Los mercados antiguos (I) (Retales de la Historia - 2)

Por Luis Cola Benítez     (Publicado en La Opinión el 17 de abril de 2011).

          A poco que nos detengamos a pensar en ello caeremos en la cuenta de que algo tan sencillo y cotidiano en la actualidad como abastecernos en el mercado, el autoservicio de nuestro barrio o en la gran superficie, en tiempos antiguos en los que no se disponía de estas comodidades que la sociedad moderna nos ofrece, algo tan habitual como el simple hecho de “hacer la compra” no resultaba nada sencillo, ni para los compradores, ni para los proveedores. La planificación de lo que hoy denominaríamos canales de comercialización y de distribución, eran prácticamente inexistentes, y se limitaba a seguir las leyes del mínimo esfuerzo, de la improvisación o de la conveniencia. En gran parte, la población primitiva se autoabastecía de sus propias huertas y corrales, de los productos de los valles y campos próximos al pueblo o de los pastores que acercaban sus ganados para vender  la carne, la leche o el queso. Hasta mediados del siglo XX no era extraño ver por la calles de Santa Cruz los rebaños de cabras que despachaban la leche de puerta en puerta y los vendedores de lechones, baifos o conejos, que luego se criaban en las huertas traseras o en las azoteas de las casas terreras.

          En cuanto al pescado, tratándose de un puerto de mar, lo mejor era acercarse a las playas a la llegada de las barcas y, con el que allí no se vendía, unas pocas mujeres salían pregonando su oferta: ¡sardinas, chicharros frescos! Así se hacía, libremente,  desde los primeros tiempos, hasta que una real cédula de 1527 lo autorizó expresamente, pero el Cabildo protestaría porque no llegaba a La Laguna pescado fresco ni salado. Y cabe preguntar a dónde iría a parar el pescado cogido en Bajamar, Punta del Hidalgo, Jover y demás enclaves costeros de la zona, que, por lo visto, tampoco llegaba a La Laguna. Más tarde se construyeron para pescadería unos alpendres junto al barranco de Santos, cerca el callejón de Chamberil, en la trasera de la parroquia, pero pronto volvió a mudarse por ser más cómoda la venta a la entrada del muelle, el “boquete”, donde se ponía a la llegada de las barcas. Posteriormente, en 1767, de nuevo se autorizó a las mujeres e hijas de pescadores a vender en las calles, siempre que llevaran sus pesos aferidos y arancel, para que así se despejara la entrada al muelle junto al castillo de San Cristóbal. Pero todo siguió igual durante muchos años. En 1804, la “recién estrenada” Comandancia de Marina pretendió intervenir en la venta de pescado, que seguía haciéndose en la entrada del muelle, lo que dio lugar a un litigio con el Ayuntamiento que llegó a la Real Audiencia.

          Pero, sesenta años más tarde surge una pescadería de origen y situación dudosa. Unos dicen que estaba en la plaza del Castillo, fabricada con piedra de Igueste de San Andrés y con puestos bien distribuidos y ventilados, lo que no parece exacto, puesto que a continuación se aclara que desapareció por las obras de la plaza de España, sin citar a la del Castillo. Sin embargo, sí la hubo en un tinglado de hierro al principio del muelle, y debe de ser ésta la que desapareció con las obras de 1929-30. Sin embargo, su origen es harto dudoso. Por lo visto, según informó el comandante del Apostadero de Cádiz, había sido construida por un desaparecido gremio de mareantes, pero hacia 1908 el Registro de la Propiedad no tenía constancia de quién podía ser su titular, ni el ayuntamiento oficialmente de su existencia. Así continuó la situación durante años, pues todavía en 1921 el Ayuntamiento concedió a la pescadería 15 metros cúbicos de agua al mes, a descontar de la que se facilitaba a la Junta de Obras del Puerto. Más tarde se trasladaría al “mercado de hierro” instalado frente a la Recova Vieja.

          Otro problema eran las lonjas de pescado salado. Por su naturaleza, todos trataban de evitar su proximidad debido a las emanaciones y malos olores que producían, no obstante lo cual llegaron a ocupar la misma plaza de la Constitución, hasta que en 1815, terminadas las obras que allí se habían realizado, se acordó trasladarlas a la calle de La Palma, único lugar que quedaba autorizado. Como es natural, los vecinos cercanos protestaron, mientras que los vendedores consideraban acertado el emplazamiento por ser lugar céntrico, hasta el punto de que cuando se trató de trasladar las lonjas a un solar de la calle de Las Norias o de la plaza de la Iglesia, los “lonjeros” pidieron seguir en la calle de La Palma. Algunos ofrecieron aportaciones para fabricar nuevas lonjas, lo que no aceptó el ayuntamiento que deseaba hacerlas por cuenta del común, para evitar arbitrios a los vecinos. En 1835 ya se habían trasladado junto a la muralla del mar, a espaldas del primer mercado, cerca de la desembocadura del barranquillo de Cagaceite, pero el lugar era tan inapropiado que muchos comenzaron a establecerse por todo el pueblo, calle de la Luz, de las Canales y otros lugares, sin que el ayuntamiento fuera capaz de evitarlo pese a las prohibiciones. Especialmente en la calle de La Caleta, por ser el paso de procesiones donde no se ve y observa otra cosa que fetidez y asco.