Francisco Grandi: Un héroe providencial

 
Por Jesús Villanueva Jiménez  (Publicado en La Opinión el 24 de julio de 2017).
 
 
Comandante de la batería a la que pertenecía el cañón El Tigre
 
 
          La madrugada del 25 de julio de 1797, después de dos intentos de desembarco fallidos el 22, el contralmirante Nelson, comandante de la escuadra británica dispuesta a la conquista de la plaza de Santa Cruz de Tenerife, decidió encabezar el ataque en tromba por ambos lados del Castillo de San Cristóbal, sede de la Capitanía General. Mil trescientos hombres embarcaron en treinta botes, más un quechemarín chicharrero apresado el día anterior y el cúter Fox (cargado, además de con 150 británicos, con munición, armas y pertrechos para el asalto al castillo).
 
         Avanzaron en la noche oscura por las aguas aún más oscuras, a paladas ansiosas de los remeros, en silencio absoluto, tratando de coger por sorpresa a los defensores. Sin embargo, fueron descubiertos por los vigías de los barcos fondeados en la rada. Al aviso de estos, casi a ciegas, se hizo fuego de cañón contra las lanchas, desde los castillos y baluartes. La flotilla de botes, afectadas por el oleaje considerable, se dividió en dos, parte hacia la zona del barranco de Santos y parte hacia la playa de la Alameda. En la proa de una de las primeras embarcaciones que se acercaban a tierra navegaba Nelson, ávido por pisar el ansiado suelo español, que pretendía tomar para la Corona británica y para su gloria personal. 
 
          El cielo sobre la bahía de Santa Cruz refulgía. La atmósfera se iluminaba por los fogonazos de los cañones, el aire olía ya más a pólvora quemada que a mar, la madrugada del 25 era un clamor, cuando al fin Nelson sintió la quilla de la lancha penetrar en la arena y a ésta frenarse luego de la última palada. Gritando para infundir ánimo a los suyos, alzó su brazo diestro, empuñando la espada, dispuesto a saltar a tierra, cuando percibió a su izquierda el resplandor cegador del disparo de una pieza de artillería, oyó su tronar ensordecedor y, al instante, sintió un dolor brutal en el codo de su brazo diestro. El impacto le hizo caer sobre las tablas de la lancha, aturdido, sobrecogido, entre los hombres muertos y heridos que también habían sido alcanzados por la metralla de aquel cañón posicionado en la batería baja del castillo de San Cristóbal. Nelson se tocó el codo, roto, abierto en dos, destrozado por el plomo. Supo entonces que para él el combate había terminado. La metralla de aquel cañón estaba haciendo estragos entre los británicos, desbaratando el desembarco por aquella playa maldita. Aquel cañón se llama (porque sigue entre nosotros) El Tigre, y aquella batería la mandaba un héroe de nuestra Gesta, el teniente de Artillería de Milicias Francisco Grandi Giraud.
 
          Francisco Grandi (del que lamentablemente no se conoce ningún retrato) había nacido en Santa Cruz el 23 de enero de 1755, era hijo de Anastasio Grandi, comerciante gaditano afincado en la isla, y de la lagunera Ana Josefa Giraud. La mañana del 24 de julio -hallándose la escuadra enemiga a cuatro millas de la costa, fuera del alcance artillero-, desde el baluarte de Santo Domingo (batería casi a la altura de la playa, a la izquierda del Castillo de San Cristóbal, que contaba con cuatro cañones de a 16), Grandi observó la playa y consideró, providencialmente, que por allí podrían desembarcar los británicos en otro intento más, puesto que por el Bufadero habían errado por dos veces el pasado 22. Pensó que, dado que los cuatro cañones de la batería a su mando miraban al océano, sería un acierto abrir una tronera que permitiera embocar uno de ellos apuntando a la orilla de la playa, de manera que su metralla agrediese a los británicos que por allí asomasen la nariz. De inmediato le comunicó su inquietud y su propuesta al coronel don Marcelo Estranio, jefe de la Comandancia de Artillería de Canarias, quién a su vez informó al general Gutiérrez, solicitándole permiso para abrir esa tronera, lo que de inmediato fue concedido por el Comandante General, que pidió a Estranio trasladase su felicitación a Grandi, por tan acertada iniciativa. 
 
          Resolutivo como era nuestro teniente, concedido el permiso, mandó a picar el bajo muro de aquel baluarte para abrir la tronera. A ello se pusieron con martillos y picos algunos fornidos campesinos de milicias. A las pocas horas, asomó por ella El Tigre su boca. A las órdenes de Grandi, se hicieron los ajustes pertinentes para que la preciosa pieza de artillería apuntase debidamente hacia la playa. Imagino al bueno de don Francisco palmear el fornido cuerpo de bronce y leer con atención lo que en él se había grabado en relieve. Primero en la culata, donde se indicaba el maestro fundidor, lugar y fecha de su construcción: «Solano fecit. Sevilla año de 1768». Luego observaría el bajorrelieve del escudo real en el tercio pegado a la culata: «Carolus III D.G., Hispania et Ind. Rex». Y por último leería en voz alta las inscripciones grabadas cerca de la boca del cañón: «Violati fulmina regis». «El Tigre»
 
          Sin duda, aquella iniciativa del comandante del baluarte de Santo Domingo propició uno de los hechos más decisivos (quizás el primero) de aquel intento de invasión británico. Además de las muchas bajas ocasionadas en la playa por la metralla de nuestro cañón legendario -que impidió el éxito del mismo por aquel lugar, sumado al incesante fuego de mosquete realizado por la milicia campesina apostada tras la arboleda de la Alameda-, que Nelson cayese tan mal herido por el impacto de su metralla (siendo reembarcado al Theseus, donde como sabemos se le tuvo que amputar su brazo derecho a la altura del codo), supuso para los ingleses testigos del hecho un gran pesar; pero para más de la mitad de sus hombres, los que lograron desembarcar por la Caleta de Blas Díaz y por la desembocadura del barranquillo del Aceite,  sin conocimiento del porqué su comandante en jefe no se unía a ellos, la incertidumbre tuvo que ser angustiosa. El capitán Thomas Troubridge (comandante del navío Culloden y segundo del contralmirante), sin noticias de su idolatrado superior, debió pensar que éste había perdido la vida durante el desembarco. Todos los subordinados de Nelson sabían de su ímpetu, de su arrojo en el combate, y el no estar, avanzada la madrugada, liderando él mismo el ataque al Castillo de San Cristóbal sólo podía ser consecuencia del haber caído muerto o gravemente herido. Avanzada la madrugada, aquella circunstancia debió caer como una losa sobre la moral de los británicos, lo que se sumó al conjunto de pormenores (ya muchos muertos y heridos en las calles y playas, acorralados en el Convento de Santo Domingo, cercados por soldados y milicianos españoles) que llevaron a los de la Pérfida Albión a decidir pactar la rendición. 
 
          De no haber tenido Grandi la genial iniciativa, probablemente el contralmirante hubiese desembarcado con otros 300 ó 400 hombres, más los entre 600 y 700 que lo hicieron con Troubridge, lo que sumaría entre 1.000 y 1.100 a las órdenes directas en el combate de un lúcido y temerario Nelson, lo que hubiese dificultado sobremanera la defensa de Santa Cruz. 
 
          No quedó ahí el mérito de Grandi. Durante el desembarco aquella madrugada, el capitán Richard Bowen, comandante de la fragata Terpsichore, logró acceder al muelle con la tripulación del bote, unos 25 hombres, y tomar la batería de la punta del espigón (siete cañones, lamentablemente abandonados por el teniente de Milicia Joaquín Ruiz, y los 42 hombres de su dotación) y clavar cinco de las piezas. (Bowen caería a los pocos minutos de ejecutar su primera acción, alcanzado por la metralla de un violento -cañón de campaña de 4 libras-, justo al abandonar el muelle, para entrar en el pueblo). Durante el fragor del combate, nuestro teniente Grandi, con un puñado de artilleros a su mando, recuperó la batería del muelle, dispuesto a defenderla a capa y espada, sabedor de la importancia de aquellos cañones, los más avanzados de la cortina defensiva, los cuales, además, podían ser vueltos hacia el castillo y hacer fuego contra éste. Al ver los cañones clavados (en el oído, orificio por el que se daba fuego para disparar la pieza, se introducía un clavo a presión, a martillazos, con el fin de inutilizarla), mandó llamar a un herrero que, con gran esfuerzo y buen oficio, logró desclavarlos y dejarlos en buen uso.
 
          Nelson -recién operado en el Theseus- envió como refuerzo una flotilla de botes, ya a la luz de la mañana incipiente, en el delirio de su desesperación, al saber que aún el Castillo de San Cristóbal no había sido tomado al asalto, pues aún ondeaba en su alto mástil la Enseña de España. Desde los navíos, embarcaron en 15 lanchas unos 400 hombres, dejando a bordo sólo los necesarios para poder maniobrar las naves. A la luz de la mañana, desde los castillos fue avistada la temeraria expedición, que avanzaba hacia la costa. Por entonces, al frente de la artillería de la punta del muelle, se mantenía el valiente teniente Grandi, el aguerrido oficial de Milicias, mirando con descaro al enemigo, observando a quienes venían a ofendernos, una vez más, otra de tantas. Pero esta vez, al vil británico no lo cubría el oscuro manto de la noche y los artilleros eran favorecidos por la luz de la mañana. Grandi clamó: «¡fuego!», y fuego se hizo desde el muelle, y desde San Pedro y desde San Cristóbal. Al poco, los británicos sintieron en sus carnes el jubiloso recibimiento y un bote se fue a pique alcanzado por un cañonazo desde San Cristóbal. Pero fueron los cañones del muelle los que más daño hicieron al enemigo. Dos botes más fueron hundidos, destrozados por balas de cañón dirigidas por Grandi, y al instante más cayeron por la metralla de las piezas de bronce, apenas unas horas antes recuperadas para la defensa. 
 
          Fue tal el daño ocasionado a la última expedición de desembarco británico, tantos los hombres muertos o heridos, principalmente por la batería de la punta del muelle, que no tuvieron otra opción que dar media vuelta precipitada, de regreso al resguardo de los buques. Además de los caídos por el fuego, muchos hombres se fueron al agua durante la desesperada y desordenada maniobra, ahogándose sin remisión.  
 
          En la defensa de Santa Cruz aquellas jornadas del 22 al 25 de julio de 1797, la artillería tuvo una actuación determinante, y, entre todos los artilleros, sin duda alguna, destacó el teniente Francisco Grandi Giraud, un héroe para la Historia, al que he querido recordar en este artículo-relato este 24 de julio. Para aquellos que quieran conocer más sobre los pormenores referentes a Grandi  y sus actuaciones aquellas jornadas, les recomiendo que lean el magnífico artículo de Luis Cola Benítez, "Francisco Grandi Giraud: Un héroe de las Milicias Canarias de 1797", también publicado por LA OPINIÓN DE TENERIFE, el 21 de julio de 2015. 
 
Hoy podremos celebrar que, al fin, un lugar de nuestra capital llevará el nombre de aquel valiente teniente de las Milicias Canarias.
 
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