El absolutismo y la Plaza de la Pila (Retales de la Historia - 111)

Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 2 de junio de 2013).

  

          Sobre la abolición de la Constitución de 1812 y sus consecuencias en la que era capital de estas “islas adyacentes” -en la terminología entonces al uso- ya se han dado algunos apuntes en Retales anteriores. No obstante, conviene recordar otros aspectos de los sucesos a que dio lugar el cambio de régimen y el papel jugado por el Ayuntamiento santacrucero frente a los representantes gubernativos, civiles y militares, durante los años 1823 y 1824.

          El 2 de noviembre del primero de los años citados, con el nuevo comandante general brigadier Isidoro Uriarte, que venía a relevar al general Ramón Polo, y que viajaba a bordo de la fragata francesa Venus, llegó también la noticia de la abolición de la Constitución. La fragata, fondeada en parlamento en la bahía, se mantuvo en cuarentena hasta el día 10, mientras que el general Polo citaba en su casa a todas las corporaciones para transmitir instrucciones sobre el nuevo estado de la cosa pública. El Ayuntamiento, ante la situación creada, le contesta que puede comunicarle lo que desee por escrito y que estará reunido a la espera desde las 7 de la tarde hasta las 9 de la noche.

          El día siguiente se celebró sesión pública en la que se comisionó a Francisco Meoqui y Francisco Riverol para reunirse con la Diputación Provincial -que era seguro que sería suprimida- y conjuntamente recabar del general copia de la certificación del nombramiento del nuevo comandante. En la misma reunión se autorizó a la fragata Venus que fondeara en lugar seguro y con todas las precauciones y medidas sanitarias. Como toda confirmación parecía poca, también se acordó escribir a los diputados en Cortes José Murphy y Graciliano Afonso pidiendo noticias sobre la situación en la Península y, aprovechando el mismo correo, se enviaba representación al Soberano Congreso refutando las alegaciones que Las Palmas seguía presentando contra la capitalidad de Santa Cruz.

          Ni el alcalde ni los concejales tenían claro lo que tenían que hacer ni en qué situación quedaban con los acontecimientos políticos que se venían sucediendo, por lo que una vez desembarcado el nuevo comandante general se le consultó cuál debía ser el camino a seguir, a lo que Uriarte contestó que la corporación debía disolverse y volver a ocupar sus cargos los que estaban en 1820. Y así se hizo. Cesó el alcalde constitucional primero Antonio Lugo-Viña, el segundo José Calzadilla y todos los concejales, y volvieron Patricio Anran de Prado como alcalde Real ordinario y el resto de su corporación anterior, aunque algunos no concurrieron por ausentes o enfermos. En sesión conjunta celebrada el día 11 el alcalde saliente entregó la vara a su sustituto y se acordó celebrar Te Deum en acción de gracias por la restitución de todos sus poderes al Soberano.

          Pero aún faltaba algo más, en lo que nadie había caído pero que no se escapó a la perspicacia del nuevo comandante general. Y ello era cambiar el nombre de la antigua Plaza de la Pila, que en su momento había sido rebautizada, en medio de populares clamores liberales, como Plaza de la Constitución. Uriarte pidió entonces que se retirara la “miserable placa” existente y se le pusiera el nombre de “Plaza de Fernando VII”, a lo que se resistió el Ayuntamiento esgrimiendo una antigua norma, tan antigua que no se sabe de dónde había salido, que prohibía cambiar los nombres de los lugares públicos sin la licencia real. Seguramente para suavizar la negativa y quitar tirantez a la situación, se exponía que desde 1815 “ha suspirado este Ayuntamiento por condecorar la referida Plaza con el augusto nombre del Rey, y se vio entonces que los ayuntamientos no tenían facultad para cambiar los nombres de las calles sin permiso de S.M. por lo que desde entonces no ha podido satisfacer el ver ensalzada la Plaza con el dulce nombre del Rey.” Al mismo tiempo, se aprovechó la contestación para rogarle que tomara interés y activara el arreglo del camino a La Laguna. Al Rey rogando y con el mazo dando.

          En enero del año siguiente el Ayuntamiento sugirió ponerle el nombre de “Plaza Real del Castillo”, lamentando que por el estado de penuria municipal no le fuera posible colaborar en mayor medida a los festejos conmemorativos, pero si el comandante general lo deseaba podía  hacerlo encargando la lápida correspondiente, colocándola en el obelisco “con el debido cuidado para no deteriorarlo”. En cuanto a que la lápida existente era “miserable”, se le aclara que la pagó de su bolsillo un concejal, puesto que ni el Ayuntamiento “tenía entonces un solo maravedí ni lo tiene ahora para tomar a su cargo la iniciativa.” Si el comandante general quería lápida, que la pagara.

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