Cuando España venció a Inglaterra (La primera cabeza de león)

Por Emilio Abad Ripoll  (Miniserie publicada en la página web del Observatorio de Inteligencia, Seguridad y Defensa -CISDE-  los días 4, 11 y 17 de mayo de 2013).

 Escudo de Santa Cruz Custom 

Escudo de Santa Cruz de Santiago de Tenerife con las tres cabezas de león

 
 I
 
 
          Hace ya casi dos meses que este Observatorio tuvo a bien publicar un trabajo mío referente a  tres victorias muy poco conocidas sobre Inglaterra y que están representadas por el mismo número cabezas de león en el escudo de Santa Cruz de Tenerife. Prometí entonces tratar con un poquito más de detalle cada una de ellas, lo que hago ahora empezando, como es lógico, por la primera.
 
          Nos encontrábamos en 1657 y reinaba en España Felipe IV. El Imperio español empezaba ya a mostrar signos de decadencia: había insurrecciones, sublevaciones y levantamientos por muchas partes, a lo que se unían las continuas guerras con Francia e Inglaterra. Concretamente en aquellos momentos estábamos en guerra contra los ingleses desde hacía casi un año.
 
          En consecuencia, se necesitaba dinero en abundancia, que sólo llegaba en las famosas flotas desde tierras americanas. Y aquel cordón umbilical que unía a las Españas tenía un punto de paso obligado, un puerto seguro y una escala: las Canarias.
 
          En Inglaterra gobernaba, desde 1653, Oliverio Cromwell con su República y un objetivo estratégico fundamental: adueñarse de las posesiones españolas de ultramar, para lo que era primordial interceptar sus flotas de Indias. Cromwell estaba convencido de que “no puede haber nada de mayores consecuencias que interceptar la flota española”, porque ello debilitaría a España y estabilizaría la economía del régimen republicano. Y al tener noticias de que había zarpado de América una flota cargada de plata con destino a la Península, encargó a Robert Blake, uno de los más famosos marinos británicos del XVII,  asestar un  buen golpe a España.
 
          Efectivamente, en la segunda quincena de diciembre de 1656 había levado anclas en el puerto de La Habana la denominada “flota de Méjico”, compuesta por 9 mercantes y 2 navíos de guerra, el Jesús María y la Concepción, en los que enarbolaban sus insignias, respectivamente, don Diego de Egües, Capitán General de la flota, y el Almirante don José Centeno (por ello los barcos se denominaban la Capitana y la Almiranta). Ya en Canarias, tocaron primero en La Palma, donde se informaron de la situación en las aguas cercanas a la Península y recibieron noticias de la urgencia que imprimía la Corte a la llegada de la plata.
 
          El 22 de febrero de 1657 fondeaba la flota en la rada santacrucera tinerfeña. En aquellos momentos era Capitán General de Canarias don Alonso de Dávila, que había luchado 20 años en Flandes, otros 10 en Portugal y llevaba 7 en el destino canario. Dávila aconsejó a Egües que desembarcase el valioso cargamento, lo pusiese a buen recaudo en tierra y aguardase mejor momento para continuar viaje, pues había noticias de importantes escuadras inglesas bloqueando el acceso a la Península. Pero, ansioso por calmar las inquietudes de la Corte, Egües no aceptó la sugerencia y el 26 zarpaba con rumbo a Cádiz. Afortunadamente, llegó a Tenerife un aviso alertando de la proximidad inglesa, lo que Dávila, empleando un barquito rápido, se apresuró en hacer llegar a la flota. Ello, unido a una avería de la Capitana, decidió a Egues a regresar al refugio tinerfeño.
 
          Entre el 7  y el 12 de marzo, aceptando el consejo del Capitán General, se desembarcó el valioso cargamento. Egües se sentía seguro en ese aspecto de protección del tesoro, como comunicaba al Rey en cartas cursadas el mismo mes, pero estaba muy preocupado en cuanto a la seguridad de los barcos. Desartilló también los mercantes, y sus 24 cañones pasaron a reforzar la artillería de la plaza. Ésta contaba con tres castillos (Paso Alto al norte, San Cristóbal en el centro y San Juan al sur), ocho baterías intercaladas entre ellos y otras dos de nueva construcción al norte de Paso Alto. En total, 85 bocas de fuego. También había un parapeto, “muralla” se la llamaba pomposamente, de dos metros de anchura, aproximadamente uno y medio de altura, y construida de piedras y barro que discurría a lo largo de  todo el frente marítimo del Lugar de Santa Cruz. En cuanto al potencial humano, las Milicias de Tenerife estaban organizadas en 7 Tercios, distribuidos por distintas localidades de la isla, con unos 10.000 hombres en su conjunto (prácticamente todos los varones útiles entre los 16 y los 60 años).
 
          Por lo que se refiere a la flota, Egües la fondeó dentro de la rada y lo más próxima posible a la costa, lo que en la primera fase del combate, como veremos más adelante, iba a constituir un error garrafal, ya que nuestro propios barcos dificultaban, y en muchos casos impedían, el fuego de las defensas costeras.
 
          ¿Y Blake? También en su ánimo estaba firmemente arraigado el deseo de golpear con fuerza donde más pudiera doler a España: en sus flotas de Indias, y, especialmente, eliminando los buques de guerra que las protegían. Tuvo conocimiento por un barco que se había cruzado con nuestra flota fechas antes, de que ésta se encontraba ya en aguas canarias, pero, al conocer que sólo viajaba con dos escoltas, aguardó merodeando por el Atlántico a la espera de que, desde la Península, se incorporasen más navíos de guerra españoles, para así lograr una victoria más contundente.
 
          En vista de que ello no se produjo, el 21 de abril puso rumbo al Sur. Enarbolaba su insignia en el Saint George, al frente de una potente flota de unos 30 barcos de guerra y 5 auxiliares (algunos autores bajan el total a 32 barcos y otros lo elevan a 40).
 
          Y en las primeras horas de la madrugada del 30 de abril de aquel 1657, un navío aviso enviado desde Gran Canaria comunicaba al Capitán General que, a menos de una decena de millas, una escuadra de unas 28 velas se acercaba a todo trapo hacia Santa Cruz.
 
II
 
          Al tener conocimiento de la proximidad de la flota enemiga, Dávila ordenó que entrase en vigor el plan de alerta. Como estaba previsto, hogueras encendidas en puntos seleccionados de la isla, cañonazos y toques de campana de todas las ermitas e iglesias hicieron saber a la población la inminencia del ataque, con lo que los milicianos comenzaron a incorporarse a sus cabeceras de compañía. El Capitán General ordenó la defensa de dos posibles zonas de desembarco: la del Puerto de La Orotava (hoy Puerto de la Cruz) y la del Lugar y Puerto de Santa Cruz de Tenerife, lugares a los que empezaron a dirigirse las unidades de las Milicias.
 
          Blake, a las 6 de la mañana, reunió en su barco en consejo de guerra a sus capitanes y les expuso el plan de ataque. Al ser consciente de que, dado el tiempo transcurrido desde la llegada de la flota, el cargamento se encontraría ya en tierra, se destruirían primero los buques españoles y luego se asaltaría y ocuparía la Plaza.
 
          A ésta, mientras tanto, iban llegando los milicianos. Primero lo hicieron los de La Laguna, los más cercanos, que se apostaron tras la “muralla” de piedras y barro que se extendía de  norte a sur de la población, y reforzaron las guarniciones de las baterías y de los mercantes. Sobre las 7 de la mañana ya había en Santa Cruz varios centenares de hombres que alcanzarían los 6.000 a media tarde. El gran historiador canario Ruméu de Armas eleva ese total a 10.000 y otros autores hasta 12.000, pero creo imposible esas cifras, pues ya dijimos que el total de los Tercios alcanzaba los 10.000 y había gente también defendiendo el Puerto de La Orotava. De todas maneras era una fuerza respetable, pese a las carencias en armamento e instrucción. Los mercantes de la flota y otros 5 barcos que se encontraban en la rada formaban una especie de muralla marítima frente a la Plaza.
 
          Y mientras las Milicias descendían al puerto de Santa Cruz de Tenerife, la población civil impetraba el auxilio divino en templos y parroquias, particularmente en el lagunero monasterio de San Miguel de las Victorias, en el que dispusieron los frailes que la milagrosa imagen del Santo Cristo fuese colocada “en andas al descubierto, pidiéndole á Su Divina Majestad se sirva de darnos buenos sucesos contra la armada inglesa, que está infestando esta isla”.
 
          A las 8 de la mañana, parte de la flota enemiga favorecida por el viento de levante enfilaba el puerto santacrucero. A su frente iba el navío Speaker, mandado por el capitán Stainer. Tras sufrir fuego sin consecuencias apreciables, una hora después se situaban a tiro de mosquete de los mercantes españoles (que, como dijimos, estaban desartillados), sin que las baterías del frente marítimo pudieran hacer gran cosa por el obstáculo que constituían nuestros propios barcos. Tal era así que el propio Stainer escribió: “Me sirvieron de barricada, pues uno me protegía del fuerte cercano y el otro del castillo grande”.
 
          Entre las 10 y las 11 entró en el puerto Blake con el Saint George y el resto de barcos. Los ingleses se cebaron con los mercantes, tratando de anular la defensa que desde ellos hacían sus tripulaciones y los refuerzos, para intentar luego apresarlos. Ante la situación, Egües, que tenía instrucciones de la Corte, decidió hundir o hacer encallar sus buques, por lo que, tras avisar a los que se encontraban a bordo de los mismos, la Capitana y la Almiranta mientras con los cañones de una banda devolvían el fuego a los ingleses, con los de la otra intentaban alcanzar a los mercantes. Finalmente, el Almirante Centeno decidió incendiar su barco, y mientras preparaban la mina que sorprenderá y matará varios ingleses cuando intenten abordarlo, cayó herido. El barco, incendiado, derivó hacia la zona de la Huerta de los Melones (el actual Establecimiento de Almeyda, que hoy alberga el Centro de Historia y Cultura Militar de Canarias y  que más de un lector conocerá) y allí se evitaría por los milicianos que cayese en manos inglesas, como ocurrirá también con la Capitana.
 
          A pesar de todo, los británicos lograron apoderarse de dos mercantes seriamente averiados, pero las tornas habían cambiado. Había desaparecido el “obstáculo” de delante de las baterías y en consecuencia los buques enemigos estaban al alcance de los cañones de la Plaza.
 
          Ahora ya había más de 6.000 tipos dispuesto a dejarse la piel por su tierra detrás de aquella humilde “muralla” tinerfeña, que, pese a su sencillez, podría constituir un obstáculo insalvable si los británicos lograban, lo que tampoco era muy factible ante la lluvia de hierro que salía de los cañones, poner pie en tierra. Y lo que sucedió nos lo explica muy bien don Antonio Ruméu de Armas:
 
                    “Viendo Blake la inutilidad de sus esfuerzos y el peligro que corría la escuadra, algunas de cuyas fragatas estaban seriamente averiadas, decidió la retirada. Antes, avergonzado seguramente de llevar consigo aquellos dos barcos mercantes -que la fantasía inglesa convertirá más tarde, junto con sus compañeros, en 16 magníficos galeones de guerra-, dio orden de que fuesen incendiados…(así que fueron)…. pasto de las llamas aquellas dos piezas de convicción, único botín de guerra que en esta ocasión podía ofrecer Blake al lord protector Oliverio Cromwell.”
 
          Intentaban los ingleses salir del puerto y alejarse de aquella aventura que había tenido para ellos tan prometedores comienzos, pero se encontraron con otra dificultad.  El viento de levante, que por la mañana les introdujo alegremente en la rada de Santa Cruz, ahora dificultaba, y mucho, la salida de aquella ratonera.
 
          El Speaker, al que vimos arrogante al clarear el día encabezar la línea atacante, era ahora un puñado de deshechos que flotaban de milagro. Su capitán, nuestro conocido Steiner, escribirá en el informe oficial al Almirantazgo:
 
                    “No podíamos impedir su hundimiento porque teníamos ocho o nueve pies de agua a bordo. Sus mástiles se tambaleaban, su vela mayor y la del trinquete estaban arrancadas por los disparos, su mástil grande por un costado. No teníamos ni cordajes ni velas.”
 
 
III
 
          A trancas y barrancas, apoyándose entre ellos, intentaban los navíos ingleses alejarse del alcance de las piezas. Y sigue contando Steiner que…
 
                   “Nos castigaron duramente; navegamos hasta la puesta del sol; entonces se levantó viento de costa, y a1 desplegar los pedazos de vela que nos quedaban, pudimos muy lentamente sacar al Speaker fuera del puerto. Tan pronto como hubimos conseguido nuestro objeto, el palo del trinquete y el mayor cayeron, así como el palo de mesana;… el Plymouth…, envió a los carpinteros de la flota para reparar el daño...”.
 
          El alejamiento del Speaker fue la señal de alto el fuego por ambas partes. Empezaba a caer la noche y en mar abierta se veía a los barcos ingleses aparejarse para navegar. Ya en la oscuridad, las luces de los buques enemigos se fueron alejando y Santa Cruz, y la Isla, se sintieron seguras pues la flota británica desistía de seguir atacando y se perdía en el Atlántico.
 
          La alegría se extendió por el Archipiélago. Se alabaron las medidas tomadas antes y durante el ataque por el Capitán General don Alonso Dávila y Guzmán. Y se ensalzó el trabajo de sus colaboradores más cercanos, pero sobre todo la destacadísima actuación del Alcaide del castillo principal o de  San Cristóbal, don Fernando Esteban de la Guerra y Ayala. Sus artilleros batieron intensamente al enemigo, celebrándose desde tierra con ruidosos vítores y gritos cada uno de los impactos que sus cañones lograban conseguir en los buques ingleses. Claro está que, entre los cañones, resaltó la actuación del más poderoso, el espectacular Hércules, que tuvo mucho que ver en las graves averías del Speaker. Sin embargo, un hecho ha pasado especialmente destacado a la historia de aquel día en la vida de Santa Cruz. Fue el heroico comportamiento de doña Hipólita Cibo de Sopranis, esposa del Alcaide, quien como un artillero más, sin arredrarse por el violento fuego enemigo, se mantuvo durante todo el combate en la plataforma del castillo trabajando como auxiliar de los sirvientes de las piezas.
 
          Blake, que desde hacía casi un año padecía un grave empeoramiento de una enfermedad que sufría largo tiempo, no mejoró con la azarosa aventura de Tenerife. Cuentan sus biógrafos que durante la travesía de regreso a Inglaterra decayó de forma alarmante. Quizás presintiendo que sus días se acababan, el Almirante ordenó que el Saint George se adelantase al lento navegar de los buques averiados (que eran al menos una decena) y a toda vela ganase el puerto de Plymouth, ansioso de volver a pisar su tierra natal. Pero no lo consiguió, pues una hora antes de que el barco echase el ancla fallecía el 27 de agosto de 1657 en la propia bahía de aquel puerto.
 
          Los ingleses, tanto protagonistas como historiadores, han intentado magnificar esta acción bélica al punto de considerarla una de las más destacadas y gloriosas de la carrera militar de Blake. Rumeu de Armas lo explica:
 
                    “Blake mismo, como presintiendo su trágico y próximo fin, parece que quiso, exagerando el número y poder del enemigo y las consecuencias ulteriores de su pretendida derrota, rematar de manera tan brillante su vida militar… Los historiadores ingleses han venido repitiendo con unanimidad absoluta que la destrucción de la escuadra española en Santa Cruz llenó de gloria la carrera militar de Blake.”
 
          Vamos a estudiar con cierto detenimiento en qué se basan los británicos para justificar la, a mi juicio, inexistente victoria.
 
         1. Ya vimos que el objetivo de Blake era doble: por un lado, destruir la flota española para debilitar el poder naval español; por otro, apoderarse del cargamento procedente de Nueva España, impidiendo así el auxilio económico a los Tercios que luchaban en Flandes. Por lo que respecta al primer punto es fácil comprender que la pérdida de dos navíos de guerra no tuvo que debilitar de manera apreciable la gran potencia naval española del momento. Y en cuanto al segundo, no pudieron llevarse el tesoro, que permaneció varios meses más a buen recaudo en Tenerife, hasta que, con todas las seguridades, llegó a la Corte. Los historiadores ingleses afirman que el único objetivo de Blake era la destrucción de la “poderosa flota” de Nueva España, pero que no se planteó tomar la Plaza (y con ella el tesoro desembarcado). Si ello hubiese sido así, ¿por qué cuando se habían incendiado o encallado los barcos españoles, siguió el cañoneo contra las defensas en tierra por más de 6 horas, y no se retiraron?
 
         2. Los ingleses exageran la importancia de la flota española, pues según el Mercurius Politicus, se componía de “16 barcos grandes”.  Para el redactor de la noticia, aquellos 9 mercantes desartillados y 2 barcos de guerra constituían una fuerza de casi sin igual parangón en la historia de los enfrentamientos navales.
 
        3. Los ingleses mienten al hablar del resultado del combate. Pese a la enorme desigualdad, sólo dos de los barcos mercantes (que no pudieron sacar del puerto) fueron capturados por los británicos pues, como vimos, la Capitana y la Almiranta fueron voladas por los españoles y no incendiadas por el enemigo, tres mercantes ardieron y el resto encalló. Pero insistirán en que hicieron una presa importantísima: “Logramos capturar siete u ocho barcos -dice Stayner- pero tan estropeados…que no pudimos sacar ninguno de ellos.”
 
          Mas, de esto hablan menos, fueron muy grandes los daños en la flota inglesa, pues además de perder su mejor navío, el Speaker, recuerden que averiados seriamente 10 barcos, acompañaron al Saint George en el último viaje de Blake a Inglaterra a fin de ser allí reparados. Y el número de muertos y heridos fue mucho mayor por su parte que por la nuestra. Según la versión inglesa sufrieron 260 bajas, pero holandeses que viajaban en sus buques las cifran entre 400 y 700.  No se saben a ciencia cierta nuestras pérdidas entre el personal de los barcos y sus refuerzos (indudablemente serían elevadas por el castigo a que fueron sometidos) pero en tierra sólo hay constancia de 3 muertos y menos de 20 heridos.
 
Resumamos:
 
- Los ingleses no cumplieron la misión (ni se apoderaron del cargamento ni causaron un grave quebranto a la flota de guerra española).
 
- Perdieron una buena fragata y resultaron seriamente averiados al menos otros 10 barcos.
 
- Fue mucho mayor el número de bajas sufridas por los atacantes que por los defensores.
 
Conclusión: La primera cabeza de león, digan lo que digan desde Londres, está más que justificadamente colocada en el escudo de Santa Cruz de Tenerife 
 
 
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