Los 100 años del COTIME (5)

 
Por Antonio Salgado Pérez (Retazos de su libro Los 100 años del COTIME (1908-2008). Remembranzas de la Escuela de Comercio).
 
 
 
 
Andrés Pérez Faraudo (V)
 
 
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          La vigencia presidencial de Andrés Pérez Faraudo, que se inició el 22 de enero de 1931, iba a marcar una permanencia de difícil superación: duró 32 años. El resto de la inicial Junta de Gobierno estaba compuesto por Emilio López González, vicepresidente; Francisco de la Rosa Reyes, tesorero; Antonio Hernández Martín, contador; vocales, Rafael Pérez Sánchez Pinedo, Eusebio Ramos González, Juan Toledo Torres, Francisco Menéndez Rodríguez y Amós García Hernández. Una curiosidad: cuando se hacía mención, en los Libros de Actas, de esta Junta, se ponía, al final, los nombres del secretario y vicesecretario, que en esta ocasión correspondían, respectivamente, a Enrique Ramírez Vizcaya y Juan Llopis Lloret.
 
          ¿Qué generación estudiantil tinerfeña, de la década de los sesenta del pasado siglo, no había gozado de la paternal presencia, de la inconfundible figura y de la labor sin tacha de don Andrés Pérez Faraudo, prestigioso catedrático y persona de ejemplar bondad?
 
          Los que tuvieron la satisfacción de gozar de su conversación pudieron comprobar del estímulo de unas palabras, de la sapiencia en unos amplios conocimientos y del trato abierto y sincero de una amistad inolvidable. Fiel a la ciudad que le vio nacer, don Andrés siempre sintió nostalgia de su Madrid, a pesar de los sesenta y un años que convivió entre nosotros.
 
          Pérez Faraudo, que nació en 1894, recaló a nuestras costas isleñas cuando contaba veintitrés años. Y nos llegó con una significativa carta de S.M. el Rey, donde se le había otorgado en 1912 «dispensa de edad para ocupar el cargo de Ayudante meritorio interino de la Escuela de Comercio de Madrid»; nos llegó con un curioso diploma conseguido en sus tiempos mozos donde le conceden el título de «consumado esgrimista»; con cruces de cuatro fes, anagramas de «fuerte, firme, fresco y franco»; orlado con las ramas de olivo y roble, símbolo del triunfo y la fortaleza; con el flamante título de Contador Mercantil y con la experiencia de un sinnúmero de conferencias llevadas a cabo en la citada Escuela de la capital de España. Polifacético personaje que, aún no contento con todo, obtuvo el cargo de «redactor telegráfico y literario» del periódico, ya extinguido, La Correspondencia de Madrid.
 
          El autor tuvo la dicha de conocer, muy íntimamente, a este modélico personaje, un catedrático de contrastada erudición, galardonado en su día con la Encomienda de Alfonso X El Sabio y que nos merece, por muchos motivos, una semblanza no precisamente convencional.
 
          Era un carismático libro abierto que podía responder a todas las preguntas, gestado en aquel deleite proporcionado por la lectura y por la contemplación visual y auditiva de la belleza en las Artes. En el frío invierno de 1978 se nos fue con la tranquilidad de no haber hecho daño a nadie, que era la huella que siempre ilusionó al dejar este mundo.
 
          Don Andrés, diminuto, aparentemente débil, pero rotundo en su recio apretón de manos, de hierro en el abrazo de su cordialidad, no sufrió la malquerencia entre los hombres sin auténtico motivo, aunque  como nos dijo un día  era frecuente uno: La envidia.
 
          Don Andrés, paternal, maestro y contertulio gozó  sin manifestarlo  de lo que para él sería el colmo de la felicidad: Poseer una salud, razonable e inquebrantable, del cuerpo y del espíritu.
 
          Don Andrés, de bondad infinita, contagiosa; liberal y anecdótico viajaba con el pensamiento puesto en aquella juventud que para él siempre fue mezcla de cosas magníficas y de tonterías, que no era diferente a la de otro tiempo más que en los signos externos de origen ambiental, vehículo obligado de la madurez. Los que tuvimos la dicha de oírle en aulas escolares jamás podremos olvidarnos de su excepcional amenidad; pero, por encima de todo, de aquel compañerismo, de aquella comunicación y respeto que nos infundió cuando las clases eran algo muy distante al diálogo y a la comprensión; cuando las clases eran especiales cotos donde la espontaneidad y la lógica algarabía de años mozos eran fulminantemente descerrajadas por fibras muy diferentes a las de don Andrés.
 
          Don Andrés y, su esposa, doña Juana... ¡qué tándem histórico más rico en la ciudad, en nuestra cultura...!
 
          Don Andrés y doña Juana, pequeñitos, callados, puntuales, laboriosos, apuntalando la Escuela de Comercio, haciendo hombres, enseñando nobleza, ofreciendo el ejemplo de su sencillez, de esa modestia suya en ejercicio constante, sin pregones, como bien apuntó Almadi.
 
          En aquel frío invierno del año 1978 despedimos  con el sigilo que él siempre anheló  a un hombre que de pequeño quiso ser naturalista y, a ratos, marino; que desde niño fue propenso a comunicar a otros lo que había aprendido en sus lecturas, coyuntura premonitoria a su bagaje pedagógico.
 
          A este personaje que durante treinta y dos años ostentó la presidencia del Colegio Oficial de Titulares Mercantiles, le colocaríamos, en su lápida, esta inscripción: «Aquí yace un hombre sabio, sencillo y afectivo que nunca hizo daño a nadie».
 
 
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