Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra (XXXIV)

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Retazos de su libro Bye, bye. Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra (1974-2004) publicado en 2006). 
 
 
 
GREENWICH,  LA  ISLA  DE  LA  PALMA  Y  HORACIO  NELSON
 
 
           La visita a Greenwich -léase “grénich”, lo que constituye una paradoja en este “idioma imposible”, que es el inglés-, que siempre se consideró muy agradable desde su altiva colina, ha cambiado mucho en los últimos años, sobre todo con el desarrollo de los “Docklands” al otro lado del Támesis, donde un monstruo urbanístico de nombre familiar, “Canary Wharf Tower”, ha convertido aquel paisaje en una insoportable vertical, de colmena, compuesto por ese avanzado trío del progreso que responde por cemento, cristal y hierro, donde el estilo, la forma, la mimosería arquitectónica estaba, según técnicos especializados,”olvidada por completo”.
 
          Greenwich, que es un barrio de la periferia de Londres, poblado con cerca de doscientos cincuenta mil habitantes, es conocido por sus monumentos, su parque, su histórico observatorio astronómico y por ser el sitio que marca el lugar por el que pasa el Meridiano Cero. Y es en este sitio, precisamente, donde todos los turistas, párvulos, adolescentes, maduros y ancianos, empiezan su visita, parándose, sobre una cinta brillante, metálica, poniendo un pie en el hemisferio oriental y otro en el occidental. Dicha cinta, sobre el empedrado, marca el Meridiano de Greenwich, Longitud 0º, seleccionado en 1884 durante la conferencia de Washisngton como el primer meridiano del universo. El instrumento que define dicho meridiano, el “Airy Transit Circle”, sigue funcionando en este edificio y una “máquina del tiempo” se encarga de imprimir un certificado “como recuerdo de la visita” a este observatorio con pisos de maderas crujientes y puertas que se abren con aquellos peculiares sonidos de los filmes de Drácula.
 
          Este observatorio, que algunas veces se llena de olores muy bucólicos por la presencia cercana de una descomunal y frondosa higuera, ha experimentado sensibles modificaciones desde su construcción. Se erigió con el objetivo de encontrar un método exacto para calcular la posición de un barco en el mar usando las estrellas; para marcar una línea norte-sur para establecer la longitud alrededor del mundo y, en fin, para proporcionar una señal visual de hora, de manera que los barcos del Támesis, y en los muelles cercanos, pudiesen poner sus cronómetros exactamente en hora antes de salir hacia tierras lejanas. En otras palabras, desde el año 1884, ya descrito, el meridiano de Greenwich es la referencia para medir el tiempo y para establecer las coordenadas en los mapas geográficos, marítimos y astronómicos de todo el mundo.
 
          En este museo donde las vitrinas y los espacios están impregnados de historia sobre las estrellas, eclipses, instrumentos horarios, representaciones gráficas y mecánicas de nuestro sistema solar, exhibiciones de los más sofisticados telescopios y aparatos usados por astrónomos; en éste, decíamos, universo de historia, tecnología y progreso, a uno, como isleño, palmero, para más señas, inicialmente se nos deprimió el ánimo al ver aquella adulteración del paisaje descrito anteriormente ante la irrupción, sin piedad, de aquel monstruo de infinitos pisos denominado “Canary Wharf Tower”. Pero después se nos abrió un poco el espíritu al observar en uno de los paneles de este antiguo Observatorio Real de Greenwich, el siguiente texto: “hacia 1930, el humo y las farolas de Londres hacía que fuese imposible ver las estrellas, de forma que, en 1945, el Observatorio Real se trasladó al castillo de Herstmonceaux, en Sussex; después, a Cambridge; y ahora tiene telescopios en La Palma (Islas Canarias)"
 
          Pero no hay felicidad completa. Tras abandonar el observatorio y adentrarnos, bajando la pronunciada colina, en el Museo Nacional Marítimo, en la propia localidad de Greenwich, en los salones dedicados al idolatrado -por el pueblo británico- Horacio Nelson, en dependencias amplias, lujosas y gélidas, por un alocado sistema de aire acondicionado; en aquellas estancias, recalcamos, el rotundo fracaso en nuestra Isla del famosísimo almirante, en 1797, donde perdió un brazo, tal gesta sólo queda reflejada en estas diez míseras y cicateras palabras que, incluso, tienen algo de galimáticas y ambiguas: “Attempt attack on Santa Cruz Tenerife, loses his right arm”
 
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NUESTRO  HOMENAJE  A  LOS  “SUGAR  PUFFS”
 
 
          Ahora deseamos rendirle un pequeño homenaje de gratitud a lo que durante muchos años, y en época estival, ha sido uno de los grandes alicientes de nuestros desayunos en Inglaterra, concretamente en la localidad de Hatfield. Nos estamos refiriendo a los “sugar puffs” (léase sugar paf) que, en Tenerife, hemos intentado, algunas veces, sustituir por el gofio, pero ha sido tarea infructuosa. Y es que el gofio, ese “rey del hidrato de carbono” que descubrieron los propios guanches es, simplemente, único. El gofio tiene en su contra el asociarlo como recurso empleado para solucionar pasadas temporadas de hambruna, que se podría combatir con “un marketing muy agresivo” como aconseja el cardiólogo Álvarez Calero; y es que el gofio, decíamos, de trigo y millo, mezclado, “medio tostado”, ha sido, repetimos, nuestra antigua y firme tabla de salvación, rechazando ese “colesterol malo” en la sangre y regulando, millonario en fibra, nuestro intestino de forma altamente satisfactoria.
 
          Pero en fin, allá, en Inglaterra, y por cambiar de aires y de cultura gastronómica, que siempre es recomendable, nos entusiasmamos con los “sugar puffs”, que venían a ser como los hermanos más directos de los tan socorridos “corn flakes”. En efecto, en la Rubia Albión, los “sugar puffs”; pero en Nivaria, el gofio, siempre el gofio. Cada uno tenía su entorno. Allá, en la campiña británica, aquel crujiente “trigo inflado”, recubierto de miel y azúcar moreno, tenía su rito. Había que degustarlo en cuencos apropiados, o en platos hondos, sumergiéndolos, ahogándolos, en leche fría, mirando hacia extensísimas parcelas de césped británico, de una pequeña selva tropical. Los “sugar puffs” había que degustarlos concentrando nuestra mirada hacia aquellos graciosos conejillos, tímidos y saltarines que, ante tanto pasto, habían proliferado por aquellos aledaños como en ninguna otra época, rivalizando con aquellas ardillas que, igualmente, se sobresaltaban ante el menor movimiento ambiental.
 
          Los “sugar puffs”, muy solicitados por las madres británicas como nutriente para sus vástagos, eran sabrosos en su crujir; aportaban una sensación muy especial en nuestro paladar cuando, al unísono, sembramos generosas migajas de aquel añorado pan integral británico y, al instante, de aquí y de allá, bandadas de mirlos, ninguno blanco, compartían con nosotros tan apetitoso y ecológico desayuno. Las tórtolas, menos decididas, seguían posadas sobre aquel tendido eléctrico y observaban el festín de sus otros compañeros de vuelo. Y como fondo, en aquella Inglaterra de lluvias torrenciales y con las cercanas caricias del sol, nubes tan descomunales como níveas y espectaculares, de concurso atmosférico, de mil formas y maneras, toneladas de algodón; torundas flotantes, algunas como estampitas benditas. Luego, la intranquilizadora capa de ozono, el contraste en aquel Reino Unido que, por espacio de casi veintidós días, apenas, en aquel verano, supo lo que era llover. Y cuando esto sucedía, temblaban no sólo los británicos, sino las margaritas, ya que desaparecían, eran guillotinadas, de forma despiadada, por aquellas implacables máquinas cortadoras de césped, que aquel año, obviamente, habían tenido más trabajo que nunca, dejando tras de sí aquel inconfundible olor virginal, fresco, de aquella hierba, menuda, tupida, recién cortada.
 
          Pero antes, las abejas se habían abastecido del néctar de todas las florecillas circundantes. Ellas, como el proverbio, iban recogiendo las cosas buenas que les ofrecía esta campiña británica, donde, por supuesto, el “sugar puffs” siempre se imponía circunstancialmente, por respeto al paisaje, a nuestro sin par gofio de trigo y millo, mezclado, medio tostado.
 
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