Limpieza pública (1). Un servicio necesario, pero dificultoso (Retales de la Historia - 133)

 
Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 3 de noviembre de 2013).
 
 
 
          Al principio, como en todos los lugares que comienzan su andadura histórica, la limpieza pública de Santa Cruz no representaba ningún problema. Simplemente, no existía. Con el paso el tiempo, lógicamente, las circunstancias cambiaron y tuvo que llegarse a 1783, para que el Cabildo de la isla dictase un auto sobre la limpieza del lugar y puerto, lo que indica que ya el problema era evidente. Tres años más tarde hay constancia de que en la calles, junto a basuras y “entullos”, se encontraban abandonados objetos tan dispares y sorprendentes como anclas y cañones de ignorados dueños y  procedencias. La cosa llegaba a tal extremo que el vicario tenía que pedir a la Real Justicia que se limpiaran y despejaran las calles antes de celebrar algún recorrido procesional.
 
          En 1797 el alcalde Domingo Vicente Marrero dictó un bando de buen gobierno en el que, entre otras cosas, ordenaba que los vecinos limpiaran el frente de sus casas, absteniéndose de arrojar “aguas inmundas”, y disponiendo que las basuras sólo se tirasen en la playa del Charco de la Casona, con la esperanza, más que la certeza, de que las pleamares y avenidas del barranco de Santos arrastraran todo al mar. Podemos imaginarnos los efluvios que sufrirían los inmediatos vecinos, incluido el Hospital de Caridad, pero al menos ya estaba señalado un lugar como obligado vertedero. Poco efecto tuvo la norma, pues diez años más tarde, en 1817, la situación del pueblo era espantosa, como se desprende del informe que el síndico personero José Víctor Domínguez presentó al alcalde Enrique Casalón, que finalizaba diciendo que “en un pueblo en donde a costa de los dueños de las casas se han embaldosado las calles con buenos embaldosados y empedrados, y a la de una porción de amantes del aseo su plaza principal y otros puntos, está reducido a un muladar asqueroso, hediondo y peligroso para la salud”.
 
          En la década de los treinta, en la que se sucedieron los alcaldes Crosa, Meoqui y Fonspertuis, se intentó organizar un servicio de limpieza pública, estimándose suficiente una tasa de 10 maravedíes por casa para gasto de personal, poniendo el ayuntamiento tres carros, escobas y cestas a pagar del aprovechamiento de los estiércoles. Ni hubo carros, ni funcionó el sistema, pues al poco tiempo se pidieron presidiarios al gobernador civil, a los que se pagaba una mínima retribución, mientras se reconocía que la limpieza no podía dejarse a cargo de los vecinos. Los sucesivos alcaldes -Cifra, Calzadilla, Castillo, Oliva- adelantaban los gastos de su peculio, cuyo pago reclamaban una y otra vez, alguno hasta mucho tiempo después de haber terminado su mandato. Fue en 1840 cuando se acordó fabricar un carro para la recogida de basuras, que sería tirado por los penados, y en 1852 cuando el alcalde Mandillo decidió sacar a subasta el servicio de limpieza pública por 2.000 reales de vellón al año, pero al no presentarse licitadores todo siguió igual. Cuatro años después el jefe del “destacamento presidial” comunicó que retiraría los penados si no se les pagaba 2 reales diarios, lo que llevó a realizar una nueva subasta, con el mismo nulo resultado que la vez anterior.
 
          Los vecinos seguían arrojando las basuras en cualquier lugar o solar abandonado, aunque ya se había comprado un carro a Le Brun y Cía. y un caballo, que costó 82 escudos, para la recogida, pero no fue hasta 1881 cuando se prohibió arrojar basuras al barranco de Santos, la verdad es que sin mucho efecto. Poco después se acordó plantar árboles en la plaza 24 de Enero -actual Pedro Schwartz- para evitar que se tirasen en ella escombros y desechos.
 
         Por primera vez en 1888 se subastaron los servicios municipales, y se señalaron los tipos de salida, que iban desde un máximo de 40.500 pesetas para el matadero, hasta 6 pesetas por función para el café del teatro. En el listado figura la recogida de basuras por 180 pesetas. Poco después se intentó mejorar el servicio aumentando el número de operarios y se acordó adquirir en el extranjero una máquina barredora, pero no hay constancia de que se hiciera.
 
         A principios del siglo XX fue cuando se empezó a pensar más en serio en el aprovechamiento de las basuras como posibilidad de ingresos para las arcas municipales, y en 1905 se adjudicó la recogida y conducción a Sitjá y Campmany por 912 pesetas al año. Se proyectaba construir un pudridero y horno de incineración, que no pasó de proyecto, y cinco años después se  adjudicó a Eloy Sansón Pons la subasta de 500 carros de basura a una peseta el carro. No obstante, las basuras se acumulaban en terrenos al Sur de la población y el problema crecía año tras año.
 
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