Tenerife y los viajeros

 
Por José Manuel Ledesma Alonso  (Publicado en La Opinión el 24 de abril de 2017).
 
 
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Inauguración hace un año del Paseo de los Visitantes Ilustres, en el Puerto de Santa Cruz de Tenerife. 
 
          Al cumplirse el primer aniversario de la inauguración del Paseo de Visitantes Ilustres,  situado en el muelle de enlace del Puerto de Santa Cruz de Tenerife, traigo a esta página un artículo del historiador don Enrique Roméu Palazuelos, publicado en 1985, donde presagiaba lo que 30 años más tarde llevaríamos a cabo la Autoridad Portuaria, el Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife y la Tertulia Amigos del 25 de Julio; es decir, la colocación de 80 placas de cerámica, incrustadas en monolitos de hormigón armado, con la fotografía y biografía, en inglés y español, de viajeros europeos famosos que llegaron al Puerto de Santa Cruz de Tenerife entre 1515 y 2015. Este es el artículo:
 
          "Hace algún tiempo hablaba yo con un buen amigo, historiador ya fallecido, Antonio Vizcaya, que sería bonito levantar cerca del mar una sencilla lápida en  la cual se grabaran los nombres de los viajeros ilustres, desde Hawkins  hasta Nelson, aunque éste no llegara a desembarcar y mucho que le fastidió…
 
          Sus nombres aureolan de gloria el de Santa Cruz de Tenerife. Cualquiera de ellos, persona más o menos importante entonces, pero que hoy es famosa por sus varios méritos científicos, geográficos o artísticos, llegaban a Santa Cruz cuando se estaba conformando la futura ciudad. El capitán Cook, el caballero de Borda, Ledru, el Padre Feuillée, el señor Claret de Fleurieu, William Bligh, el embajador Mac Cartney, George Glas, Bory de Saint-Vicent, Galaup de Laperouse...
 
          Años de 1700 a 1800, de ritmo vertiginoso e ilustrado, a bordo de La Bella Angelique, Resolution, Endeavour, Bounty, La Flora, La Isis, Le Geographe, Le Naturaliste, La Boussole, L’Astrolabie... Las blancas velas, al arriarse, iban deteniendo los altos cascarones de los navíos frente a los riscos de Anaga, muro y telón de fondo del pequeño pueblo, chato y plano.
 
          Se destacaba, en los años medios del siglo, la torre de San Francisco, la única entonces porque la de La Concepción estaba en obras, y aquella parecía más alta entre las casas terreras, dentro de la gran huerta que hoy es la Plaza del Príncipe. La torre era el centro del paisaje y el imán de las miradas de quienes venían por el mar. A un extremo, la masa oscura, pesadota, del castillo principal o de San Cristóbal y, hacia el norte, por las rocas, el castillo de Paso Alto, heroico en su historia.
 
         Los viajeros traían curiosidad y deseos de manifestar sus observaciones.  Ya en tierra apreciaban enseguida el esplendor, muy destacable entre las casas modestas, de la cruz de mármol, y el monumento a la Candelaria, que había regalado a Santa Cruz, en 1786, el rico comerciante y capitán Bartolomé Méndez Montañés que estaba colocada frente a la casa que se dijo luego que había nacido en ella Leopoldo O’Donnell, y que era la que alquilaban para residencia los capitanes generales cuando Valhermoso se trasladó, tanto por comodidad, como por intereses económicos de La Laguna a Santa Cruz de Tenerife. Aquellos científicos, físicos, geógrafos, matemáticos o botánicos traían planes muy concretos. Cook a hacer aguada y comprar víveres, porque consideraba que el Puerto de Santa Cruz era el mejor que cualquier otro cercano; el caballero de Borda y el español Varela, realizando juntos mediciones geográficas. Ambos coincidieron con Cook. Trabajaban para el gobierno francés en lo que se llamó La guerra de los relojes, para determinar si eran mejores los de la marca de Le Roy o los que fabricaba Berthoud…
 
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Algunas de las 80 placas de los visitantes ilustres que pasaron por los muelles de la capital tinerfeña. 
 
 
 
          Santa Cruz de Tenerife se había convertido en punto obligado  para el paso de los navíos, de quienes Julio Verne llamó “los grandes navegantes del siglo XVIII”, y mientras el capitán Cook discutía si era mejor comprar la carne ya sacrificada o los terneros vivos, su médico, el doctor Anderson recorría los montes cercanos y hacía experimentos con la euphorbia canariensis. El capitán William Bligh, que estuvo una vez con Cook, como master del navío, y la otra mandando la Bounty, ignoraba aún que iba a ser famoso por la “rebelión a bordo” que tanto ha dado a la literatura y al cine. La Billardiere, antes de subir al Teide, se maravillaba del espectáculo que vio en los alrededores del muelle, en el que "La capitana", mujer de armas tomar, mandaba en la tropilla de hampones, ganapanes, esportilleros y demás pululantes portuarios. Bory de Saint Vicent, que fue años más tarde jenízaro depredador a las órdenes del mariscal Soult, en Andalucía, cuando la guerra de 1808, estuvo en Tenerife en 1800, y escribió un libro, exagerado a veces, pero valioso en el que hizo una detallada descripción del pequeño desembarcadero, con una garita de centinela, y dos cañones y malos olores (Álvarez Rixo haría años después, un curioso croquis). Glas estudiaba las costumbres, recorría la Isla, lo encerraban en la cárcel. Ledru se horrorizaba ante las huellas de la Inquisición, y luego se iba a herborizar por Las Mercedes con Villanueva del Prado, o a los carnavales del Puerto de La Orotava. Todos escribieron algo que es historia de Santa Cruz de Tenerife.
 
          Muchos subían al Teide, lo dibujaban, lo medían. Al pasar por La Laguna, reconocían su decadencia, con las calles solitarias, sin casi verse a nadie Unos estaban meses, como le ocurrió a Ledru, otros, como Cook, solo dos días; lord Mac Cartney ocho días, en octubre de 1792; iba a tomar posesión de su embajada en China, quiso subir al Teide, pero hacía tanto frío que tuvieron que abandonar el viaje…
 
          Ellos y muchos más facilitaron el conocimiento de la isla y de Santa Cruz de Tenerife y acumularon elementos en los que se basó su futura importancia."
 
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