Una historia terrorifíca (Relatos del ayer - 42)

 
Por Jesús Villanueva Jiménez  (Publicado en el número de diciembre de 2019 de la Revista NT de Bínter)
 
 
 
          Aún recuerdo aquel rostro inexpresivo; corría 1970. Por entonces, a mis diez años de inocente existencia, me pasaba horas jugando en la calle, con los amiguillos del barrio. Mis padres, cinco criaturas y una de camino, vivíamos en el nº 5 de la céntrica santacrucera Callao de Lima. En dos ocasiones, que recuerde, me crucé con aquel muchacho extranjero, alto y delgado, rubio, de ojos que parecían de hielo azul. La última fue unos días antes de aquel terrible suceso, cuyos detalles conocí años después.
 
          Frank se llamaba el joven alemán, de 16 años edad. Vivía en el nº 37 de Jesús Nazareno, dos calles por debajo de mi casa, con su padre, Harald Alexander, de 39, su madre, Dagmar, de 41, y sus hermanas Marina, de 18,  y las mellizas Petra y Sabine, de 16. No era una familia común aquella, afincada en Tenerife hacía un año, procedente de Hamburgo. Harald era un fanático seguidor de la Sociedad Lorber, una secta creada a finales del XIX por el excéntrico Jakob Lorber, cuya doctrina incitaba a alcanzar la perfección siendo un ser tan amoroso como el mismo Dios. Al nacimiento de su hijo varón, creyó que éste era el mesías que aguardaba con ansia. En esa creencia, inducido por el padre, creció Frank, quien sometía a su madre y hermanas a todos sus caprichos, hasta el extremo de mantener relaciones incestuosas con ellas, ante la complacencia de su padre. 
 
          La tarde del miércoles 16 de diciembre, la familia Alexander se hallaba en casa, menos Sabine, que trabajaba en la vivienda de un médico. Dagmar departía en voz baja con sus hijas. Frank miró a su madre, ella mantuvo los ojos fijos en las pupilas de su hijo, que interpretó en el gesto un desafío intolerable, a la vez que sintió una punzada en el pecho. ¿Qué le había hecho su madre con aquella mirada acerada? De súbito, al tirano adolescente le invadió una ira digna del mismísimo Lucifer. No lo pensó. Se hizo con una percha de madera y con ella golpeó con furia, una y otra vez, a la madre y a las hermanas, ante la pasividad de su padre. Ellas no se resistieron. Sobre charcos de sangre, unos minutos después, yacían las tres mujeres; aún respiraban. Entonces, padre e hijo, como si de un ritual macabro se tratase, con unas tijeras de podar y unas hojillas de afeitar, mutilaron con parsimonia a sus víctimas, a las que arrancaron por último el corazón. 
 
          Sin inmutarse, los asesinos se lavaron, se cambiaron de ropa y abandonaron la casa, con intención de escapar a Alemania. Pero no les salieron los planes. El viernes 18 fueron detenidos por la policía. Dos años después se celebró el juicio. Frank gesticulaba como poseído por un ser maligno, aguzando la vista sobre el Tribunal, desafiante. Ambos fueron internados en el Centro Asistencial Psiquiátrico Penitenciario de Carabanchel. En enero de 1990, los dos siniestros asesinos lograron escapar. Aún hoy les busca la Interpol. 
 
          De Sabine nunca más se supo; me pregunto qué sería de ella. 
 
 
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