El sabio general Gutiérrez firmó con los británicos la mejor capitulación posible, sin duda alguna.

 
Por Jesús Villanueva Jiménez  (Publicado en El Día el 25 de julio de 2019).
 
 
¡De la angustia más extrema al sosiego, y al júbilo final! 
 
 
          Nos hallamos a las 2’30 de la madrugada del 25 de julio de 1797, en un Santa Cruz en pie de guerra. Aun se oye el eco del tronar de los cañones y la atmósfera apesta a pólvora quemada. La artillería de castillos y baluartes ha hecho estragos entre las tropas de desembarco británicas. Las lanchas que trataron de tomar tierra por la playa de la Alameda han sido barridas por el fuego del cañón El Tigre, desde la tronera abierta el 24 por providencial iniciativa del teniente Francisco Grandi Giraud, comandante del bastión de Santo Domingo, anexo al Castillo de San Cristóbal, casi a pie de playa. También ha sido la metralla de El Tigre la que ha herido al comandante de la escuadra inglesa, el contralmirante Horatio Nelson, que ha sido reembarcado al Theseus, con el brazo hecho girones de carne sanguinolenta por encima del codo.
 
          Unos minutos antes, una bala de cañón de la batería de San Pedro ha atravesado el cúter Fox, saliendo por debajo de la línea de flotación, tragándose las aguas la nave y a parte de su tripulación. El capitán Richard Bowen, comandante de la fragata Terpsichore, muy querido y reconocido por el contralmirante, ha sido muerto por el fuego de un "violento", con parte de sus hombres, justo al dejar atrás el muelle, cuyos cañones han sido clavados. Más tarde los recuperará Grandi y los pondrá en uso. Sin embargo, los británicos han logrado desembarcar -luego de varios intentos, empujados al mar por los del Batallón de Infantería de Canarias- por la Caleta de la Aduana, los capitanes Troubridge, segundo de Nelson y comandante del navío Culloden, y Waller, comandante de la fragata Emerald, con los hombres de dos lanchas, unos ochenta.
 
 
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La lucha en tierra (Infografía Víctor Ezquerro)
 
 
          Por la desembocadura del barranquillo del aceite han entrado cerca de 700 británicos al mando de los capitanes Hood y Miller, comandantes de los navíos Zealous y Theseus. Miller, que intentó primero un desembarco por la playa de la Alameda, fue testigo del instante en que Nelson fue herido, y de cómo su hijastro, el teniente Nesbitt, le practicó un torniquete, que seguramente le salvó la vida, circunstancias que narró en su extensa relación dirigida al almirante Jervis, comandante de la Royal Navy en el Mediterráneo. 
 
          En las dependencias del Castillo de San Cristóbal, el general Gutiérrez y su Plana Mayor están desolados, el capitán Creagh y Gabriel, ayudante secretario de Inspección, acaba de llegar sin poder dar noticias del paradero ni de la situación del Batallón de Infantería, al mando del teniente coronel Guinther, fundamental para la defensa de Santa Cruz, puesto que constituyen la única fuerza profesional instruida y experimentada. La incertidumbre pesa como una losa sobre el ánimo de los presentes. ¿Habrán caído los infantes en el combate? Ya se sabe que no menos de 800 británicos han entrado en el pueblo, mucha tropa profesional para la milicia canaria que, de 900 campesinos apenas instruidos, tan solo un tercio van armados con mosquetes, los demás lo hacen con chuzos y rozaderas. A sus 68 años, el general no dispone de la fuerza de cuando, como brigadier, al mando del Regimiento de Infantería de África, participó valerosamente en la reconquista de Menorca, allá por 1782, cuando contaba 53 años. Añora el ímpetu de entonces. En este instante la ansiedad le puede, al pensar en la posibilidad de ser vencido por los británicos y de que la isla caiga en manos enemigas, y luego… ¿quién sabe? Alguna voz habla de derrota, cuando el capitán don José de los Reyes, secretario del comandante general, clama por no caer en el desánimo y salir en busca del Batallón, secundado de inmediato, con enérgico entusiasmo, por el teniente don Vicente Siera, de la Bandera de La Habana, que se presta voluntario para ir al encuentro de la infantería y transmitir las órdenes del general, que toma resuello y agradece la iniciativa de sus oficiales. 
 
          Así, minutos después, valiente y decidido, Siera da con el Batallón más allá del barranquillo del Aceite, y transmite a Guinther la orden del general de reunirse en la plaza de la Pila, frente al castillo, para reorganizar la defensa. Antes de darle cumplimiento, Guinther manda a sus hombres dirigirse a la desembocadura del barranco de Santos, al observar unas lanchas británicas tratar de desembarcar por allí. Ya lo han hecho un grupo de enemigos, que se parapetan tras una vieja balandra abandonada, ya hace años, cerca de la orilla. Tras media hora de fuego cruzado, los británicos son obligados a reembarcar y adentrarse en la negrura marina. Más tarde, estos mismos lograrán desembarcar por el barranquillo del Aceite, eran hombres rezagados del grupo de Hood y Miller.
 
          Ahora, formados en la plaza 158 hombres del Batallón (de los 247 que lo componían, 9 habían caído y 60 fueron destinados a reforzar la guardia del castillo de San Cristóbal, que hasta ese momento contaba solo con 20, y a cubrir el muelle), el comandante general, ya entusiasmado al contar con su mejor unidad, decide una estrategia magistral, a tenor de la información que acaba de recibir de la dispersión de los británicos, en su mayoría en la extensión rectangular que abarca del barranco de Santos a la plaza de la Pila, y desde la calle de la Caleta a la zona de la plaza y el convento de Santo Domingo. Así que divide a los de Infantería en cuatro destacamentos, dos de 40 y dos de 39 hombres, a los que se unen un grupo de milicianos, con repuesto de munición y tres "violentos" (cañón de campaña de a 4), con el fin de ir a la caza del invasor, en dirección al barrio del Cabo, hasta lograr acorralarlo. Uno se introduce por la calle San Pedro Alcántara; un segundo entra en la calle de Las Tiendas; el tercero lo hace por la de Los Malteses; y el cuarto toma camino por la calle de la Caleta. Enseguida, los británicos se ven sorprendidos por el ímpetu de los isleños. Se hace fuego sobre ellos desde las esquinas, son abatidos; también se establece lucha a bayoneta calada, a sablazos, cuerpo a cuerpo, brutal, sangrienta, y el enemigo, en la retirada, sufre el mayor número de bajas. 
 
          En la plaza de Santo Domingo ya se han encontrado el grupo de Troubridge y Waller con el más numeroso de Hood y Miller. El comandante del Theseus informa a los oficiales de cómo vio a Nelson caer alcanzado por el fuego español. Troubridge apenas puede articular palabra, se siente desolado. ¿Se habrá salvado el contralmirante, líder carismático de la expedición y su amigo personal desde la infancia? ¿Habrá perdido la vida? Se oyen las voces de los isleños acercarse. Sólo hay un sitio donde resistir el embiste de los españoles, el convento con el que se topan, fortuitamente, el de Santo Domingo.
 
          Los británicos fuerzan la puerta y entran en tromba al edifico religioso, los frailes no ofrecen resistencia. Disparan desde las ventanas los invasores, a las órdenes del capitán Oldfield, comandante de la Infantería de Marina. Nadie en el convento cree ya en la victoria, y menos al verse rodeados de esa multitud. 
 
          Hasta el convento se han llegado las milicias campesinas, los de las banderas de La Habana y Cuba y los franceses de La Mutine, sumándose a los del Batallón. El convento está cercado, ahora toda la fuerza española al mando de Guinther. Más tarde, Troubridge escribió a Nelson: “Encontramos todas las calles defendidas por piezas de campaña y avanzando contra nosotros 8.000 españoles y 100 franceses armados”. ¿Quiso exagerar el inglés la fuerza enemiga por justificar su derrota?, ciertamente práctica muy británica. ¿O realmente su ofuscación le hizo ver ocho veces más españoles de los reales? 
 
          Los británicos son fanfarrones e impetuosos. Troubridge envía a un oficial que amenaza al Comandante General: “Si no se rinde Santa Cruz y entregan los caudales, destruiremos el pueblo”. El general Gutiérrez, sentado a la mesa del escritorio, apura el culillo de la taza de café, observa al británico como quien mira a un objeto inanimado, y le informa del desastre del último intento desesperado de desembarco, que ha sido rechazado por la artillería del castillo Principal y la batería del muelle y ha costado más vidas británicas, y añade que no se rendirá Santa Cruz, y que tiene hombres y munición de sobras para la defensa, mas, si se rinden ahora, serán tratados con humanidad, pero de lo contrario no les darán cuartel.
 
          A Troubridge apenas le quedan fuerzas para más fanfarronerías, así y todo decide enviar al prior fray Carlos Lugo y el maestro fray Juan Iriarte con otro mensaje amenazador. Luego de transmitirlo, los religiosos dicen que no vuelven al convento, y hasta allí no llega respuesta alguna. Troubridge, erre que erre, envía ahora a otro fraile con la misma cantinela, y este ni se presenta al general. 
 
          Son cerca de las 6 de la mañana, cuando un oficial británico asoma la mano con bandera blanca y lo llevan al castillo con los ojos vendados. Trata de arrojar más chulería, pero Gutiérrez se mantiene firme, y el oficial acepta capitular, a condición de que le sean concedidos los honores de la guerra. El Comandante General le asegura esa condición. Al poco vuelve el mismo oficial, esta vez con el capitán Hood. Gutiérrez, sabio por viejo y por oficio, exige también una condición, que queda plasmada en la capitulación: 
 
                    Santa Cruz, 25 de julio de 1797 
 
                   Las Tropas pertenecientes a S.M. Británica serán embarcadas con todas sus armas de toda especie, y llevarán sus botes si se han salvado, y se les franquearán los demás que se necesiten, en consideración de lo cual se obligan por su parte a que no molestarán al pueblo de modo alguno los navíos de la Escuadra Británica que están delante de él, ni a ninguna de las Islas en las Canarias, y los prisioneros se devolverán de ambas partes. 
 
                  Dado bajo mi firma y sobre mi palabra de honor Samuel Hood 
 
                 Ratificado por T. Trowbridge Comandante de las tropas Británicas 
 
                  Dn. Antonio Gutiérrez
….
          Cuán abatido está Troubridge, tan hundido en la miseria que ni ha querido entrevistarse con el general español, decidiendo enviar a Hood, aun siendo él el comandante de la fuerza de desembarco. Más tarde ha sabido que Nelson, su querido amigo, con un brazo menos, está vivo. Ahora escucha las voces del pueblo, que grita jubiloso, celebrando la victoria: su derrota.
 
          El capitán del puerto, don Carlos Adán, es el único español que ve a Nelson en persona, cuando con el capitán Waller se acerca hasta el Theseus para informarle de las condiciones de la capitulación. Adán observa al contralmirante, los ojos turbios, el rostro amarillo; la morfina y el brandy le amortiguan algo el dolor. A su lado está el cirujano del buque, Thomas Esherby, que apenas hace un par de horas le ha amputado el brazo derecho, más cerca del hombro que del codo. El comandante de la escuadra habla tratando de aparentar firmeza, acepta los términos de la capitulación. Adán vuelve a mirar a Nelson y piensa: “Derrotado y con un brazo menos, debe estar muy jodido, no es para menos”.
 
         Y lo está, y mucho, muchísimo. A Jervis le escribirá, con fecha 27 de julio, “Me he convertido en un estorbo para mis amigos, y en un inútil para mi Nación”; y concluye, “Espero que sea capaz de darme una fragata, para transportar los restos de mi esqueleto a Inglaterra”. Sabe que a punto estuvo de acertar cuando, tan enojado como abatido, al haber fracasado los dos intentos de desembarco, y por tanto no alcanzado aún su ansiada empresa, el 24 había escrito al almirante: “No entraré en el asunto de por qué no estamos en posesión de Santa Cruz; su parcialidad le hará creer que se ha hecho hasta el momento todo lo posible, pero sin efecto: esta noche yo, humilde como soy, tomaré el mando de todas las fuerzas destinadas a desembarcar bajo las baterías del pueblo, y mañana mi cabeza será coronada probablemente de laureles o de cipreses.” 
 
          Los heridos británicos han sido atendidos cristianamente, y la tropa alimentada y bien tratada, gesto que Nelson agradece sinceramente, en una carta que constituye el primer documento que firma con la zurda, “No puedo separarme de esta isla sin dar a V.E. las más sinceras gracias por su fina atención para conmigo, y por la humanidad que ha manifestado con los heridos nuestros que estuvieron en su poder, o bajo su cuidado, y por la generosidad que tuvo con todos los que desembarcaron, lo que no dejaré de hacer presente a mi Soberano, y espero con el tiempo poder asegurar a V.E. personalmente cuanto soy de V.E”,  y obsequia al general español un barril de cerveza inglesa y un queso. Gutiérrez responde a la misiva, “Muy Señor mío, de mi mayor atención: Con mucho gusto he recibido la muy apreciable de V.S. efecto de su generosidad y buen modo de pensar, pues de mi parte considero que ningún lauro merece el hombre que sólo cumple con lo que la humanidad le dicta, y esto se reduce lo que yo he hecho para con los heridos y para los que desembarcaron, a quienes debo considerar como hermanos desde el instante que concluió el combate. Si en el estado a que ha conducido a V.S. la siempre incierta suerte de la Guerra, pudiese yo, o cualquiera de los efectos que esta Ysla produce, serle de alguna utilidad o alivio, ésta sería para mí una verdadera complacencia, y espero admirará V.S. un par de limetones de vino, que creo no sea de lo peor que produce. Sérame de mucha satisfacción tratar personalmente quando las circunstancias lo permitan, a un sugeto de tan dignas y recomendables prendas como V.S. manifiesta, y entre tanto ruego a Dios guarde su vida por largos y felices años.” Es sincero Gutiérrez, porque es buen cristiano, pero también es sabio, y piensa, con acierto, “A enemigo que huye, puente de plata”. La buena defensa, la previsión, el arrojo español, contra la precipitación británica, la temeridad de Nelson en el desembarco del 25 y sus graves consecuencias, la torpeza de Troubridge, las mareas contrarias que tanto dificultaron las maniobras en el mar, todo nos ha llevado a la victoria. Concluye el viejo general que ha sido la capitulación, en tales términos, lo más favorable, sin duda. Apurar el ataque a los británicos y hacerles prisioneros, ¿hubiera sido posible? ¿Y cuántos muertos nos hubiera costado? La marea estaba cambiando, y si los navíos se acercaban a tierra a tiro de cañón, ¡cuánto daño hubieran podido hacer al pueblo! Repite para sí: “A enemigo que huye, puente de plata”.  
 
          Los vencidos, conducidos en barquitos de pesca chicharreros, reembarcan en sus buques, y la escuadra británica abandona las aguas tinerfeñas el 27 de julio, llevando consigo la misiva en la que el general Gutiérrez informa al ministro de la Guerra, don Juan Manuel Álvarez, de aquella gloriosa victoria de Santa Cruz, sobre tan poderoso enemigo. Más tarde, Álvarez, en nombre de S.M. Carlos IV, reclamará razones al comandante general sobre por qué capituló con los comandantes británicos, en vez de embarazar y perseguir a sus tropas durante el reembarco. Gutiérrez contestaría con sobradas razones, que el ministro no sólo aceptó, sino que festejó, pues eran éstas poderosas. 
 
          Ahora, ya tranquilo, ya feliz, aunque cansado, desde la plataforma alta del Castillo de San Cristóbal, el viejo y sabio general español observa sonriendo la algarabía de los tinerfeños que celebran la victoria, la Gesta del 25 de julio de 1797, día de Santiago Santo patrón de España y de todas las Españas. 
 
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