Las murallas que vio Van der Does. En el 419 aniversario de la batalla del Batán.

 
Por Pedro Quintana Andrés y Pedro Socorro Santana
 
Publicado en el diario La Prensa el 1 de julio de 2018, fue galardonado con el XIX Premio de Periodismo General Gutiérrez del mismo año.
 
 
“Dos lienzos de murallas, con baluartes a los extremos” rodeaban por sus flancos norte y sur a la pequeña ciudad de Las Palmas, en cuyo interior existían 800 casas y residían 3.600 habitantes, cuando la poderosa armada holandesa llegó en 1599 con la misión de saquear la Isla. A esta ciudad fortificada nos vamos a asomar para comprobar cómo unas cercas de piedras y barro actuaron de cordón defensivo y protector durante cuatro siglos e hicieron de Las Palmas una plaza bien guardada. 
 
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Vista de la muralla norte a fines del siglo XIX y el castillo de Mata (fondo: Fedac). 
 
La venta de mil esclavos en América y dos fincas de Agüimes sirvieron de fondos para levantar y reconstruir los muros defensivos que rodearon Las Palmas desde 1576 hasta 1868 
 
 
          A partir del último cuarto del siglo XVI, Las Palmas fue una ciudad amurallada. La amenaza constante de corsarios, piratas y flotas extranjeras enemigas de España, así como la posibilidad de invasiones berberiscas plantearon la necesidad de dotar a la ciudad de un sistema de fortificaciones que defendiera eficazmente a los grancanarios frente a los riesgos de un posible ataque exterior. La destrucción de la ciudad de Santa Cruz de La Palma por el corsario francés Pie de Palo, el asalto a Fuerteventura realizado por Xabán Arráez o los desembarcos en la isla de Lanzarote a cargo de diversos corsarios ingleses fueron algunos de los episodios más destacables de esta actividad pirática y sus efectos sobre la población de las islas, con la consiguiente carga emocional, aislamiento y dificultades para contactar con el exterior. La condición portuaria de Las Palmas y su estratégica posición en el tránsito marítimo atlántico, última escala hacia América, junto con la presumible riqueza de sus habitantes, expresada en su rica y amplia vida comercial, constituyeron razones más que suficientes para que la isla fuera diana de ataques por parte de aquellas naciones que periódicamente entraban en conflicto con España. 
 
          Con el propósito de afrontar el problema de la defensa de las islas, la Corona envió sucesivamente al archipiélago a diferentes ingenieros militares. En 1576, el rey Felipe II dictó una real cédula concediendo licencia para el envío y venta de mil esclavos en América, con la finalidad de que lo recaudado se destinara a costear la construcción de las murallas de Las Palmas e impulsar otras construcciones militares como la torre de San Pedro, culminada en 1577, y en 1581 fue finalizado el castillete de Santa Ana, culminándose la muralla norte por su naciente. Son algunas de las obras de ingeniería militar que siguen siendo la admiración de quienes las visitan y que evidencian que el rey Prudente fue digno poseedor de tal título. Aun así, los ingenieros debieron enfrentarse a los distintos problemas para alzar fortificaciones a base de piedras, barro y cal, debido a los condicionantes orográficos de una ciudad respaldada por dos montañas que atravesaba el río Guiniguada, columna vertebral y cordón umbilical de sus dos barrios principales: Triana y Vegueta.
 
          La muralla del norte partía en sus inicios de la caleta de San Telmo y recorría en línea recta la zona de la urbe, remontando el desnivel del terreno, para finalizar en las faldas de San Lázaro, en donde se había situado un cubelo -una casamata-, discurriendo al borde del barranquillo de la Ballena. Era un murete de piedra, blanqueada con cal, que cerraba la ciudad, separándola de las amplias explanadas de arenales que llegaban hasta La Isleta. Una puerta en su parte central comunicaba la calle mayor del barrio de Triana con el camino al puerto de la Luz para que el vecindario pudiera atravesarla. La muralla del sur, a su vez, se extendía de forma más o menos regular desde el cascajo del mar, lindando con algunos cercados plantados de melones y árboles frutales -albaricoqueros, melocotoneros, naranjos- hasta la plaza del Quemadero. En realidad, era un lienzo construido con cierta endeblez a la hora de minimizar el efecto de los impactos; un parapeto de cierta altura, pero lejos de ser una muralla de entidad para repeler un ataque enemigo o resistir un largo asedio. 
 
El primer aviso 
 
          La primera advertencia de lo que significaría un asalto en toda regla a la ciudad la sufrió la Isla y su capital en 1595. Los conflictos generados entre España e Inglaterra motivaron el envió de la Armada Invencible para intentar castigar a los ingleses en su país. El desastre de esta expedi-ción no fue suficiente para aplacar el furor inglés. Los anglicanos prepararon una considerable expedición para el asalto de las Indias Occidentales, especialmente de la rica zona del istmo de Panamá. Después de varios altercados y cambios de rumbo, la flota inglesa a mando de Francis Drake y John Hawkins arribó en las costas de Gran Canaria el 6 de octubre de 1595. Tras arduas peleas se lograron frustrar los intentos de desembarco de los ingleses, que vieron diezmadas sus huestes de asalto y la imposibilidad de obtener algún beneficio de su acción. Este primer embate aceleró los planes de defensa de la ciudad, aunque la precariedad económica impidió su puesta a punto.
 
          El estado o conservación de los viejos muros era en aquel tiempo lamentable, con una clara debilidad defensiva, que ya había puesto en evidencia el ingeniero Leonardo Torriani que los vio y estudió su fábrica entre 1587 y 1593. El ingeniero manifestó la endeblez de los muros defensivos de la ciudad, ya obsoletos ante las nuevas técnicas de asalto, la capacidad de fuego y el número de asaltantes desplazado en la empresa. Torriani advirtió de la bondad de las murallas si el enemigo atacaba con arietes, y que la ciudad sería fácilmente vencida si se producía un ataque con cañones, pues estos no resistían el impacto de las balas de cañón. De modo que el ingeniero cremonés optó por un sistema defensivo más resistente, con muros de mayor grosor y baluartes en forma de punta de diamante, proponiendo una fortificación cerrada de la ciudad. La muralla sur, en opinión del ingeniero y del gobernador Luis de la Cueva Benavides, debía ser recta desde el mar hasta llegar a la altura del convento de San Pedro Mártir, dejando fuera la plaza del Quemadero, para oscilar 45º y cerrar sobre el camino en dirección a La Vega, con una explicación lógica: Había que evitar sorpresas. Desde ella se podía hostilizar al invasor que subiese por el barranco. La nueva muralla se haría a una distancia de cien metros respecto al antiguo muro construido rectilíneamente desde la playa al sur de la plaza del Quemadero, frente al camino conducente a la ermita de San Cristóbal. Sin embargo, en la mañana del 26 de junio de 1599, cuando la isla de Gran Canaria se vio amenazada por la mayor escuadra enemiga que ha conocido su historia, apenas se había avanzado en la defensa sur, donde el torreón de San Pedro Mártir, el denominado castillo de San Cristóbal, seguía siendo el principal baluarte defensivo. 
 
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Recreación de la Batalla del Batán, el 3 de julio de 1599, realizada por el pintor Carlos Morón. 
 
 
La Armada holandesa 
 
          El asalto a la ciudad por la armada holandesa formada por una interminable fila de 74 enormes galeones fue, como se ha citado, un episodio más de la guerra entre ambos países, pero también significó para Las Palmas el colofón a un modelo productivo que ya estaba agonizante y se transformaba a pasos agigantados en las islas. Los sucesivos intentos de invasión se hicieron en la rada del fondeadero del puerto de La Luz, siendo rechazado con ahínco por las milicias insulares y la artillería de los castillos de la Luz y Santa Ana. Sin embargo, el empuje numérico neerlandés les hizo hacerse fuertes en el istmo de Santa Catalina y, desde allí, intentaron penetrar en la ciudad por la muralla norte. Detrás de este parapeto se habían agazapado y con sus armas prestas los milicianos de las compañías de Teror, La Vega, Gáldar, Guía, Telde, Agüimes y las tres de la ciudad que, tras defenderse en las primeras trincheras realizadas en la arena, a pie de playa, cerraron y tapiaron cualquier resquicio en la muralla como medio de dar tiempo a la población para su desplazamiento hacia La Vega o Telde. Pese a todo, la proporción entre los defensores isleños, entre 400 y 500, y los atacantes, alrededor de 8.000 ó 10.000 hombres armados, era desigual, insuficiente para sostener de forma prolongada el asedio con intensísimo bombardeo al que fue sometido Las Palmas, abatida por un elevado número de cañones traídos por los enemigos desde sus navíos o tomados en las fortalezas rendidas de las zonas externas a la ciudad.
 
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Mapa de Pascual Madoz de 1850, donde puede observarse el trazado de la muralla sur de la ciudad,
iniciándose en el cascajo de mar con el reducto de Santa Isabel y culminando en el calvario de la Montaña de San Juan.
También puede apreciarse el camino de San José, y el topónimo que aún perdura de ‘Fuera de la Portada’. 
 
 
          El tiempo de demora empleado por el enemigo al hacer su entrada en la ciudad fue suficiente para la huida del vecindario y el transporte de enseres, ropas y mercaderías por el camino del centro hacia el refugio de La Vega.
 
          La falta de armas, pólvora y balas fue haciendo mella entre los defensores y la desigual fuerza entre ambos contendientes. La defensa isleña se fue desmoronando y al avanzar la tarde del 28 de junio, la ciudad cayó en manos enemigas tras arduos sacrificios. Se sabían derrotados, pero no vencidos. El sábado 3 de julio un grueso número de asaltantes se internó por el Monte de Lentiscal, donde la espesura de los árboles, la fragosidad del camino, el fuerte calor reinante, la altitud y el poco conocimiento del terreno donde luchaban desconcertaron a las tropas holandesas, permitiendo a las milicias canarias pasar al contraataque. Reorganizada la fuerza y planeada la defensa, la principal escaramuza se dio en el espacio comprendido entre la actual finca de El Batán y la Cruz del Inglés, poniendo en fuga al núcleo más importante del ejército holandés y dejando sobre el campo de batalla y en los caminos cercanos a centenares de muertos. Tras la precipitada huida del monte, el 4 de julio el almirante Pieter van der Does y sus tropas se refugiaron en los galeones anclados en la rada del Puerto y permanecieron allí durante cuatro días. La demora se debió a la reparación de naves y a las diversas solicitudes de rescates por los prisioneros canarios que tenían en su poder. Definitivamente, el 8 de julio, jueves para ser exacto, la armada holandesa levantó ancla y puso rumbo a La Gomera, donde permaneció fondeada desde el 14 al 21 de ese mes para luego partir hacia la isla de Santo Tomé, con casi un millar de bajas. 
 
Nuevas murallas 
 
          La batalla contra el holandés alteró por completo el discurrir ciudadano de Las Palmas y movió a la ciudad a replantearse su sistema defensivo. La armada holandesa dejó a la ciudad de Las Palmas en humeante ruina, que hubo de reconstruir, incluidas las propias defensas de la ciudad, los inmuebles más afectados, que quedaron convertidos en un queso de gruyére. En una relación remitida por el obispo Francisco Martínez de Ceniceros se mencionaba que buena parte de las fortalezas y castillos fueron arrasados, tomando el enemigo las armas depositadas en ellos, aunque no se dan noticias de la muralla sur al no verse afectada por la contienda. Todo el mundo temía que un nuevo ataque terminase de destruir lo poco que aún quedaba en pie en una ciudad desmantelada. El ayuntamiento de la isla pidió ayuda al monarca, quien otorgó algunas rentas reales a cobrar. Pero las necesidades de defensa de Gran Canaria eran apremiantes. Las autoridades militares no pudieron esperar los plazos marcados por las contribuciones, solicitando ayuda a las instituciones con sede en la ciudad. El obispo Ceniceros entregó 528.000 maravedís, mientras otras autoridades ofrecieron materiales, como la marquesa de Lanzarote, que prestó varias piezas de artillería con destino a las fortalezas de Las Palmas. El número de contrataciones registradas para la fábrica de todo el entramado de fortalezas y murallas defensivas de la ciudad fue limitado. Pero también se contaban motivos técnicos en la reconstrucción de las líneas defensivas. Los sucesivos cambios y paralizaciones de las obras trazadas por los ingenieros militares (Casola, Spanochi) u otros consultados, influ-yeron en el progresivo recorte del proyecto inicial como consecuencia de la carencia de capitales, los múltiples conflictos y, por supuesto, los nuevos conceptos geoestratégicos en los que se englobaba la política de los últimos Austrias.
 
         No obstante, a partir de la segunda mitad del siglo XVII, se produjo una reactivación de las obras en las fortalezas y las líneas defensivas. Los inicios de esta fase comienzan cuando el capitán general Alonso Dávila y Guzmán viaja en marzo de 1656 a Gran Canaria para potenciar la reconstrucción de la muralla de los Reyes, al sur de Las Palmas, al tener noticias de un posible ataque de la armada de Inglaterra, pero las posibilidades económicas de construirla en toda su planificación eran casi utópicas. El propio capitán general expresaría: “se necessita mucho dinero y, aunque e hecho muchas diligencias entre los vezinos y otras perssonas desta ciudad e isla para que graçiosamente diesen algún dinero para el dicho hefecto, y andado alguno, sin embargo, no basta para que se continue en la dicha fortificasión”. De la misma opinión era don Francisco Manrique, veedor y pagador de la gente de guerra, que evaluaba el proceso de construcción de dicha defensa en más de 3.360.000 maravedís, cantidad imposible de asumir por el ayuntamiento de la isla, con unos ingresos bastantes disminuidos. El obispo, por ejemplo, se limitó a entregar en esa ocasión una limosna de corta cuantía para el volumen demandado por la obra, ante la disminución de sus rentas por las crisis que asolaron el archipiélago a comienzos de la década, y el Cabildo Catedral, pese a ser el administrador de los diezmos de las islas, sólo aportó 264.000 maravedís. Ante estas circunstancias, los regidores trataron diversas vías de financiación, sobresaliendo entre ellas la enajenación del principal del tributo perpetuo que sobre las tierras de Aldea Blanca y Sardina, en el término de Agüimes, pagaban diversos vecinos del lugar. El rédito anual era percibido por el Rey desde el 10 de diciembre de 1644 por resolución de la Real Audiencia de Canarias, tras un prolongado pleito con los vecinos usufructuarios de dichas tierras, siendo sus representantes Lope Franco, Hernando Pérez, Juan de Morales y otros. Pese a que se apeló por los propietarios, la sentencia inicial fue declarada firme el 10 de mayo de 1645.
 
          La solución fue traspasar los 34.730 maravedís de rédito anual establecidos a favor del Rey a un particular o institución para conseguir todo el dinero y dar comienzo a la obra. Sin embargo, y a pesar de los reiterados pregones y gestiones que se hicieron, no se encontró ningún censualista capaz de asumir la carga, de modo que la Audiencia, por auto de 6 de marzo de 1656, permitió traspasar el principal a favor de la manda pía del obispo Bartolomé de Torres, compuesta en su totalidad por 1.056.000 maravedís. Esta cantidad estaba en depósito en las arcas del Cabildo, que los traspasaría a razón de un interés del 4 %. En total, la cuantía tomada se elevó a la sustanciosa cantidad de 868.512 maravedís, a todas luces imposibilitadas para realizar cualquier obra de gran envergadura, como la señalada. La construcción se inició con sólo el 25,8 % de la inversión presupuestada para conseguir un lienzo de cierta capacidad defesiva. Por tal motivo, la obra mostró siempre serias carencias para sostener de forma prolongada la defensa ante cualquier posible asalto de la ciudad por el mediodía. En el mapa realizado por Pedro Agustín del Castillo en 1686 se observa en la muralla sur al menos cinco baluartes de regular tamaño en forma de punta de diamante, tres de ellos situados al sur de la plaza de la ermita de Nuestra Señora de los Reyes, flanqueando otros dos el camino en dirección a la ermita de San Cristóbal y la Vega de San José. El más destacado de los baluartes se encontraba junto al cascajo playero, siendo denominado reducto de Santa Isabel.
 
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Muralla norte de Las Palmas de Gran Canaria en 1893,
desde el Castillo de Mata hasta el Castillo de San Francisco situado en lo alto del risco de San Francisco (fotógrafo: Carl Norman). 
 
 
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Algunos restos de la muralla sur han servido para las cimentaciones de las edificaciones
en el barrio de San José (foto: Pedro Quintana Andrés). 
 
 
 
La desaparición de la ciudad fortificada
 
          Las dos murallas marcaron los límites de la urbe de Las Palmas hasta mediados del siglo XIX en que las viejas estructuras, con los días y las necesidades, fueron sucumbiendo. Las cercas que encintaban la ciudad, ya bastante deterioradas y desmanteladas, se mantenían aún a mediados de aquella centuria, convirtiéndose en un lienzo de separación entre el espacio urbano del norte y agrícola del sur. Poco a poco, las históricas murallas fueron perdiendo su utilidad defensiva. La evolución de las técnicas militares, la aparición de armas más avanzadas en la tecnología militar, pero también a la mejora de las relaciones internacionales convirtieron a las murallas en unas fortalezas inútiles y arcaicas. Por si fuera poco, tras los cambios sociopolíticos generados con motivo de la revolución de 1868, el Ayuntamiento de Las Palmas decidió el derribo de la muralla sur para permitir la expansión de la ciudad, tal como hizo con los conventos de San Ildefonso o San Bernardo, por lo que, a la altura de 1883, esta defensa ya desaparece de los planos.
 
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Mapa de la ciudad de Las Palmas realizado por López de Echegarreta en 1883, en el que ya la muralla sur desaparece. 
 
 
          En los últimos años del siglo XIX se produce un proceso de transformación urbana. La ciudad se expande, rompiendo los cinturones de sus murallas y pronto da cabida a sus áreas de ciudad jardín en las zonas de extramuros. De esa época data el primer plan de ordenación urbana de Las Las Palmas, realizado por el arquitecto Laureano Arroyo y Velasco. Entretanto, los caseríos periféricos de San José, San Juan y el risco de San Nicolás desbordaron los límites de las murallas y se adosaron a éstas por ambos lados, ocultándolas en parte. Las edificaciones se multiplicaban, y los vecinos comenzaron a abastecerse de piedras. Los nuevos propietarios de los solares, principalmente jornaleros agrícolas que trabajaban en las fincas aledañas, las necesitaban para cimentar y construir sus casas en lo alto de la ciudad, viéndose afectado todo el trazado del histórico sistema defensivo. Hoy solo se conservan los restos de la muralla del norte, un legado patrimonial interesante, testigo de aquellas incursiones enemigas y de aquellas necesidades defensivas, configurándose una ciudad distinta a la pequeña urbe amurallada de finales del siglo XVI.
 
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