De las cosas vedadas... y de las otras (Retales de la Historia - 202)

 
Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 8 de marzo de 2015).
 
 
 
          En la elemental organización de una sociedad incipiente asentada no hacía mucho tiempo en un territorio de escasos recursos dado el aumento demográfico debido a la colonización, y en el que proliferaban las dificultades y carencias, forzosamente tenía que preocupar a los máximos responsables, y mucho tendrían que cuidar, el abastecimiento de la población. La eficacia y suficiencia de este imprescindible renglón, siempre ha sido la mejor arma para domeñar los ánimos menos conformistas. Dicho llanamente, ¡barriguita llena, corazón contento!
 
          Las cosechas de los primeros años, todavía con pocas tierras roturadas para sembrar y siempre condicionadas por las deseadas lluvias, daban lo justo para cubrir las necesidades de la población, por lo que desde los primeros momentos se hizo necesario controlar la saca o exportación de bastimentos hacia las otras islas. Pero, además, para evitar la introducción de enfermedades contagiosas se precisaba también nombrar un responsable de vigilar el estado de salud de los viajeros que arribaban al puerto. Ambos cometidos solían recaer en la misma persona, algún vecino del lugar y puerto, que recibía el nombramiento de “guarda de salud, de la saca del pan e cosas vedadas”. Al cargo, como es natural, correspondía un salario que en 1526, cuando fue nombrado Melchor Verde, era de 12.000 maravedíes y como no existía consignación alguna se añadía, “que los haya de las penas que él denunciare”.
 
          Esta forma de "excitar el celo" del funcionario, que si no imponía penas no cobraba, no cabe duda de que presentaría indudables ventajas recaudatorias, pero también podía favorecer actuaciones no del todo justas. El sistema no debió durar mucho tiempo, puesto que en 1532, siendo guarda Luis de Lugo, este reclamaba al Cabildo considerables atrasos en el pago de su salario. El Cabildo estudió la reclamación, ajustó cuentas, sopesó ventajas e inconvenientes que podría reportar el reconocer o no reconocer la deuda y, muy prudentemente, decidió que se la pagara al guarda. Así se evitaría que relajara la vigilancia o, lo que era más probable, que concediera licencias para la saca de pan a cambio de gratificaciones para resarcirse de lo que se le debía. Sabia decisión.
 
          Era frecuente que el nombramiento de “guarda del puerto” recayera en la misma persona que ostentaba el cargo de alcalde del lugar y puerto. Esto hace que durante parte del siglo XVI no sea fácil distinguir entre ambos tipos de actuaciones, que poco a poco se fueron delimitando, a las que para complicar más el escenario había que añadir la de “guarda de salud”. Este último cometido fue vital durante mucho tiempo en que la temida peste asolaba las tierras de Europa.
 
         Al “guarda de las cosas vedadas”, además de serlo de la salud, en ocasiones se le ocupaba también con otras obligaciones no menos importantes. Por ejemplo, cuando en 1547 era alcalde desde hacía unos tres años y guarda de las cosas vedadas Diego Díaz, asturiano y residente en el lugar, el Cabildo de la isla decidió por primera vez que se construyera una fortaleza que sirviese para la defensa del puerto, que hasta entonces, en ruinas ya la primera y rudimentaria torre levantada por el Adelantado, el conocido como “cubilete viejo”, se encontraba totalmente a merced de cualquier atacante. El Cabildo disponía de 605 doblas para realizar la obra, pero de lo que no disponía era del técnico o maestro imprescindible para llevarla a cabo. Como en Gran Canaria se estaba construyendo una fortaleza, se acordó llamar al maestro cantero que la estaba edificando para que realizara la traza de la que se pretendía hacer en Santa Cruz. Pero, además, hacía falta que una persona de confianza se hiciera cargo de controlar y vigilar los trabajos, y nadie mejor que el alcalde y guarda del puerto, Diego Díaz, al que se nombró "veedor" de la obra, con dos doblas de salario.
 
          Pero con estas determinaciones no se terminaban los problemas. Es cierto que ya se disponía para la obra de un maestro cantero y de un veedor, pero el inconveniente que surgió entonces fue la falta de cal. Esta circunstancia nos habla bien a las claras de las dificultades con las que había que luchar en aquellos primeros tiempos. La cal era un artículo totalmente necesario pero de lujo, hasta el punto de que pocos años antes, en 1522, se llegó a expropiar el cargamento de un navío que llegó a puerto, por la extrema necesidad que había de dicho material. Entonces, en 1548, se mandó parar la obra de la fortaleza de Santa Cruz por falta de cal, que se acordó traer desde Portugal.
 
          A Diego Díaz, guarda del puerto y de las cosas vedadas, por si acaso no lo tuviera en cuenta, se le recordó por el Cabildo que mientras la obra estuviera paralizada, “no gaste salario de veedor hasta que venga la cal”.
 
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