Primeras letras (y 2) (Retales de la Historia - 226)

 
Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 23 de agosto de 2015). 
 
 
 
            Quedó reflejado en el Retal anterior cómo de tarde en tarde la Real Audiencia pedía informes sobre el estado de la educación elemental, número de escuelas y de maestros. Cierto es que ninguna consecuencia se alcanzaba al recopilar estos datos, como no fuera constatar la desastrosa situación de la enseñanza, aunque el ayuntamiento comisionaba a algunos regidores para que atendieran a lo solicitado por el superior organismo. En 1816 se ocuparon del asunto Matías del Castillo Iriarte, José Calzadilla Delahanty y Francisco Escolar, cuyo informe se limitaba a exponer la perentoria necesidad de que se estableciera en Santa Cruz una escuela de primeras letras.
 
            Entretanto continuaban dándose aisladamente bienintencionados intentos por parte de algunas personas, como es el caso de doña Josefa Riverol de Cobos que se ofrecía parta atender la enseñanza de las jóvenes acogidas en el Hospicio de San Carlos. Eran peticiones de servicios que apenas se podían atender por la carencia de medios, pero que algunos echaban en falta si se interrumpían, como ocurrió cuando el prior de Santo Domingo cerró temporalmente su escuela por vacaciones, con las consiguientes protestas de algunos regidores a los que el fraile tuvo que recordar que la escuela se había abierto voluntariamente por libre disposición para la enseñanza de niños pobres, sin tener la obligación ni compromiso de hacerlo.
 
             En 1818 se recibió una petición de Esteban de Silva y Bethencourt, que había ejercido como maestro trece años en La Habana, petición que se aceptó por el ayuntamiento sin que en realidad se dispusiera de medios. Tal es así que transcurridos dos años a Esteban de Silva se le consideró acreedor de la mitad de la renta que producía la famosa casa de la plaza de la Iglesia, cuyo administrador era el beneficiado de la parroquia, y se pidió que se pusiera a la vista el expediente del legado para estudiarlo y decidir. Entretanto, tal vez para contentar al sufrido maestro, se le autorizó a que pusiera en la escuela el escudo de la Villa.
 
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La casa de la plaza de la Iglesia
 
          No obstante, no dejaban de producirse solicitudes para la apertura de otros centros de enseñanza, algunos bien peculiares. Así, en 1820, Micaela Sansalong de Benaser pidió autorización para establecer una escuela para enseñar a bordar a niñas, en la que llegó a tener once alumnas de 4 a 10 años. Transcurridos unos meses fue Antonio Lamothe Duthiers, natural de Estados Unidos, el que pidió licencia para una academia o escuela de dibujo y de esgrima.
En esta década de los veinte del siglo XIX el único maestro examinado y aprobado por la corporación municipal era el ya citado Esteban de Silva Bethencourt, que tenía en su escuela unos 55 niños de 5 a 14 años y era el único que tenía asignación fija de 72 pesos corrientes al año. Esta asignación correspondía a la mitad de la renta producida por la casa de la plaza de la Iglesia, cuya administración ya se había podido solventar con el beneficiado de la parroquia, estando la otra mitad destinada a médico para pobres. 
 
         Otras escuelas privadas eran las de Pedro Goyri, con 39 alumnos, y la de José María Capdevilla, con 53. Para la enseñanza a las niñas estaban las escuelas de María Dolores Pozo, con 55 niñas, y Francisca de Paula Mauricio, con 22 discípulas de 4 a 8 años. También encontramos escuelas “mixtas”, de niños y niñas, como las de Manuela Molina, Manuela Flores y Antonia Reyes de Maroto, que en total tenían como discípulos a unos veinticinco varones y aproximadamente el doble de hembras.
 
          Estas escuelas, exceptuando la que tenía asignación oficial, abrían o cerraban a voluntad de los maestros o por las circunstancias de escasez de alumnos cuyas familias pudieran pagar la enseñanza. No existía presupuesto, ni recursos para agenciarlos “por carecerse absolutamente de propios con qué hacerlo”, según quedaba constancia en las actas municipales. En las escuelas de niños se solía cobrar de 20 a 30 reales al mes por alumno y de 1½ a 12 reales al mes por alumna, acusada diferencia entre ambos sexos a la que no es fácil encontrar explicación. Además, no era extraño sino bastante normal que los maestros dieran clases en domicilios particulares para poder sobrevivir.
 
          El panorama resultaba desolador hasta el punto de que en el año 1822 el ayuntamiento calculaba que, sólo en la jurisdicción de Santa Cruz unos 400 niños y unas 500 niñas no podían recibir ninguna clase de instrucción. Casi un millar de niños sin posibilidad de instrucción en una población que apenas rebasaba las 6.000 almas.
 
         Lamentablemente la situación se prolongó en el tiempo y si fue mejorando lentamente lo hizo gracias a los propios esfuerzos y a las iniciativas privadas. Todavía en 1905 Patricio Estévanez Murphy se lamentaba porque en Santa Cruz no tenía el Estado ni un solo centro de enseñanza.
 
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