Santa Cruz, primer banco de pruebas para la vacuna de la viruela en 1803

 
Por José Manuel Ledesma Alonso  (Publicado en El Día el 1 de diciembre de 2019).
 
 
 
          La Real Expedición Filantrópica de la Vacuna de la Viruela, creada para extenderla en todos los dominios del Imperio español, pues su virus causaba altos índices de mortandad, fue instituida por el rey Carlos IV en 1803, debido a que su hija, la infanta María Teresa, había fallecido de este mal, con tan sólo tres años.
 
          Los gastos de la expedición fueron financiados por la Real Hacienda, aunque también colaboraron personas con gran poder económico y varias  entidades; de la misma manera que en la mayoría de las ciudades por donde transcurrió recibían cobijo, comida, ropa, juguetes, etc.   
 
          Esta primera acción humanitaria de medicina preventiva de ámbito universal fue dirigida por el doctor Javier de Balmis Berenguer, médico militar que ya practicaba con éxito la técnica de la vacunación en Madrid, y José Salvany y Lleopart, como subdirector. Les acompañaban dos facultativos, dos practicantes, cuatro enfermeros, e Isabel Sendales y Gómez, rectora de la Casa de Expósitos de La Coruña, que iba al cuidado de los veintidós niños, con edades comprendidas entre los tres y los nueve años, procedentes de la Casa de Desamparados de Madrid, del Hospital de la Caridad de la Coruña, y de la Casa Cuna de Santiago de Compostela.
 
          A todos estos niños se les proporcionó un hatillo que contenía dos pares de zapatos, tres pantalones con sus respectivas chaquetas de lienzo, otro pantalón de paño para los días más fríos, seis camisas, tres pañuelos para el cuello, y un sombrero. Para el aseo personal llevaban tres pañuelos para la nariz y un peine. Como menaje utilizaban un juego completo de cubiertos, un plato y un vaso. 
 
          Para que el fluido se conservara, se lo iban transmitiendo de un niño a otro a través de una incisión, inoculando en su brazo el pus de una vesícula de viruela. Los niños no debían rascarse la pústula que se les producía en el brazo,  marca que les quedaría para toda la vida. 
 
          Aunque las normas de la Real Expedición decían que “Los niños deberán ser bien tratados, mantenidos y educados hasta que tuvieran una ocupación con que vivir, y devueltos a sus pueblos de origen”, lo cierto es que, tras haber cumplido su función, ninguno regreso a España y la sociedad se olvidó de ellos; además, la Historia resaltaría esta gesta, alabando la labor de los doctores y de la enfermera-cuidadora, pero no de los verdaderos protagonistas, aquellos veintidós niños que en sus brazos llevaban el tesoro del viaje -el fluido vacunal- haciendo posible el éxito de la expedición durante los tres años (1803 a 1806) en que fueron expuestos a disposición de la humanidad.
 
Santa Cruz, primer banco de pruebas de esta gesta científica
 
          El 30 de noviembre de 1803, zarpó del puerto de La Coruña la corbeta María Pita, en la que viajaba el personal médico, los veintidós niños portadores de la vacuna, instrumental quirúrgico, ejemplares del Tratado Histórico y Práctico de la Vacuna, así como un Manual de Vacunas para instruir a los médicos cómo se debía vacunar, y que había que hacer para conservar el suero. 
 
Corbeta María Pita Custom
 
La corbeta María Pita
 
         
          El barco fondearía en la rada de Santa Cruz el día 9 de diciembre, a las ocho de la noche; a pesar de la oscuridad y de la mala mar, el doctor Balmis desembarcó con cuatro niños, dirigiéndose a casa del comandante general de Canarias, don Fernando Cagigal de la Vega, donde vacunó a diez niños de las principales familias de la isla, con el pus extraído de los brazos de los niños que le acompañaban.
 
          A la mañana siguiente, el comandante general, en compañía de las primeras autoridades civiles, militares y religiosas, precedidos de un piquete de granaderos del Batallón de Infantería con banda de música, se dirigieron al muelle para recibir a los depositarios de la vacuna, siendo el primero en coger a uno de estos niños en sus brazos, ejemplo que imitarían las demás autoridades con los veintiuno restantes. Mientras se dirigían a la casa que les habían habilitado, numeroso público les lanzaba vivas y aplausos, a la vez que se disparaban salvas desde el Castillo de San Cristóbal. Por la tarde, en la parroquia de La Concepción, se celebró una función religiosa a la que asistieron todas las Autoridades, numeroso público, y todos los integrantes de la expedición.
 
          En Santa Cruz, la Casa de Vacunación Pública se estableció en dos viviendas, propiedad del Real Fisco, en las que el doctor Viejobueno, como presidente de la Junta de Vacunación, sería el responsable de conservar activo el fluido vacuno a través del tiempo, así como de instruir al personal sanitario para que continuaran las inoculaciones y vacunaciones con el Tratado escrito por Balmis; todo ello financiado por el Cabildo, los donativos del Obispo de Canaria, y las suscripciones hechas en el vecindario.
 
          Previamente a la llegada de la Expedición, el 12 de diciembre de 1803, el comandante general de Canarias había publicado un Edicto, en el que pedía a los padres y madres de todas las Islas que mandaran a sus hijos a Tenerife para preservarlos del cruel contagio de la viruela. 
 
          Por ello, durante el tiempo que la expedición permaneció en Santa Cruz de Tenerife, desde el 9 de diciembre de 1803 al 6 de enero de 1804, se acercaron niños de todas las Islas para vacunarse y ser, a su vez, los portadores del pus de la vacuna en su localidad. El 28 de diciembre, el número de vacunados alcanzaba la cifra de ochocientos; entre ellos un anciano de 86 años, don Carlos Povia.
 
          Desde Las Palmas salió una embarcación, el 27 de diciembre, para trasladar a Santa Cruz a siete niños de diversas edades, sanos y robustos, acompañados de sus padres, un facultativo con su practicante, sirvientes y los auxilios necesarios a las órdenes del escribano mayor. Cuando, el 2 de enero de 1804, los niños llegaron al puerto de La Luz, fueron recibidos como héroes por las Autoridades y numeroso público en el lugar conocido como Molino de Viento; luego, mientras el Obispo les llevaba en su carroza descapotable hasta la puerta de Triana, eran aclamados por una gran multitud que llenaba el muelle, calles y plazas de Las Palmas.
 
          De Lanzarote vinieron cinco niños, acompañados del  facultativo don Pedro Suarez. Lo hicieron en la goleta La Bárbara, puesta a disposición por don Jose Francisco Armas. Para cubrir los gastos de mantenimiento, así como vestirlos y equiparlos con la mayor decencia, los clérigos recogieron donativos del pueblo.  Al regresar, fueron llevados hasta la Parroquia, en una carroza que había mandado a construir el Sr. Armas, siendo aclamados por una gran multitud. Esa misma tarde, el doctor Suarez vacunó a cinco niños, y al día siguiente repitió la misma operación con otros tres. Unos días más tarde, estos niños fueron llevados a Teguise, la capital de la Isla, donde se vacunarían más niños.
 
          Después de haberse marchado los expedicionarios, la acción difusora de la vacuna continuaría en las distintas islas, tal como ocurrió con los cuatro niños que llegaron de Fuerteventura, el 12 de marzo de 1804, acompañados de sus madres y el único facultativo que había en aquella isla, alojándose en la Casa de Vacunación, donde tuvieron que permanecer varios días a la espera de la salida del barco que les trasladaría a sus hogares, llevando consigo el precioso fluido en perfecta sazón para difundirlo en aquella Isla.
 
          El retraso de la llegada de los niños palmeros a Tenerife, obedeció a la desconfianza y el recelo de la población; por ello, en la homilía que el beneficiado de la iglesia de El Salvador, don Manuel Díaz, pronunció durante la misa, el 1 de enero de 1804, animaría a sus feligreses a que enviasen los niños a recibir el beneficio de la vacunación, logrando que desistiesen de sus dudas. Los siete niños expósitos enviados de la isla de La Palma para la inoculación de la vacuna, vinieron acompañados del cirujano don Matías de Sáseta y del Regidor don José Sánchez.
 
La expedición da la vuelta al Mundo 
 
          La expedición llegó a tierras venezolanas en marzo de 1809. Después de vacunar a 28 niños se dividió en dos. José Salvany se dirigió a Bogotá, Perú, Chile y Buenos Aires, a bordo del bergantín San Luís, acompañando de un médico ayudante, un practicante, un enfermero y cuatro niños. Mientras que el grupo de Balmis, acompañado por la cuidadora Isabel Sendales, seis niños, un médico ayudante, un practicante y tres enfermeros, se dirigieron a Cuba y de allí a México. El 7 de febrero de 1805 tomaron rumbo a Filipinas, Macao y Cantón, llegando a la Isla de Santa Elena el 15 de junio de 1806. Un mes después llegaban a Lisboa, y desde allí a Madrid, donde la expedición ponía fin a una gran proeza, de la cual el mundo científico y sanitario le rinde su mayor reconocimiento. 
 
          Dos siglos después, el 8 de mayo de 1980, la OMS certificaba la  erradicación de la Viruela a nivel mundial. 
 
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