Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra (XXVII)

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Retazos de su libro Bye, bye. Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra (1974-2004) publicado en 2006).
 
 
 
EL “PUB” INGLÉS
 
 
          A  nosotros, por encima de todo, siempre nos había llamado la atención su iluminación: suave, intimista, casi sensual. Allí, como en ningún otro sitio, prevalecía el conservadurismo británico: los mangos blancos de los grifos de la cerveza, los sifones, las sillas, los sofás rinconeras, las banquetas, las lámparas de quinqué...
 
          Ellos, los británicos, como para distinguirse del resto de Europa, conducían por la izquierda, que para ellos "era la parte más noble de la carretera"; y en los “pubs” (abreviatura de Public House), colocaban las botellas con sus bocas hacia abajo, como para seguir llevándonos la contraria...
 
          Nos había recordado Manolo Sarmiento que a finales del siglo XIX, los establecimientos más populares en Londres eran los “pubs”, que desempeñaron la principal atracción y diversión de los londinenses. Probablemente nunca fue superado por el teatro o el “music-hall”; en esos años, los “pubs” atraían más que nada a un público flotante y foráneo que acudía de las afueras a divertirse por la noche. En el Londres victoriano, anterior al cine o la radio, los “pubs” resultaban a los residentes en la capital el único medio de distracción. Se podía comprar alcohol a todas horas y no era raro ver a los obreros acudir a esos locales para tomar una copa de ginebra antes de iniciar el trabajo, a las seis de la mañana. Había también aspectos positivos como la camaradería y la alegría.
 
          W. Jacob nos dejó una descripción de uno de esos lugares: "Un pequeño “pub” a la vuelta de Mile End Road, limpio como un alfiler nuevo, y tranquilo y respetable como una sala de visitas. Todos llamaban "Ma" (madre) a la patrona; y ella, a su vez, los llamaba por sus nombres de pila y les preguntaba por sus familias. En estos lugares (como en tantas partes de Londres), lo mejor - la compañía, el carbón que ardía en la chimenea, las jarras y vasos limpísimos, los rincones acogedores -, era gratis”.
 
          Los clientes habituales habían sido muy bien descritos por un superviviente de aquellos días: "A pesar de ser camaradas, ninguno de nosotros sabía nada de la vida de los demás. Nos conocíamos por sobrenombres, y únicamente cada cual sabía a dónde iba tras despedirse por la noche. Nos reuníamos sólo para poder mostrarnos tal cual éramos, durante un rato; para despojarnos de las capas que, por necesidad, habíamos de aportar en medio de la sociedad civilizada, para hablar de cosas del día, a veces para ser muy groseros unos con otros y por un rato a todos nos iluminaba la luz de la individualidad humana".
 
          La espuma de la cerveza seguía siendo lo más habitual de ésta, cuyo cosquilleo en los labios era un rito más. A los británicos no les agradaba que le sirvieran la cerveza con espuma: una cerveza con “head” (espuma) les horrorizaba, como afirmaba Hans Lajta, en Londres, una recomendable guía de viajes e itinerarios.
 
          Se oía música, se fumaba, se fumaba muchísimo. Había quien creía que todo el tabaco que las inflexibles campañas hacían desaparecer prácticamente de todas las instalaciones con techo del Reino Unido, se consumían allí, en los “pubs”. Y también se hablaba mucho, pero con una exquisita cadencia, donde los decibelios casi no existían. Se aseguraba que cuando "el inglés no estaba en casa, estaba muy feliz en su local". “Local” era el nombre que tomaba el “pub” cercano a la casa del cliente. Allí, entre humo, musiquilla y una conversación que parecía murmullo, el inglés iba al encuentro de sus amigos "para hablar de su esposa, de sus vacaciones, de lo que decían los periódicos y, ¡cómo no!, del tiempo". Si su amigo o amigos aún no habían llegado, el cliente no perdía el tiempo y se ponía a hablar con el “barman” o la “barmaid”. O se llenaba de valor y convivencia para hilvanar el diálogo con el primer forastero despistado, al que se le había reconocido inmediatamente porque había pedido un “cup of tea” ante la contenida hilaridad de la clientela.
 
          En Gran Bretaña no era habitual que los camareros sirvieran a los clientes en las mesas. Eran los propios clientes los que iban a la barra a retirar el pedido, que pagaba inmediatamente. No era costumbre dar propina en los “pubs”. Y menos cuando el foráneo comprobaba que la bebida -casi con medida molecular, y que salía de aquella invertida botella-, parecía más una muestra que una consumición, máxime, por ejemplo, si se trataba de whisky, a pesar de que habían sido ellos los pioneros de esta "agua de salud", que parecía despacharse, insistimos, por cuentagotas.
 
          Los “pubs” tenían un olor muy característico, peculiar, que no desagradaba, a pesar de la multitud de ceniceros que permanecían cubiertos de colillas en todos los rincones del recinto, casi siempre con dos entradas. La una conducía al “public bar”, de decoración e instalación más sencilla y en la que sólo estaban, o acostumbraban estar, los hombres. Las parejas o señoras sin acompañamiento masculino iban al “saloon bar” o la “lounge bar”, en la que había mejor mobiliario, alfombra y, a veces, hasta leña ardiendo en la chimenea. Una curiosidad: las señoras sin acompañamiento masculino eran unas huéspedes muy apreciadas, a diferencia de lo que sucedía en otros países, aunque ya la imagen iba cambiando.
 
          En épocas de calor, los más encopetados “pubs” británicos abrían su “Beer Garden”, donde se compaginaba el sabor de la cerveza con aquel olor reciente, virginal, fresco e inconfundible del césped acabado de cortar. Y donde, por eso del calor, menudeaban no sólo los “shorts” sino las camisetas que nos delataban ese "pecado de la juventud" de una gran mayoría de británicos: los tatuajes. ¡La de tatuados que existían en Gran Bretaña! Podía ser una simple coincidencia pero eran ellos, los tatuados, los más frecuentes seguidores de los dardos. En casi ningún “pub” faltaba el rincón para el tablero de juego de dardos, pasatiempo sumamente popular. Una pizarra en la pared y una línea en el suelo (el límite de tiro) completan "la cancha de juego".
 
          Si el Támesis discurre por Londres, la cerveza también lo hacía, de forma muy generosa, por las sedientas gargantas de los súbditos de Isabel II. Al extranjero, lo primero que le sorprendía era que aquella cerveza no estuviese fría; y, lo segundo, el tamaño de los vasos en que se servía. En Gran Bretaña existían muchas más clases de cervezas que en el resto de Europa: el huésped no podía solicitar sencillamente “one beer”. Para solicitar una cerveza que se pareciera en algo a la “pilsen” debía pedir una “lager”; la cerveza oscura y fuerte se llamaba “stout”. Muy apreciable era la “bitter”, una cerveza color castaño claro, casi sin gas carbónico.
 
          Al encargarse la cerveza se debía indicar al mismo tiempo el tamaño que se deseaba; podía elegir entre una “pint” media o entera (un poco más de medio litro). Para encargarla como mandaban los cánones había que decir: “half a bitter”a pint of bitter”.
 
          El cierre del “pub” tenía algo de rito, algo de ceremonia. La primera campanada de aviso se oía a las once menos diez de la noche. “Last order, please!”, exclamaba el “barman”. Y la mayoría de los clientes apuraban la última gota de la consumición e, inmediatamente, pedían otra... A las once en punto, la campanada postrera: “Time, gentlemen, please!”, exclamaba ahora la “barmaid”. Y se apagaban todas las luces de la barra. Y a toda velocidad, los barmen recogían todos los vasos vacíos; se permitía que el cliente terminase con su última consumición. Entre aquella parcial penumbra se oía como una especie de música celestial. Volvían a encenderse las luces "pura y exclusivamente para terminar de recoger y limpiar todos los vasos".
 
          A pesar de la cantidad de cerveza ingerida, al inglés no le daba por cantar. Sin aspavientos, muy ceremonioso y cogiendo su paquete de cigarrillos y su encendedor, se despedía, así:” Good night!”
 
          Esto, en líneas muy generales, es lo que vimos y analizamos en algunos “pubs” de la campiña británica, primordialmente en las localidades de Hatfield, Ware, Hemel Hempstead, Welwyng Garden City, etcétera, donde la corrección y la flema británica era notoria y latente y que nada tenía que ver con esta horda de indeseables “hooligans”, amantes de las gamberradas salvajes y broncas descomunales que, desgraciadamente, son perfectamente conocidos en los complejos turísticos de la Playa de las Américas y Los Cristianos por sus dipsomanías de delírium trémens.
 
          (A principios del mes de febrero de 2006, el Parlamento británico estableció la prohibición total de fumar en lugares públicos, tras meses de intensas discusiones que dividieron las aguas, incluso, dentro del gobernante Partido Laborista. La Cámara de los Comunes aprobó, por una diferencia de 200 votos, la norma que impedirá fumar en todos los tradicionales “pubs” y clubes privados de Inglaterra, así como en todos los lugares de trabajo.   La medida contó con la sorprendente adhesión de los Liberaldemócratas, quienes se inclinaron por apoyar el proyecto dado que, de acuerdo con la opinión partidaria, “mejorará” la calidad de vida de los trabajadores. De este modo, el Reino Unido se unió, aunque con cierta demora, al selecto círculo de países donde se había impuesto fuertes restricciones al hábito de fumar, como España, Irlanda, Italia, Suecia y Noruega).
 
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 A LOS INGLESES SE LES ESTÁ OLVIDANDO EL VERBO LLOVER
 
 
          El Todopoderoso pareció ayudar a los británicos frustrando el sueño de tantos Reyes españoles: invadir Inglaterra, por mediación de la Armada Invencible (1588), que no sucumbió ante los cañones ingleses, sino que fueron los duros mares del Norte los que causaron el desastre, haciendo exclamar a Felipe II aquella frase lapidaria: "No mandé mis naves a luchar contra los elementos". 
 
          Con aquellos calores y con una lluvia de parpadeo, de la que les hablaremos luego, el sol británico parecía que "picaba" como ningún otro. Ya no podía decirse que Londres conocía cada día las cuatro estaciones. En el mes de junio de 1991 era desolador observar el inmenso Hyde Park, que había convertido su verde césped en una amplísima alfombra ocre, con muchas calvas de tierra. ¿Cómo era posible que el británico siguiera saliendo a tostarse en plan turístico si en aquel estío, en sus huertos y jardines, en sus parques y en su campiña, conseguía fácilmente aquel color gamba que antes sólo parecía adquirir en Canarias?
 
          Quienes incrementaron de forma increíble sus ventas fueron las empresas de refrescos, helados y agua mineral. Sólo en agua mineral establecieron un récord con veinticinco millones de botellas. No hay que olvidar que el Reino Unido, con la mitad de superficie de España (244.030) tenía una población de casi sesenta millones. Incluso se reprodujo el sibaritarismo en otras parcelas acuíferas con la "alcalina" y "elegante" Ramblosa, de Suecia; la "refinada efervescencia" de la Ferrarele, de Italia, sin marginar el "poderoso sabor" de la Vichy St. Yorre, de Francia.
 
          De nuevo, aquella pertinaz sequía alertó al pueblo británico, que prohibió humedecer sus jardines con mangueras e hizo sacar de los cuartos trasteros aquellos antañones regadores cuyas débiles duchas proporcionaban la dosificación deseada, alegando, de momento, el posible despilfarro y el derroche, que también observaban los helicópteros en sus frecuentes vuelos de vigilancia. Y a los dueños de los perritos que depositaran sus heces en la vía pública ya les podían caer hasta multas de cien libras esterlinas. Antes, la casi eterna lluvia, ocultaba sus residuos sólidos, pero ahora, la pregonada sequía, invitaba a no ensuciar ni siquiera los troncos de los sedientos árboles.
 
          Y ya sabíamos lo que constituían los perros y los gatos para los británicos, que no sólo les ofrecían la mayor variedad de alimentos en los supermercados de los "Town Centre" sino que, incluso, los de propietarios más pudientes podían gozar de los mayores y sofisticados cuidados en un insólito "hotel de vacaciones", donde existían servicios para que el dueño hablese con su perro desde cualquier parte del mundo...
 
          Aquella sequía, aquel sol, volvía a levantar de hospitales y residencias al encantador gremio del “mundo sénior” para reverdecer, en los entonces mezquinos riachuelos de la campiña británica, el infantil chapoteo, el "paddle", donde los tobillos recibían la caricia de aquellas aguas incomprensibles frías que luego, en el grifo de la cocina, representaba una delicia para mitigar la sed y el agotamiento físico. Con aquel agua, precisamente, hacíamos el "cup of tea", que "lo curaba todo". Con aquellos rigores atmosféricos, los chiquillos, inconscientes, se zambullían y retozaban en los achocolatados canales hasta que por las noches, a través de la televisión, riquísima en ingeniosos “spots” publicitarios de todo tipo, observaban lo dañino de aquellas aguas donde las ratas también se mojaban y refrescaban en sus contaminadas orillas.
 
          Y, de sopetón, surgió la lluvia. Fue una lluvia de parpadeo, que duró apenas veinte minutos, y que "hizo correr las calles". A nosotros nos sorprendió en Oxford Street. Entonces, aquel babélico gentío, en mangas de camisa y abundantes escotes, tenía que agolparse, resguardarse, pegarse a los cristales de los escaparates como para interpretar el papel de forzosa mercancía sin etiquetas de venta al público. De una esquina surgía un vendedor tan imprevisto como necesario, que exclamaba incesantemente bajo la lluvia: ¡Un paraguas, tres libras; un paraguas, tres libras; un paraguas, tres libras! Y se los quitaban de la mano en pocos minutos. Los paraguas, obviamente, eran "made in Taiwan". Cuando escampó, volvió a "picar" el sol, pero no doblegó a aquel afligido oriental que, con una cruz en la espalda, intentaba captar prosélitos, mientras el clásico vendedor furtivo, alertado y respaldado por sus "ganchos" - que eran los primeros que le "compraban" - abría su modesta maleta, vociferaba y mostraba su mercancía: cadenas, collares y pulseras, tan doradas como de dudosa procedencia y calidad. ¡Qué éxito tenían aquellos carismáticos charlatanes en Oxford Street! Hasta que surgían los "bobbies" que, sin armas, sólo con la mirada, desmantelaban aquel negocio sin licencia municipal, preludio de los “manteros”.
 
          El "Burger King" de Picadilly Circus era tan rentable como la más prolífica mina de oro. La hamburguesa se había apoderado de la juventud, o viceversa. En horas del mediodía, aquel "Burger King" se convertía en el mayor espectáculo del mundo, sin necesidad de elefantes, leones y tigres. Resultaba difícil comprender cómo aquel gentío, primordialmente juvenil, no tuviese que esperar sino sólo un par de minutos para conseguir su pedido. Debía ser que los dependientes, fundamentalmente de color, poseían más extremidades superiores que lo habitual. Por supuesto, no había que hablarles a aquella juventud de "las costillas de cordero con hierbas y salsa de riñones", que preparaban en el "Turner's", elitista restaurante londinense. Aquella juventud, de momento, comprendía perfectamente el lenguaje, simple y llano, que se hablaba en los “Mc Donald's”, o en los “Fish and Chips” e, incluso, en los “Pizza Hut”.
 
          A medianoche, los alrededores de Picadilly Circus era un puro carnaval, sin máscaras ni voces invertidas y aflautadas. Predominaban los más eróticos y estrafalarios grupos, que por "la voluntad", depositada en un andrajoso sombrero, cantaban y bailaban hasta que el cuerpo aguantase. Y a la salida de los más afamados teatros, se multiplicaban los “flashes” de aquellos espectadores, que tras embelesarse, por ejemplo, con "Los Miserables" o con "El Fantasma de la Ópera", querían tener el recuerdo del documento gráfico, con los carteles de neón como telón de fondo.
 
          Se había dicho que una visita a Londres equivalía a una vuelta al mundo; en efecto, en Londres no sólo habitaban personas de todos los rincones de la Tierra; aquí podían verse y "vivirse prácticamente", como nos recordaba Hans Lajta, la multiplicidad de todas las razas, de cualquier color de piel, en sus propios barrios urbanos, que seguían repudiando a todas las horas del día aquel dichoso impuesto municipal denominado "pool tax"; se vivía esa multiplicidad, en fin, en sus centros de entretenimiento y diversión, en los restaurantes con especialidades de todos los países del mundo.
 
          Pero todas las grandezas no pueden ocultar sus inevitables miserias. Y Londres, la de los parques idílicos y colonias de reposo; la de los” pubs” llenos de humo y los museos mayores y más ricos del orbe, no podía ocultar, en su penumbra tercermundista, que más de cien mil personas dormían diariamente en sus calles. Alcohólicos, enfermos mentales y jóvenes formaban, según los informes, el grueso de las personas sin hogar en aquella capital de casi siete millones de habitantes - algunos decían que había doce millones "en toda su área de expansión”- a los que antes les llovía casi todos los días y que ahora, por aquella peligrosa capa de ozono, el verbo llover se les estaba olvidando.
 
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