Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra (XXI)

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Retazos de su libro Bye, bye. Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra /1974-2004) publicado en 2006).
 
 
 
EL CASTILLO DE WINDSOR
 
 
          Procuren no acudir a la monárquica Windsor en viajes organizados. Perderán el tiempo. Como -estimo- lo perdimos todos nosotros. Pero es algo realmente inevitable y le otorga cierto carácter, cierta chispa y anécdota a la excursión, que así se anuncia aunque luego se convierta en puro maratón.
 
          Las torres de Windsor, morada de reyes y reinas durante casi nueve siglos, son, con mucho, las más antiguas de las residencias reales todavía en uso. En un principio se erigieron no como residencia sino como fortaleza. Todas ellas bautizadas con un nombre específico. Añejas, vigorosas y perfectamente conservadas a pesar de sus empachos de calendarios, guardan esporádicamente todo aquello relacionado con la más actualizada y pura sangre azul británica; tras aquellos muros se encuentran partes de la tradicional y conservadora monarquía británica, mucho más presentable, brillante y cuidada en los catálogos que “in situ”, aunque algunos aposentos reales estén hoy como patenas. En los aludidos catálogos, siempre de gran pulcritud editorial, se puede gozar -con las limitaciones propias del caso- de tranquilidad, de la soledad que jamás podremos disfrutar yendo en tropel. Porque el Castillo de Windsor es todo un tropel, un perfecto movimiento acelerado y desordenado de personas; en fin, un tótum revolútum. Entre esta masa humana, el gremio infantil, que no puede aguantar la carcajada -muchas veces casi hiriente- tras el peculiar taconeo de aquellos impertérritos guardines con zapatos de clown que, de vez en cuando, lanzan gritos que nunca se sabe si obedecen al protocolo o como desahogo verbal a la aludida vejación ya que sus actuaciones son seguidas, por los adultos, con la inevitable sonrisa en los labios; y por los niños, con esa descarga emocional que muchas veces vierten en escenarios de parques zoológicos.
 
          La mayoría de los niños cuando acuden a Windsor tienen un objetivo: visitar la famosa “Casa de muñecas”, antológica colección de esta rama ¿Por qué, al final casi siempre aflora en ellos el desencanto y la desilusión? Quizá por la escasa luz reinante, puede ser por las habituales prisas, por lo angosto e incómodo del trayecto o por esas tuberías refrigerantes que pueden congelar al espectador más interesado y estático.
 
          Seguimos pensando que el espectáculo de Windsor más que en su palacio está en el ambiente cotidiano que le rodea. No son centenares, son miles de visitantes los que acuden diariamente -y sobre todo en el estío, con las vacaciones escolares- a esta localidad para intentar saber dónde y cómo vive la Reina en determinadas épocas o períodos de su vida.
 
          (Nuestra visita a Windsor coincidió con la llegada de los príncipes de Gales a España, invitados por nuestros monarcas. No dejó de ser un acontecimiento de gran contenido simbólico. Era la ocasión de señalar y repetir cuanto significaba mundialmente la Corona británica como monumento de estabilidad, de serenidad y de popularidad. También, y muy especialmente, era ocasión -como subrayó ABC- de advertir, reconocer y agradecer nacionalmente el trato que la Reina Isabel de Inglaterra dio a los Reyes de España durante la reciente e histórica visita que hicieron al Reino Unido. La presencia en Mallorca -impagable publicidad para la isla mediterránea- del Príncipe de Gales y de su esposa comportaba así mismo clarísimo significado de progresiva normalidad histórica en las relaciones entre dos pueblos fundadores de Occidente).
 
          Insistimos que el espectáculo de Windsor lo encuentran la mayoría de los visitantes y turistas, no en la contemplación de aquellas vetustas torres sino en observar cómo la riada humana se detiene, hace fotos y se ríe ante la popular “Casa torcida”; almuerza, merienda y cena a base de bocadillos vegetales; chocolate inglés, papas fritas “crips” y una surtida variedad de bebidas refrescantes. Ya han irrumpido en Windsor los famosos Mc Donalds, paraíso de las hamburguesas y de los “batidos espesos” y hace muy poco se instaló un pequeña sucursal del Museo de Cera de Madame Tussaud, dedicado, pura y exclusivamente, a la época victoriana, donde desde un coqueto y singular teatrillo de doscientos cincuenta asientos puede rememorarse dicha época empleándose “las mejores técnicas vistas por vez primer en Gran Bretaña y Europa”.
 
          La digestión de las colaciones suelen hacerse sentados en los recoletos y verdes parques o en la orilla de ese tímido Támesis salpicado de embarcaciones repletas de turistas; lanchas, motores fuera borda, toda clase de yates y patos, que con sus cadenciosos deambulares le otorgan a las riberas un marcado aire bucólico y romántico que, algunas veces, nos hace olvidar el generoso vaticinio atmosférico con el recuerdo irónico de aquel alumno tinerfeño que aseguraba que el hombre del tiempo no se había equivocado en su último pronóstico al decir que hoy tendríamos veinticuatro grados, ya que, en efecto, los teníamos, pero repartidos: doce, por la mañana y otros doce por la tarde…
 
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HIGOS PICOS EN LONDRES
 
 
          En 1986, Londres tenía siete millones y medio de habitantes; pero eran, en realidad, doce millones, si se contaba toda su área de expansión.
 
          (Como simple recordatorio vamos a añadir que el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte -nombre completo del país que no se usa nunca, por ser demasiado extenso –tiene una superficie total de 244.000 kilómetros cuadrados y una población de cincuenta y seis millones de habitantes, mientras que España con 504.750 kilómetros cuadrados tiene treinta y siete millones de habitantes, con una densidad de 73 personas por kilómetro cuadrado, por 244 del Reino Unido).
 
          Allí, en Londres, es donde vimos en vivo la importancia de las comunidades forasteras: barrios casi dominados por africanos; otros, donde predominaban los judíos; vimos familias de pakistaníes vestidos con sus atavíos nacionales, gente de las Indias Occidentales que en su primer momento no sabíamos de donde venían. En el centro de Londres, en Oxford Street o en Picadilly Circus, oímos hablar todos los idiomas del mundo y como señala José María Carandell, “uno tiene la impresión de que el Día del Juicio Final no se celebrará en el Valle de Josaphat, sino en esta ciudad tan bien preparada para la babélica confusión de pueblos”.
 
          Es probable que el compendio de una parte de Londres pudiera estar en Picadilly Circus, concretamente en los alrededores de la placita conocida por Leicester Square. Zona peatonal donde la saturación sólo existe por el constante deambular de la gente que, rendida y exhausta de tanto ir y venir, de tanto escaparate y compra en Oxford Street, cae sobre el césped del citado lugar, abre su “packed-lunch”, su paquete de papas fritas y su bebida refrescante y tras el frugal alimento se somete al reparador descanso bajo un techo clorofilado por plátanos del Líbano y observado, entre otras, por la mirada del busto de Newton, mientras las inevitables bandadas de palomas revolotean en busca de las migajas o de las sobras vegetales de aquellos peculiares sándwiches.
 
          En Leicester Square, usar los urinarios costaba diez peniques. Se podía justificar el desembolso por la notable limpieza de estos servicios. En las cabinas telefónicas ya se podía operar con tarjetas. Por una libra esterlina, un par de elegantes “tecnos” le podían pronosticar su futuro leyéndoles el esotérico mensaje de unas extrañísimas cartas. Y por tres libras podía fotografiarse de la mano o abrazado a las figuras encartonadas del Príncipe Charles y Lady Di, o de Andrew y Sarah, que acababan de protagonizar la “boda del año”; de la escultural Samantha Fox, sin olvidar al hercúleo Mr. T, que resultaba el ángel protector de la chiquillería. El reclamo oral del que ofrecía la oportunidad no podía ser más convincente: ¡Hazte una foto y cuenta luego una mentira! Donde parecía predominar la libertad más absoluta, en cuanto a vestimenta se refería, se tropezaba uno con una “tea-dance”, que advertía: “No se permite la entrada a los que vengan en camisilla, “jeans” o chándal”.
 
          Por aquellos aledaños, y de forma sincopada, surgía la policromada cresta de gallo del “punk”, la elegancia del “new-wave”; la cabeza rapada del “skin-head”; la cadenciosa marcha del pacífico “skin-oil” y la chaqueta de cuero, con flecos y chapas, del “rocker”. Allí, en la oculta frutería, contemplamos, con cierta sorpresa, la presencia de una caja cubierta de higos picos. No venían, por supuesto, de Canarias. Procedían de Israel. Como curiosidad diremos que el kilo valía exactamente 644 pesetas. Sí, de Canarias, ya muy poco. El plátano, largo y soso, les venía de Jamaica; y los tomates, pequeños y descoloridos, eran cultivados en invernaderos británicos. Lo que mantenía cierta fama importadora era la papa del Valle de San Lorenzo…
 
          Un poco más allá, en Picadilly Circus, la diminuta y airosa estatua de Eros -aunque en realidad representa al Ángel de La Caridad-. Seguía lanzando sus dardos con dirección peatonal, dándose cuenta de que la estaban sometiendo a rigurosos estrangulamientos en sus áreas, producto de obras en su entorno asfaltado que, en horas punta, convertía tal centro neurálgico en sector intransitable y asfixiante. Uno se podía olvidar momentáneamente de la vorágine ambiental presenciando en el Trocadero la historia de los Guinness, los más increíbles y desconcertantes récords universales, cada vez más difíciles de digerir y admitir, como, por ejemplo, el de aquel barbero que afeitó a 987 hombres en 60 minutos…No hagan el cálculo: 3,64 segundos por voluntario, según rótulo explicativo.
 
          En la serpenteante y lujosa Regent Street ya se veían en muchos escaparates el siguiente cartel: “Hablamos español”. Y otros, con su interrogante, parecían como si quisieran espantar al futuro cliente: ¿Qué quiere usted?
 
          Jan Morris ha proporcionado un notable extracto, una peculiar síntesis de esta ciclópea capital que, para bien o para mal, ha engendrado y abandonado al mayor imperio de la historia. Fue la primera capital industrial, la primera capital parlamentaria; el escenario de innumerables experimentos políticos y sociales. Mozart escribió su primera sinfonía en Londres y Karl Marx comenzó aquí El capital. Es una ciudad de terribles asesinatos e innumerables espías, de novelistas, de subastadores, cirujanos y estrellas de “rock”. Londres, en la década de los 80 del pasado siglo, tenía cinco grandes orquestas sinfónicas, once diarios, nueve catedrales, la red de metro más importante del mundo y la más conocida de las compañías de radiodifusión. Era la verdadera patria chica del fútbol, del “cricket”, del tenis y del “squash”; y en ella realizó sus fechorías Jack el Destripador
 
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