Enterramientos (Retales de la Historia - 224)

 
Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 9 de agosto de 2015)
 
 
           Hasta el siglo XIX no existieron cementerios civiles en Canarias, a pesar de que desde años antes ya se conocían reales mandatos sobre el establecimiento de estas instalaciones, siendo el primero de ellos el de San Rafael y San Roque en Santa Cruz. Hasta entonces, ¿qué se hacía con los cadáveres de los fallecidos? Algunas instituciones ya dedicaban una pequeña parcela de terreno próxima a su sede para las sepulturas de sus acogidos, como ocurría con terreno aledaño al Hospital Real o Militar, que estaba situado en el espacio que hoy ocupa el palacio de Capitanía junto a la plaza Weyler.
 
        En cuanto al Hospital de Nª Srª de los Desamparados, en 1805 era regente y administrador el sargento mayor Marcelino Prat, quien también decidió dedicar un espacio detrás de la capilla del centro para dar sepultura a los que en él fallecieran. Pero en aquel lugar, junto a la citada capilla situada en la orilla meridional del barranco de Santos y paralela a su cauce, existía desde tiempo inmemorial un pozo de agua, “al lado derecho del puente que allí remata”, que en unión de los abiertos en la calle de Las Norias suministraban al pueblo y al barrio del Cabo. Prat comenzó a cegar el pozo para hacer el camposanto, pero la inmediata protesta de los vecinos obligó al alcalde Nicolás González Sopranis y al síndico personero Josef Francisco Martinón a enviar dos albañiles peritos que informaron que se había roto el brocal del pozo y ya estaba “entullado hasta la mitad” y que era “de buena construcción y abovedado”. El daño ya era irreversible, a pesar de las disposiciones que ordenaban que los cementerios debían construirse “extramuros y de modo que no puedan perjudicar a la salud pública ni a las aguas”, haciendo ver el médico Joaquín Viejobueno el perjuicio de beber agua del pozo y el beneficio de hacer los enterramientos en el cementerio del hospital.
 
          El resto de los fallecidos, la masa principal de vecinos, eran enterrados en iglesias, ermitas, y conventos. Impresiona pensar que cuando entramos en la parroquia matriz de Nª Srª de la Concepción, de acuerdo con el exhaustivo trabajo de recopilación realizado por José Miguel Sanz de Magallanes, bajo nuestros pies descansan los restos de más de diez mil de nuestros conciudadanos, seguramente varios miles más, pues no todos eran debidamente registrados o se sepultaban junto a sus muros en el exterior. Y en similar proporción en los demás templos de la ciudad.
 
          Pero las circunstancias mandan y, en 1810, por la terrible epidemia de fiebre amarilla sufrida y no habiendo en las iglesias más espacio disponible para los enterramientos, se señaló la ermita de Regla para hacerlos, hasta que en noviembre de dicho año el beneficiado Juan José Pérez González se dirigió al ayuntamiento pidiendo buscar terreno para sepulturas por no haber más espacio en la antigua ermita. Este es el origen del cementerio de San Rafael y San Roque, “un camposanto con historia” como lo llama Daniel García Pulido en su magnífico trabajo de investigación. El regidor  comisionado por el ayuntamiento José Guezala, en unión del beneficiado y ante notario, señaló y midió los límites del primer cementerio municipal.
 
        Como es lógico, inmediatamente fue preciso comenzar a cobrar tasas por los servicios de sepultura, lo que dio lugar a alguna situación curiosa. Por ejemplo, el comandante general Ramón de Carvajal, que había perdido en la epidemia a dos hijos y un criado de su casa, ofició al alcalde José Víctor Domínguez preguntándole si era correcto que el muñidor Juan Santana le hubiera presentado cuenta de 5 pesos por los enterramientos, a lo que el alcalde contestó “que se presenta cuenta a las personas de posibles pero no a los pobres”. El propio general fallecería en el rebrote de la enfermedad que tuvo lugar el año siguiente.
 
         Para adecuar aquel terreno descampado eran necesarias obras continuas en las que ya se habían invertido 1.500 pesos, cuando en enero de 1813 se pidió al beneficiado que si era posible contribuyera con fondos de la fábrica de la iglesia. En diciembre, cuando el Jefe Superior Político, equivalente al actual gobernador civil, pidió noticias sobre mejoras imprescindibles en el cementerio se le informó que se estaba todavía pendiente de la contestación del beneficiado. Pasaba el tiempo y en septiembre de 1814 se hizo necesario suspender la fiesta de la ermita de Regla por el extremo calor reinante, la gran cantidad de enterramientos allí efectuados y la asistencia de numerosos fieles.
 
        No había forma de terminar las mejoras que el cementerio demandaba, cuyas obras marchaban con lentitud desesperante, hasta que en 1820 el alcalde Patricio Anran de Prado, siguiendo el ejemplo de su antecesor José Mª de Villa, en unión del párroco y del procurador síndico se echaron a la calle a recabar donativos de los vecinos y en poco más de dos años se finalizaron las obras, aunque oficialmente se dieron por terminadas el 4 de marzo de 1823. Entretanto el Hospital Militar seguía haciendo enterramientos en su cementerio y hubo que pedir que los comunicara para anotarlos en el registro civil.
 
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