Tan negra como humillada (Relatos del ayer-6)

 
Por Jesús Villanueva Jiménez  (Publicado en la Revista NT de Binter en su número de noviembre de 2016).
 
 
          En la atalaya de la punta noreste de la cordillera de Anaga, el joven vigía observaba el horizonte atlántico, aquella tarde luminosa del 5 de noviembre de 1706, cuando descubrió en el lejano azul una numerosa formación naval. ¿Sería la Flota de Indias en su singladura a las Américas?
 
          Nada más llegar el aviso del avistamiento a Santa Cruz, el corregidor don José Antonio de Ayala y Roxas, consciente de la guerra que en España y en media Europa se libraba entre el Borbón Felipe V y el archiduque Carlos (hijo del emperador Leopoldo I de Austria), por la Corona hispana, mandó llamar a las milicias de La Laguna y La Orotava. Al anochecer, 4.000 hombres ya se posicionaban estratégicamente en el pueblo, y los artilleros hacían guardia a los pies de los cañones. 
 
          —No ha de ser la Flota de Indias —decía el corregidor al gobernador del castillo Principal, el de San Cristóbal, don Gregorio de Samartín—. Pronto me parece, luego de su último paso por la isla. Apuesto, mal que me pese, que se trata de una escuadra inglesa…
 
          No se equivocó De Ayala. Aliada Inglaterra del archiduque Carlos, como alimaña de rapiña, al amanecer del sábado 6, trece navíos, con engañosos pabellones franceses, se acercaron a la rada santacrucera, para ya situados en orden de combate, izar pabellón inglés y hacer fuego sobre las defensas costeras. Con ochocientas bocas de fuego contaba la flota mandada por el almirante John Jennings, cuyo objetivo era conquistar la isla más grande y poblada de las Canarias. “¡Fueeegooo!”, bramó Samartín, y tronaron la artillería de San Cristóbal, de Paso Alto, de San Juan y la de todos los castillos y baluartes. Rugían los cañones haciendo gran daño al enemigo, y sobre todos, desde la alta plataforma de San Cristóbal, lo hacía el Hércules, que con su gran alcance y temible calibre de a 36, rompía jarcias, mástiles y cascos de los buques invasores. 
 
          ¡Cuán despropósito el del pomposo Jennings, al menospreciar la defensa española! Y qué patán, pues viéndose sobrepasado por los tinerfeños, no tuvo otra ocurrencia que enviar un mensajero con falsas excusas y estúpidas solicitudes, tales como que el ataque fue iniciado por capitanes que se precipitaron, y que si la plaza se entregaba, todos los que se declarasen fieles a Su Majestad Católica el rey Carlos III, mantendrían sus empleos. “¡Valiente botarate ese Jennings!”, exclamó De Ayala, que contestó en su misiva con un “¡Váyase vuestra merced a tomar por dónde amargan los pepinos!”, o algo por el estilo.
 
          Más tarde, el necio almirante ordenó un desembarco en casi cuarenta lanchas, que sucumbieron ante el recio fuego isleño. Para al fin, seriamente dañada la pérfida flota y sufridas muchas bajas, al atardecer de aquel memorable 6 de noviembre de 1706, abandonaron los ingleses la bahía chicharrera, dejando prendido en el escudo de Santa Cruz la segunda cabeza de león, tan negra como humillada.
 
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