Para la confección del vestuario se nombraba una Junta Consultiva que, presidida por el Subinspector, estaba compuesta por tres comandantes de Batallones y un secretario, que se reunían cada seis meses para valorar las inversiones efectuadas y las que debían realizarse, así como estudiar aquellos aspectos que pudiesen mejorar la organización, la contabilidad, el servicio interior, la disciplina y la uniformidad de las Milicias (13).

           Respecto al armamento y correaje, las Milicias se suministraban en los almacenes de Artillería y debía ser utilizado sólo para la instrucción o cuando las situaciones extremas así lo requiriesen. Fuera de su uso reglamentario debía permanecer custodiado en las salas de armas que existían en los cuarteles donde estaban establecidos los Batallones. Estas salas estaban custodiadas por los oficiales de mayor graduación de las Compañías, quienes se responsabilizaban del armamento y de su conservación. Para ello debían tenerlo perfectamente ordenado, por lo que se optó por marcar con el nombre del miliciano tanto las correas como el portafusil, evitando así evitar que se produjeran cambios o equivocaciones al recogerlo para la instrucción o cualquier otro acto de servicio. Y, una vez concluido el servicio o la instrucción, los sargentos y cabos debían verificar que cada miliciano colocara sus armas en la sala “con el mayor orden, que el rastrillo de cada una estuviera abierto, el pie de gata bajo, a fin de que descansen los muelles, y las fornituras colgadas en la pared” (14).

           Para el uso efectivo del armamento se estableció por el Reglamento que a cada uno de los Batallones se le suministraran anualmente dos arrobas de pólvora, mil balas de fusil y mil piedras de chispa a fin de atender a las necesidades de su instrucción.

 

HABERES, PROVISION DE EMPLEOS Y ASCENSOS Y OTRAS VENTAJAS

           El cuadro de mandos de cada Batallón de Milicia lo constituían un comandante, un sargento mayor, un ayudante, un sargento de brigada, un tambor mayor, el corneta o tambor de cada compañía y cuatro milicianos, cuyas plazas, a efectos económicos, tenían la consideración de servicio activo, por lo que debían abonárseles mensualmente sus haberes (15). El resto de los milicianos encuadrados en el Batallón disfrutarían del mismo sueldo y haberes que estaban señalados para los de sus clases y empleos en los Regimientos del Ejército. Para el pago se ordenaba al Intendente Militar de las Islas a que satisfaciera con puntualidad los haberes y las gratificaciones que correspondieran.

           En cuanto a la provisión de empleos y ascensos, quedaba establecido que las vacantes que se produjeran desde el grado de subteniente al de capitán inclusive las comunicaran los Comandantes de las Unidades por medio del Inspector, dando ascenso a los cadetes y sargentos primeros que existieran en las demarcaciones territoriales del Batallón. Caso de no haber existencias en estos dos empleos citados, se podrían cubrir solamente las vacantes de subteniente con miembros de la Milicia, con las condiciones de que tuvieran 18 años cumplidos, residieran en la zona de demarcación del Batallón y sus posibilidades económicas les permitieran subsistir con  distinción y decencia.

           En este aspecto el Reglamento beneficiaba a los comandantes y sargentos  mayores de los Batallones, al capitán comandante de la Sección de La Gomera, al ayudante de la misma, al capitán de la de El Hierro y a los sargentos de brigadas veteranos, a quienes se permitía volver al Ejército en el empleo que les correspondiera por su clase y antigüedad en el escalafón general al ser ascendidos. Si por esta razón se produjeran algunas vacantes en el Ejército, se reemplazarían con oficiales del mismo, y las resultas de subtenientes se concederían a tenientes de las Milicias que solicitaran pasar a ocuparlas con el empleo inmediatamente inferior al que disfrutaban en ellas.

          Por lo que se refiere a retiros, premios y demás ventajas, los oficiales de las Milicias Canarias inutilizados por heridas del enemigo, o por enfermedades adquiridas como resultado de una acción de guerra, eran acreedores al sueldo de retiro estipulado para el Ejército, al igual que también tendrían derecho al mismo y con idéntica naturaleza los jefes y oficiales veteranos de las mismas. Respecto a la tropa, optaría a los premios y ventajas en iguales condiciones que los de las Unidades de Milicias peninsulares.

           Disfrutaron también los milicianos canarios de una serie de preeminencias que les otorgaban cierta distinción. Así, los oficiales que se retiraran del servicio por causa legítima después de dieciséis años de servicio activo, optarían a la gracia de uso de uniforme y fuero criminal; si ello sucedía a los veinte, al fuero de guerra; y a los veinticinco, el mismo fuero más el grado de empleo inmediato superior. Esta gracia alcanzaba también a los sargentos, cornetas, tambores mayores o milicianos que sirvieran de manera continua veinte años enteros, pues se les expediría, por parte del Inspector, una cédula con autorización de uso de uniforme y fuero criminal,  y a los que hubiesen cumplido veinticinco años de servicio ininterrumpido, el fuero entero de guerra.

          Tenían los milicianos el derecho a ser recibidos, atendidos y curados en los hospitales, así como al alojamiento, por parte del Ayuntamiento, en aquellas localidades a las que tuvieran que desplazarse. Se les relevaba también del “derecho de consumo”  en lo referido a su sueldo, pero no en cuanto a los gastos  de sus haciendas o negocios particulares; se les eximía de ir a la cárcel por ser opuesta esa sanción al fuero militar del que gozaban.

           Además de estos premios y ventajas, tenían el reconocimiento adicional en proporción a sus méritos de espíritu y conducta en las acciones de guerra o por su amor y celo por el bien del servicio. Del mismo modo, los jefes y oficiales de las Milicias Canarias podían optar a la condecoración honorífica de la Orden de San Hermenegildo en los términos que expresaba su Reglamento y, al igual que la tropa, tendrían derecho a las demás condecoraciones concedidas a los miembros del Ejército que se distinguieran en acciones de guerra  o por el celo en bien del servicio.

          Finalmente añadir que, al igual que disfrutaban de estas ventajas, la pertenencia a las Milicias conllevaba también el cumplimiento de algunos deberes idénticos a los del Ejército en facetas de la vida privada que iban más allá de la naturaleza de su cometido, como era el caso del matrimonio. Cualquier jefe y oficial con sueldo continuo, así como todo individuo de tropa, debería solicitar licencia para contraer matrimonio. La expresada licencia se concedía si previamente eran positivos los informes acerca de si la contrayente reunía las circunstancias necesarias para conservar el decoro y carácter oficial y si el futuro esposo tenía medios suficientes para mantenerla con decencia y para que la esposa no quedara en estado de necesidad extrema en caso de una separación forzosa, bien por comisión de servicio fuera de las Islas o por haber salido de campaña.

 

SERVICIO Y DISCIPLINA

           El Capitán General de las Islas Canarias era el Inspector de las Milicias Provinciales y tenía las atribuciones necesarias para su organización, disciplina, gobierno, instrucción, conservación de las preeminencias, todo lo concerniente a sorteos, desertores y demás incidencias que afectaran a las mismas. Además debía ocuparse de que en todos los Batallones Provinciales se observara, de manera escrupulosa, la instrucción, disciplina y gobierno interior que señalaban los Reglamentos; que la subordinación se mantuviera con todo vigor y que, desde el cabo hasta el comandante, ejerciera cada uno y llevara sin tolerancia las funciones de su empleo; que ningún oficial molestara al miliciano estando “en provincia”, como no fuera para asuntos del servicio; que la tropa empleada recibiera puntualmente lo necesario para su servicio; y que la prisión y demás castigos se llevasen con discrecionalidad y prudencia para evitar desgracias y abandono de familias (16). Sencillamente, del Inspector dependía todo y él decidía en todo. Para el mejor desarrollo de su labor tenía como secretario de la Inspección al que lo fuere de la Capitanía General, y era auxiliado en su trabajo por los oficiales de la misma, con un sargento o cabo en servicio permanente que, aparte de su sueldo y por razón de la naturaleza de su trabajo, disfrutaba de una gratificación.

           Respecto al  cargo de  Subinspector de las Milicias Provinciales y de las tropas de veteranos que existían en las Islas, le correspondía al segundo cabo militar de la provincia de Canarias y Gobernador de la plaza de Santa Cruz de Tenerife. Tenía asignada como función principal la de informar al Inspector de todas cuantas novedades se produjeran en las Unidades provinciales respecto a su instrucción, gobierno y disciplina. Debía elevar, además, todo tipo de consultas e instancias, conocer el contenido de las mismas e informar cada seis meses a su superior sobre el estado de las fuerzas, vestuario y equipos y sus necesidades, así como proponerle cuantas medidas creyera necesarias para mejorar las Unidades de las Milicias y su servicio. Para el cumplimiento y realización de sus funciones contaba con un capitán o subalterno del Ejército que hacía labores de secretario y dos sargentos o cabos escribientes, también en servicio permanente, que gozaban de una gratificación mensual de 30 reales.

Obligaciones

           El miliciano provincial de Canarias era considerado como soldado veterano mientras estuviera alistado, y como tal debía responder en el cumplimiento de las obligaciones que señalaban la Ordenanza General del Ejército y las leyes penales. Mientras se encontrara “en provincia” podía dedicarse a su oficio y ocupaciones particulares, sin que los oficiales pudieran requerirle para otras cosas que fueran las estrictamente relacionadas con el ejercicio de las armas y las prácticas doctrinales que por ley debía realizar para el mejor conocimiento de las armas y para que el servicio se hiciera con homogeneidad.

          Era responsable de su vestuario, para lo que debía mantenerlo en perfecto estado, así como del equipo, armamento y munición, sin que pudiera hacer uso de ellos sin la autorización de sus jefes.  Siempre que fuera llamado por los “comandantes de armas” para salir en persecución de malhechores, corsarios o contrabandistas, debía asistir con puntualidad.

          Los cabos pertenecientes a las Milicias debían conocer con propiedad todas las obligaciones que les señalaba la Ordenanza General del Ejército y las específicas del miliciano para así poder enseñarlas a cumplir con exactitud en sus escuadras, guardias, y destacamentos a la tropa que tuvieran confiadas. No usarían más distintivo de su grado que los galones de estambre en las mangas de la chaqueta, y debían informar a su superior inmediato de todas las incidencias que detectaran en el cumplimiento de su  servicio.

          Los sargentos tenían el deber de vigilar que los milicianos y cabos del pueblo de su residencia obedecieran los bandos de policía y buen gobierno de los mismos, así como corregir las faltas y vicios que notaran en aquellos. La instrucción que impartieran a los reclutas debían realizarla con dulzura y buenos métodos, sin que ello supusiera rebajar la exigencia en el cumplimiento del deber.

           Los subtenientes y tenientes debían estar perfectamente instruidos en todas las obligaciones del miliciano, cabo y sargento y eran los encargados de dirigir los ejercicios doctrinales de su Compañía. Procurarían adquirir los mayores conocimientos posibles acerca de la robustez, agilidad en las marchas, precisión en las maniobras y carácter de sus inferiores para poder sacar de ellos el mayor fruto posible en bien del servicio. Para ello debían asistir puntualmente a las academias en las épocas que señalara el sargento mayor.

          Los capitanes debían conocer perfectamente las obligaciones de sus subordinados y procurar adquirir conocimiento exacto de las costumbres y demás circunstancias de los individuos de su Compañía, al igual que vigilar que los sargentos y cabos apartaran a los milicianos de sus trabajos mientras estuvieran en sus casas, a no ser por necesidades del servicio. Debían tener también especial cuidado en la elección que para sus respectivas compañías hicieran de cabos y sargentos, proponiendo para tales cargos a los que por conducta, formación, carácter y modo de proceder mantuvieran el decoro correspondiente a los de su clase.

          Por lo que se refería a los abanderados, debían conocer sus funciones y obligaciones, así como acudir a las academias y a todas las formaciones del Batallón; en las prácticas doctrinales se colocaban al lado del sargento mayor para comunicar sus órdenes. Para el mejor cumplimiento de sus cometidos se les eximía del servicio de guardia, así como de formar parte de destacamentos y partidas.

          Los ayudantes se consideraban subalternos inmediatos del sargento mayor y del comandante, siendo sus principales obligaciones las de asistir a todas las formaciones de su Batallón, dirigir las academias de cabos y sargentos, vigilar el orden y la disciplina de los sargentos de brigada, milicianos, tambores y cornetas de sueldo fijo, mantener la policía de los cuarteles, responsabilizarse de la conservación del armamento y ocuparse de la formación de sumarias que pudieran ocurrir.

          El sargento mayor era el segundo jefe del Batallón, por lo que en ausencia del comandante asumía el mando y se convertía en responsable único de la instrucción, economía, gobierno interior y demás aspectos del régimen general de la Unidad. Debía vigilar el exacto cumplimiento del deber, sostener con firmeza su respeto y no disimular las faltas que advirtiera, al igual que corregir y disipar las murmuraciones.

          También era cometido del sargento mayor la elaboración de sumarias y procesos en causas militares que ocurrieran en el Batallón y, antes de pasarlos a manos del comandante, debía expresar en ellos su particular conclusión final. Intervenía en todos los ajustes de gastos, vigilaba el exacto cumplimiento del presupuesto y dejaba siempre constancia, en escrito pormenorizado, de la total ejecución del mismo. Finalmente, figuraban también entre sus cometidos el filiar a los reclutas que ingresaran en el Batallón, leerles las leyes penales que contenían el Reglamento de Milicias y la Ordenanza General del Ejército y mantener actualizada la relación de todos los oficiales del Batallón, colocados según su antigüedad en el grado que ostentasen, así como otra igual, por el mismo orden, de los sargentos y cabos, con exacto conocimiento de sus servicios, conducta, aptitud, instrucción e inteligencia.

          Para concluir con este apartado de deberes resta por analizar la figura del comandante. Ejercía el mando sobre todos los individuos del Batallón y debía tener conocimiento de las obligaciones de cada uno de sus subordinados, de las leyes penales, órdenes generales y todas las ordenanzas militares y reglamentos vigentes. En lo que concernía al gobierno interior de su Unidad, instrucción de la tropa, policía y aseo no podía recibir órdenes de ningún otro jefe ni autoridad que no fuesen el Subinspector o el Inspector de Milicias de Canarias.

          Dada su alta responsabilidad, tenía la obligación de visitar con frecuencia las academias de oficiales, sargentos y cabos, y asistir con igual asiduidad a las prácticas y ejercicios doctrinales que las Compañías debían llevar a cabo los días festivos, comprobando en ellos la asistencia de todos los individuos y corrigiendo los defectos que observara en la instrucción. Vigilaba el aseo de la tropa, el estado de su armamento, la conservación de sus municiones y debía tener un listado, ordenado por antigüedad,  de todos los oficiales, sargentos y cabos, con puntual conocimiento de sus servicios, conducta, aptitud  y demás circunstancias para poder emplear a cada uno de ellos según su talento y disposición y, en su caso, informar al Mando.

 

INSTRUCCIÓN

           Para que los oficiales, sargentos y cabos de las Milicias Provinciales de Canarias pudieran adquirir la instrucción teórica y práctica necesaria, debían reunirse, dos o tres veces al año, allí donde estuviese establecido su Batallón para instruirse bajo la dirección del sargento mayor. En estas reuniones, los Batallones tenían que ejercitarse en el mejor conocimiento de los distintos fuegos, marchas y maniobras de la Infantería de línea y ligera, así como en la mejora de la  preparación de los sargentos, cabos y miliciano. Esta tarea se repetía en las Compañías con los ejercicios doctrinales que se realizaban los días festivos. Se pretendía con ello que la instrucción fuese uniforme y ajustada a las exigencias de los distintos Reglamentos. En el caso de que estas prácticas no fueran suficientes, había lecciones todos los días de precepto para los reclutas atrasados, que se desarrollaban hasta que los nuevos milicianos llegaban a conocer perfectamente sus obligaciones.

           Contemplaba también este Reglamento de 1844, que como hemos adelantado, con modificaciones poco sustanciales reguló y ordenó a las Milicias Canarias durante el reinado de Isabel II, cuestiones relativas al servicio por Batallones y Destacamentos en guarnición, a la subordinación peculiar de este Cuerpo, en el que no se podía exigir a los milicianos la prestación de otros servicios que no fueran los referidos a las armas u otros puramente militares. Establecía las licencias temporales para dentro y fuera de las Islas, los castigos correccionales y las normas del funcionamiento económico de las Milicias, así como las cuestiones relativas a la justicia.

          La duración y efectos trascendentales de este Reglamento dieron estabilidad a la institución dada su prolongada vigencia de más de 40 años. Sólo sufrió en ese período ligeras modificaciones relativas a supresiones, creaciones y readscripciones de Unidades, sin que, prácticamente, sufriera variaciones su cuerpo doctrinal. Dentro de estas variaciones a las que nos referimos nos encontramos que en 1845, al año siguiente de su aprobación, fue suprimido el Batallón de Garachico, que, por primera vez en la historia del famoso y ya decadente puerto, dejó de ser cabecera de Unidades de milicias (17). Por el contrario, se creó el de Abona, que en 1855 volvió a reorganizarse,  según nos señala Dacio Darias (18), al que seguimos en estas líneas, a base de suprimir Compañías del propio Batallón y del de La Orotava. En igual fecha quedó suprimido el Batallón de Fuerteventura y transformado en una Sección (como dijimos antes, esa denominación correspondía a un Batallón disminuido)  de  cuatro Compañías. En cada una de las Secciones de La Gomera y de El Hierro se eliminó una compañía. En 1858, se formó con fuerzas de los Batallones de La Laguna y de la Orotava, pero sin disminuir el número de Compañías de estos Cuerpos, la Sección de Abona con lo que desaparecía el Batallón de idéntico nombre.

          Habría que esperar al año 1864, siendo Capitán General de Canarias, el mariscal de campo don Joaquín Riquelme, cuando se publicó el Real Decreto de 8 de octubre, que de nuevo vino a variar la organización militar en las Islas (19). En virtud de lo preceptuado, se crearon en el Distrito tres medias Brigadas mandadas por coroneles de Infantería, en la forma siguiente: la primera estaba constituida por los Batallones Provinciales de La Laguna, La Orotava y Abona, con residencia del Mando en la primera de esas localidades; la segunda, compuesta por los Batallones de Las Palmas, Guía, Lanzarote y Fuerteventura, con residencia de su coronel-jefe en la ciudad de Las Palmas; y  la tercera media brigada, que estaba formada por el Batallón de La Palma y las Secciones de La Gomera, con cinco compañías, y de El Hierro con dos, y cuyo jefe había de residir en Santa Cruz de La Palma. Estos nuevos batallones integrantes de cada media brigada pasaban a ser mandados por tenientes coroneles.

          Esta última reforma tuvo escasa  vigencia, pues apenas duró dos años. El Real Decreto de 30 de julio de 1866, siendo Presidente de Gobierno don Ramón María Narváez, suprimía las medias Brigadas, al igual que los cargos de comandantes en jefe de Milicias, pasando todos ellos al Ejército activo e ingresando en el escalafón del Arma con la antigüedad del precitado Decreto. Se determinaba en el mismo que, en lo sucesivo, no se pudiese ingresar en las escalas activas del Ejército sino como procedentes de cadetes de Cuerpo o de las Academias profesionales de cada Arma o Cuerpo. Desde esta fecha, las Unidades provinciales de Milicias dejaron de ser mandadas por jefes de su especialidad, que fueron substituidos por otros del Arma de Infantería o de la escala activa.

          A pesar de estas modificaciones parciales, insistimos en que se mantuvo en gran medida el Reglamento de 1844 como corpus fundamental. De ese hecho extraemos como conclusión fundamental que fue el principal ingrediente de normalización y cohesión de las Milicias Canarias. Además daba la opción a los oficiales de milicias para ingresar en el Ejército, con lo que se abría la ya citada posibilidad de que los jóvenes de las islas pudieran hacer carrera militar. Como hemos señalado se podía ingresar en la Oficialidad procedentes de la clase de cadetes, en número de dos por Compañía, que irían cubriendo las vacantes de subtenientes que en ellas se pudieran producir.

          En el aspecto externo, homologó uniformes y divisas de los jefes y oficiales al disponer que fueran iguales en un todo a los que usaban las Unidades de Infantería en la Península. Desde el punto de vista económico, se concedía derecho a percibir el sueldo de su empleo a los jefes y oficiales que ocupasen destinos de plantilla.

          Para favorecer la vocación militar de estos oficiales disponía que las  vacantes de subtenientes que ocurriesen en el Ejército activo, dentro del Arma de Infantería, se podían cubrir con tenientes de Milicias, aunque perdiendo un grado. Igualmente, por el citado Reglamento, después de 10 años de actividad, se concedía el derecho al ingreso en los Estados Mayores de Plazas, y se les confirmó en el derecho, que ya tenían reconocido de antemano, de optar a la Cruz y Placa de la Real Orden de San Hermenegildo. Baste añadir que por el mismo Reglamento quedaron suprimidos los antiguos coroneles de las Milicias Canarias, muchos de los cuales fueron declarados coroneles efectivos de Infantería e incluso algunos ascendidos a brigadieres.

          Para concluir sólo nos queda dejar constancia de que, a pesar de las deficiencias estructurales y materiales que tuvieron que afrontar las Milicias Canarias, las suplieron  con arrojo y con las ventajas tácticas y logísticas que les proporcionaba el conocimiento del terreno. En la época en que se encuadra nuestro estudio, gran número de los mandos procedían de familias canarias con cierto relieve social, pudiendo encontrarse hoy día  redes familiares entroncadas con el estamento castrense, relación que se debe, sin duda, a las posibilidades de carrera militar que abrió a la juventud canaria el Reglamento de 1844.

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NOTAS
1 -  La Sumaria Historia Orgánica de las Milicias de Canarias aparece publicada en la revista El Museo Canario, en  los años 1951, 1953 y 1955. La primera  parte, correspondiente a los siglos XV, XVI y XVII, aparece en el año 1951. Números 37-40. La segunda parte, que contiene el estudio del siglo XVIII, se publicó en los números 45-48, en el año 1953. La tercera y última, relativa a los siglos XIX y XX, apareció en los números 53-56, publicados en el año 1955.
2 - El trabajo de José Hernández Morán recoge los Reales Despachos de oficiales de las Milicias Canarias que se custodian en la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Tenerife durante los años 1771 y 1852. Fue publicado por el Instituto Salazar y Castro, del Centro Superior de Investigaciones Científicas, en el año 1982.
3 - El trabajo de Francisco María de León constituye un clásico para la Historia de Canarias. La edición  con la que hemos trabajado fue publicada el año 1966 por el Aula de Cultura de Tenerife y el Instituto de Estudios Canarios. La introducción es de Marcos Guimerá Peraza, las notas de Alejandro Cioranescu y el índice de Marcos G. Martínez.
4 - El título original del trabajo es el de Anales de la Diputación Provincial de Canarias puestos en orden e ilustrados con la Historia local política contemporánea. Apareció en el año 1913 y fue publicado por la Librería y Tipografía Católica, en S/C de Tenerife. Hemos consultado la segunda parte que abarca el periodo comprendido entre 1842 y 1900.
5 -  Archivo Regional Militar de Canarias. Organización del Ejército Territorial. Caja 11. Carpeta 19
6 - HERNANDEZ MORAN, José: Reales despachos de oficiales de Milicias en Canarias: 1771-1802. Instituto Salazar y Castro. Centro Superior de Investigaciones Científicas. Madrid. 1982. Pág. 6.
7 - Ibídem, pág. 26.
8 - LEON, Francisco M. de: Apuntes para la Historia de las Islas Canarias: 1776-1868. Edit.Aula de Cultura de Tenerife e Instituto de Estudios Canarios. S/C de Tenerife, 1966. Pág. 285.
9 - El Marqués de la Concordia fue Comandante General del Archipiélago desde el 13 de agosto de 1836 hasta su cese, por decreto, el 23 de noviembre de 1839,  que no se haría efectivo hasta el 17 de enero de 1840.
10 - La Junta estaba presidida por el Comandante General e integrada por el Brigadier 2º Cabo, don Fausto del Hoyo, el Coronel Marqués de San Andrés, el Auditor de Guerra, don Jaime Carrasco y Quirós, el doctor Don Domingo Mora y el Secretario del Gobierno político, don Francisco María de León.
11 - Debe entenderse que debían residir en los núcleos urbanos donde se hallaban establecidos, o en la capital de la Isla, para los de las islas periféricas.
12 - Así las ocho Compañías pertenecientes a los Batallones de La Laguna, La Orotava y Garachico, tenían una plantilla de 88 hombres cada una. La de igual número de Compañías pertenecientes a los Batallones de Las Palmas y Guía, era de 112. Un total de 116 hombres componían cada una de las Compañías del Batallón de La Palma, y  64 las de Fuerteventura y Lanzarote.
13 - Artículo 33 del Reglamento de Milicias de 1844. En Archivo Regional Militar de Canarias. Organización del Ejército Territorial.  Caja 11. Carpeta 19.
14 - Ibídem. Art. 24.
15 - El artículo 36 del Reglamento de 1844 fijaba los haberes mensuales para la Plana Mayor de los Batallones. La relación es la siguiente: El comandante, 1080 reales; el sargento mayor, 990; el capitán comandante, 810; el ayudante mayor de las cinco Compañías, graduado de capitán, 470; El teniente ayudante de las dos Compañías y de los 8 Batallones, 423; el tambor mayor, 112,32; el maestro armero, 84,24. Respecto a la tropa de Compañía: El sargento de brigada, 112,32; el corneta, 84,24; el tambor, 65,30; el miliciano,53,5.
16 - Artículo 80 del Reglamento de Milicias de 1844. Op. cit.
17 - DARIAS PADRON, Dacio V.: Sumaria Historia Orgánica de las Milicias de Canarias, “El Museo Canario”. Las Palmas de Gran Canaria. 1955. Pág. 10.
18 -  Op. cit
19 - En dicho año, Canarias contaba con un total de 5.515 soldados en activo y de reemplazo y 103 retirados.