Las atarjeas, arterias vitales (y 2) (Retales de la Historia - 242)

 
Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 13 de diciembre de 2015).
 
 
 
          Poco a poco, con el paso del tiempo, las calles de Santa Cruz se iban “cuajando” de atarjeas para el agua, cubiertas con losas de piedra y someramente soterradas, pues la mayor parte de las vías del pueblo no estaban empedradas y mucho menos adoquinadas. Es sabido que la primera calle que recibió este tipo de mejora fue la calle de la Caleta, que viene a ser hoy la General Gutiérrez, por ser vía de mucho tránsito que hasta el último tercio del siglo XVIII fue el inicio del camino que empezaba en el principal desembarcadero y seguía hacia interior de la isla, a través del puente del Cabo.
 
          Pero los elementos y materiales que la técnica iba ofreciendo también llegaban aquí y en junio de 1813 el ayuntamiento encargó a Sevilla “mil cien caños de varro para cañería” para instalar en los principales puntos, que se consideraba que eran la Pila de la plaza principal, la Alameda de la Marina y la aguada a los buques. El material, que debía ser de lo más avanzado al especificarse que eran nada menos que “de dos cochuras y vidriados”, se recibió en febrero del siguiente año, pero por avería gruesa del barco Nuestra Señora del Carmen que lo transportaba, su capitán Manuel de Oria, sólo llegaron sanos 671 caños, el 61 por ciento de los encargados. La broma había costado 6.726 reales.
 
          No conocemos el lugar al que se destinaron los caños que habían llegado sanos y salvos, pero seguro que no fue la Alameda pues al poco tiempo el alcalde Enrique Casalon pedía presupuesto para sustituir en el citado paseo de la Marina “la atarjea de madera por caños de plomo”. En 1821 el alcalde del agua Antonio Cifra reclamaba 5.362 reales vellón que había adelantado para comprar diez quintales de plomo para hacer los caños de la Alameda. El plomo se siguió utilizando durante años como, por ejemplo, para conducir el agua a la fuente de Morales por una cañería que pasaba por los bajos del puente del Cabo protegida por un forro de madera. Curiosamente, en alguna ocasión se denunció el robo de las tablas, pero no del metal que quedaba al descubierto. La razón de ello debía ser que el plomo no servía para hacer fuego.
 
          Pero el verdadero problema era la conservación de las atarjeas y conducciones para la distribución del agua. Los alcaldes del agua, año tras años, no cesaban de denunciar el mal estado en que se encontraba la red y la falta de recursos para remediar  las grandes pérdidas de caudal, lo que obligaba a recabar la colaboración de los vecinos con drásticas medidas. Por ejemplo, no se permitió que Lucas Vizcaíno pasara el agua por la calle del Pilar como acostumbraba para el riego de su huerta, porque en 1819 se había comprometido a pagar la parte de la obra que le correspondía y cuatro años después aún no había cumplido. También a Santiago Andreu, que había hecho un estanque en la calle San Francisco, se le negó el agua mientras no pagara su parte de la atarjea. En ocasiones las deficiencias eran de otro tipo, como cuando veintiocho vecinos se quejaron al alcalde porque la atarjea que pasaba por detrás del Pilar estaba mal trazada, el agua se estancaba, retrocedía y no llegaba a sus propiedades, de lo que se aprovechaban las huertas de Casalon y Cambreleng.
 
        El problema era agenciar recursos y se dice en el ayuntamiento que “son infinitos los extranjeros que llegan  a esta Villa y abren tienda al menudeo sin licencia alguna”, cuando deberían ponerlo en conocimiento del alcalde y obtener permiso previo pago de 10 a 40 duros, “que se aplicarán al fondo del agua para las necesarias obras de las atarjeas”. Faltaba mucho por hacer. Vecinos de los barrios de Vilaflor y Consolación exponían que en la zona había dieciséis aljibes que se surtían de las lluvias y ninguno de las atarjeas, por lo que pedían se hiciera una desde el Hospital militar, situado entonces donde años después se construyó Capitanía, haciendo ellos por su cuenta los desvíos hacia sus propiedades. Así se hizo, pero no para contentar a los vecinos sino para regar los árboles del paseo de la Concordia. También se reparó la atarjea que surtía los aljibes de la calle de la Cruz Verde, cuyo costo se prorrateó entre los vecinos.
 
          En ocasiones se daban casos curiosos para los que era difícil encontrar explicación razonable. Cuando en 1838 el comisionado de Amortización se hizo cargo del extinguido convento de Santo Domingo, en cuyo solar se levantaría luego el Teatro Guimerá y la Recova, se encontró que la atarjea que llevaba el agua al barrio del Cabo pasaba por dentro del edificio. Pidió explicación al Ayuntamiento, que eludió el problema diciendo que aquella obra había estado a cargo del intendente José Díaz Imbrecht, que ya había cesado en el cargo. Otro caso es el del Hospital civil, que por carecer de fondos para hacer un aljibe, en 1844 pidió se le permitiera hacer “un tanquillo” con una cañería desde la fuente de Morales. Y cabe preguntar cómo se abastecía de agua hasta entonces el establecimiento benéfico y cómo se aseaban los enfermos.
 
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