In Memoriam. Una obra fundamental

 

Por Luis Cola Benítez   (Publicado en El Día el 18 de mayo de 2002)
 


          La Iglesia Matriz de Nuestra Señora de la Concepción, que durante su primera etapa  fue conocida con el mismo nombre que el lugar y puerto, como iglesia de la Santa Cruz, ya ha rebasado sus primeros cinco siglos de vida. En su archivo, de incalculable valor, se conservan documentos de muy diversa índole, pero, sin duda, los libros sacramentales, con los registros de bautismos, matrimonios y defunciones, son las estrellas más brillantes del repertorio, y el insustituible depósito de los más reveladores datos del entramado social de la comunidad. Especialmente el registro de defunciones y enterramientos, -del que mi buen amigo don José Miguel Sanz de Magallanes ha realizado una exhaustiva y minuciosa recopilación, editada por el Cabildo Insular-, por sus propias características nos aporta datos de un gran valor humano, que constituyen toda una crónica social de los siglos pasados. Lamentablemente ha desaparecido el libro primero, que es  posible que se perdiera en el incendio que destruyó la iglesia en 1652, por lo que hay una etapa inicial que por este camino no está a nuestro alcance.

          Como es sabido, desde los tiempos de Carlos III comenzaron a dictarse normas para prohibir los enterramientos en iglesias, ermitas y conventos, pero en Santa Cruz nada se hizo por falta de medios, hasta que obligaron las circunstancias con motivo de la epidemia de fiebre amarilla de 1810. En aquella ocasión, cuando ya no había espacio disponible en otras iglesias, se habilitó la ermita de Nuestra Señora de Regla, hasta que, al no caber allí más cadáveres, no quedó otro remedio que utilizar un solar que entonces se encontraba en las afueras de la población, y así nació nuestro primer camposanto de San Rafael y San Roque.

          Hasta entonces se contabilizan en la parroquia de la Concepción, tomando en cuenta sólo los realizados en el interior de la iglesia, un total de 10.232 enterramientos. Es probable, incluyendo la primera etapa y los ubicados extramuros, que el total se acerque a los 15.000. Debemos ser conscientes de que, no sólo el recuerdo, sino también las reliquias, los restos, de los que nos precedieron se encuentran muy cerca de nosotros, entre nosotros, aunque generalmente lo olvidemos. Cada vez que entremos en nuestros templos recordemos con respeto que bajo nuestros pies descansan miles de los que fueron nuestros convecinos, que forjaron y nos dejaron por herencia la comunidad en la que hoy vivimos.

          Existe la opinión generalizada de que, en su origen, Santa Cruz fue un  poblado de pescadores, y nada más lejos de la realidad. Es indudable que, como en todo puerto de mar, había pescadores, pero no demasiado numerosos. La mayor parte eran mareantes, labradores, pastores, jornaleros, artesanos, pequeños comerciantes, algunos oficiales y unos pocos funcionarios. Y era normal y frecuente que en un mismo vecino concurrieran varias ocupaciones. Bartolomé Hernández, que era herrero, fue el primer alcalde del lugar y también se dedicaba a la cría de cabras; Marcos Pérez era labrador y pastor de ovejas; Lope de Fuentes era mesonero; Juan de Ortega, zapatero; Gonzalo Bueno, padre del escribano Juan Bueno, era pescador; Fernando de Fuentes, tabernero y mercader; Pedro Sánchez, alguacil, guarda del puerto y fabricante de carretas; Juan de Benavente, albañil, platero y fabricante de pez; Diego Fernández Amarillo era fabricante de tejas y poseía un horno de cal; Maestre Lope era barbero. Y para no alargarnos más terminaremos con Francisco de Salamanca, sastre de profesión, que era propietario de tierras en lo alto de la población; a él se debe el nombre de nuestro barrio de Salamanca.

          Con el paso del tiempo aparecen nuevas profesiones y, además de marineros y soldados, hay varios pedreros –recuérdese que la piedra era material de construcción fundamental- así como, a la sombra del comercio vinícola, varios toneleros, especialidad artesanal que debió ser muy importante. Luego aparecen algún pintor, calafates, un cirujano, un boticario y una partera; cabuqueros, camelleros y carreros. Y una profesión curiosa, que en algunos lugares aún perdura, la de santero o santera, es decir, persona que echa los “santiguados” para el alivio de toda clase de males. Por una tazmía de 1552 también  sabemos de media docena de extranjeros, 1 religioso, 4 pastores, 6 labradores, 4 mareantes y 2 pescadores.

          Pasan los años y el pequeño poblado que se había formado a la sombra del desembarcadero de Añazo, primigenio y fundamental acceso al interior de la isla, se va consolidando y adquiriendo mayor importancia. A veces, la única posibilidad de identificar a un vecino no era por su nombre, frecuentemente desconocido, sino por su profesión o la de sus parientes más allegados. Así, en 1673 se registra el enterramiento de la hija del pintor casado con la carnicera; o, más adelante, la mujer del condestable, que era hija del sombrerero. En ambos casos, sin nombres ni más datos. Otros habitantes del puerto eran los esclavos, no demasiado numerosos, si bien muchos de ellos estaban de paso como mercancía para su venta en otras tierras. En ocasiones sus nombres eran desconocidos o no constan en los registros, sirviendo de referencia el nombre de sus amos. Por ejemplo: un esclavito del alcalde Domingo López de la Cruz. Por cierto que  este personaje, que lo sitúa unos años antes Viera y Clavijo en Lanzarote, no figura en los listados conocidos de los alcaldes de Santa Cruz, por lo que habrá que insertarlo entre 1669 y 1681, llenándose así el vacío que había entre ambas fechas. A partir de la tercera década del XVIII se observa una drástica reducción en los enterramientos de esclavos y pronto las personas libres de color superan a las que tienen amo, en una proporción que va aumentando con el paso de los años; muy  pronto se registrarán matrimonios entre parejas libres, que incluso otorgan testamento, lo que ya es señal de un cierto estado social.

          Desde los primeros tiempos se observa el talante abierto de Santa Cruz. Aunque no es frecuente que se indique el lugar de nacimiento de los fallecidos, se encuentran, desde el principio, genoveses, holandeses, franceses, portugueses, flamencos, ingleses. A veces, en el afán de proporcionar datos sobre el fallecido, aparecen anotaciones curiosas, como cuando se nos dice: "un francés que no se supo quién era ni de dónde", lo que no deja de ser revelador del alto grado de perspicacia del encargado del registro. Además, pocas personas conocen que en nuestra iglesia de la Concepción, aunque sea difícil imaginarlo, también tiene su tumba la realeza; así es: en 1698 recibe sepultura una mujer llamada Ignés, de la que se afirma que era la Reina de los Negros.

          Otro dato significativo es la utilización de apodos o alias, puesto que, muy probablemente, los sujetos eran más conocidos por ellos que por sus propios nombres, muchas veces ignorados. Como es natural siempre hay un Fulanito el Viejo o un Menganito el Mozo, abundando también los alusivos a deficiencias físicas, tales como la Tullidala Siega (sic),  la Gaga, el Tiñoso o la Corcobada. Pero los hay también con clara intencionalidad satírica, como en el caso de Bernabé Hernández, Rabo Alegre, o alguno tan sugerente como el de la viuda Águeda González, conocida como la Linda. En otros casos la identificación no sólo es imposible sino que resulta trágico el intento de realizarla, como cuando se indica escuetamente: el hijo de un pobre..., como síntesis de soledad y abandono.

          También, en nuestro intento de conocer mejor a aquellos vecinos, podemos preguntarnos cuáles eran las principales causas de muerte, lo que no resulta difícil adivinar a la vista de la gran proporción de fallecimientos infantiles. Por ello y por otros indicios que se deducen de los asientos, sólo cabe una respuesta: el bajo nivel de vida. Concretamente, el índice de mortalidad alcanza uno de sus máximos en torno al año 1680, en el que el hambre causó estragos como consecuencia de la sequía y de una devastadora plaga de langosta africana que destruyó la mayor parte de los recursos. Diez años después se alcanzó otro máximo, coincidiendo con una nueva hambruna. Pero, además de por hambre y por enfermedad, también se podía morir en Santa Cruz con violencia y por accidente. Así le ocurrió en 1677 a don Manuel de Rocabán, “que mataron en el navío que vino de Indias llamado “La Trinidad” siendo su capitán don Juan de Villalobos”. Este tal Villalobos fue conocido en Santa Cruz por sus andanzas en el tráfico de esclavos y, posiblemente también, en el de armas. Era amigo y protegido de la máxima autoridad de las Islas, el general Gerónimo de Velasco, de triste recordación por sus arbitrariedades y abusos. En 1679, amparado por su protector, preparaba en Santa Cruz un navío para las Indias con una carga de esclavos negros. Poco después, de paso para La Habana, dejó en el puerto para su venta cuatro cañones ingleses con su correspondiente munición.

          Por estos años encontramos la primera constancia de traslado de restos desde un anterior enterramiento. Fue en 1680, “cuando se trasladaron los huesos del capitán Gaspar R. de Riverol del convento de Nuestra Señora de la Consolación a esta Santa Iglesia.” Este capitán fue escribano público del lugar y mayordomo de la parroquia. Costeó la capilla del Evangelio, dedicada a San Bartolomé -donde fue sepultado-, y en unión de su esposa la dotó con una capellanía perpetua de mil ducados. Compró, por tres vidas, el comisariato del Santo Oficio en Santa Cruz, cargo enormemente apetecido por la influencia e inmunidad que le eran inherentes.

          Son años en los que Santa Cruz aún no ha iniciado el gran aumento poblacional que tuvo lugar a partir de mediados del XVIII, y se mantiene en torno a los 2.000 o 2.200 habitantes. En la primera década, al sufrir la primera invasión de fiebre amarilla de su historia, se registra en los primeros embates un espectacular aumento de la mortandad, especialmente infantil, situación que se prolongó varios años al seguir a esta epidemia otra de tabardillo o tifus exantemático. Luego, la epidemia de viruelas que Santa Cruz sufrió en los años 1719 y siguientes causó verdaderos estragos en la población y, sólo en la parroquia, el 75 por ciento de los enterramientos lo fueron de menores de 10 años. Además de por enfermedad, siguen anotándose otras muertes trágicas o violentas, como la del portugués Manuel González, marinero del buque El Bobón, al “que mataron en la lancha de dicho navío, o la del viudo Domingo Jorge, que fue encontrado muerto en Las Cruces, en el camino que va a Candelaria”. También se produjo un luctuoso accidente que costó la vida a cinco miembros de una familia: dos niños y una niña de entre 10 y 12 años de edad y dos adultos. Lo ocurrido se indica en una anotación marginal que dice: Perecieron en la desgracia de la pólvora que se estaba refinando en el Barranquillo, más allá de Nuestra Señora de Regla.”

          Se continúa recurriendo a los apodos como complemento de identidad de las personas. Aparecen Juan de Morales, alias Golpazo, Juan García el Murgaña, el griego Juan Manuel el Marmelón, Juan de Sosa el Arrugas o el soldado Benito Ribero el Gofio. Algunos de estos motes son bien peculiares y, a veces, permiten identificar también a los parientes. Encontramos a un hijo de Joseph Falcón, casado con una de las Conejas”; María Antonia del Rosario, la Paloma; Felipe Hernández, el Canillas; un tal Diego el Pediguelero; Pedro Escotos, alias Parrandana; Matheo de Acosta, Tira la Manga; Xhristobal de Arzola, el Limeta; Juan de los Reyes, más conocido como Zurrón de Amores; María del Carmen, la Tetitas; un hijo de Francisco el Cambullón; Juana la Gata; un hijo de Diego Camejo, alias Maraña; Pedro González, también el Cambullón; María Rodríguez, alias Sol de España; y muchos más. Llama la atención el apodo Cambullón, para muchos procedente del inglés y de más reciente implantación, planteamiento que habrá que revisar al estar documentado desde 1716, por lo que es posible que tengan razón los que defienden el origen portugués del término.

          Son pocos los que otorgan testamento, fiel reflejo del bajo nivel económico, pero en ocasiones queda constancia de efectos dejados en pago del entierro, como en el caso de un hijo de Domingo Rodríguez, el Portugués, en 1724, en el que se hace constar: Está en poder del Sr. D. Rodrigo Logman una cuchara y un tenedor de plata en prenda de los gastos. Rodrigo Logman y su hermano Ignacio, fueron ilustres sacerdotes, con los que Santa Cruz aún está en deuda, en espera de un merecido homenaje, pues fueron auténticos benefactores, no sólo de la parroquia, sino de toda la comunidad. Ambos contribuyeron a varias obras de la iglesia, de las que sólo citaremos la capilla de Nuestra Señora del Carmen, y a ellos se debe la fundación del hospital de Nuestra Señora de los Desamparados y de su capilla, al otro lado del barranco de Santos. Ambos hermanos fallecieron en 1747, con apenas dos meses de diferencia, y fueron sepultados en la mencionada capilla del Carmen.

          El 20 de junio de 1720 se procede a sepultar a D. Juan Antonio Cevallos, Intendente General de estas Islas. No hay mucho que añadir a lo ya sabido sobre este personaje, que tan pocas simpatías despertó que acabó su vida arrastrado por las calles en manos del populacho, por causas no del todo aclaradas. La razón de fondo, sin duda, fue la animadversión hacia lo que era el natural cometido de su cargo, en menoscabo de la influencia de ciertos personajes, y la opinión generalizada de que el comercio marítimo se alejaba de la isla por su afán recaudatorio, aunque, seguramente, el intendente se limitaba a cumplir las reales instrucciones. El Capitán General sometió a juicio sumarísimo a los responsables de su muerte, y ajustició a doce de ellos, cuyos cadáveres quedaron expuestos en las troneras del castillo de San Cristóbal. 

        En mayo de 1730 fue enterrado en el presbiterio del altar mayor el Iltmo. Sr. D. Felis de Barmui Zapata y Mendoza, Dignísimo Obispo de estas Islas, con vestiduras pontificales. Este prelado, siguiendo el ejemplo de sus predecesores, se había establecido en Santa Cruz en 1726. No era de naturaleza muy saludable y tuvo problemas con el prepotente comandante general marqués de Valhermoso. Dícese que, habiéndole reclamado cierto clérigo que Valhermoso tenía arrestado en un castillo, recibió una contestación tan destemplada que, al poco rato, alterado el ánimo mientras desayunaba, quedó muerto repentinamente.

          De estos personajes famosos mucho, o algo, se conoce, pero también hay otros de nuestros convecinos, de los que, en una época en que era mucha la pobreza y mayor la ignorancia, nada se sabe. Algunos apenas pudieron estar entre nosotros, como lo evidencian las numerosas anotaciones en las que, por ejemplo, se dice: un niño que se halló en la iglesia”; o “que se halló en la calle. Hasta hay un caso de un recién nacido, en el que candorosamente se anota: “Edad, un ratito”. Otras veces conmueven las circunstancias de soledad y abandono que se adivinan detrás de un simple asiento, como cuando, al dejar constancia de un sepelio, se escribe: Un pobre, no se supo su nombre...”  En alguna ocasión se añade una frase rotundamente trágica: “No testó por no tener...”  Otras, se sabe el nombre, pero nada más, y el encargado del registro, en su afán de aportar algún otro dato, nos sume en mayor confusión: en 1765 se entierra a María Francisca Encarnación, de quien se anota que “no se sabe de sus padres ni si los tuvo”.

          Ya Santa Cruz ronda los 6.000 habitantes, y los apodos van siendo menos frecuentes, al ir prevaleciendo la identificación por los patronímicos. No obstante, aún nos encontramos con Bicente (sic) Punto Fixo; Domingo Sanabia, Trigo Pelado; Juan Núñez, el Alfiler, hijo de Silvestre al que llamaban Garapiña; Domingo Pérez Manrique, Come Carne; o Bernardo Cascarilla Pie de Plata, que se encontró muerto en la Caleta. También hay que citar a María Francisca Viera, llamada la Colorada, que, de acuerdo con su apodo, murió, según se anota, “del ahogo que padecía.”  

        En un puerto de mar de accidentada topografía surcada por barrancos y con abundante acantilados, no es extraño que se den, además de ahogados, muertes por desriscamiento. Hay desriscados en San Andrés, Paso Alto, Almeida y Bufadero, y ahogados en todo el litoral, incluso en el Charco de la Casona. En ocasiones son varios en las mismas fechas, como en 1740 varios tripulantes “de la escuadra que entró ayer”, cuya nave capitana era el navío nombrado “Assia, al mando del ilustre marino español don José Pizarro. Al estallar la guerra con Gran Bretaña esta escuadra salió en seguimiento de otra que los ingleses habían enviado contra las posesiones españolas en el mar del Sur, y ambas fueron presa de los elementos. Sólo nuestro conocido Asia pudo volver a España a los cinco años de su salida. Pocos días después del paso de esta armada falleció “D. Francisco José Emparán, Capital General y Presidente de la Real Audiencia, que fue sepultado en el presbiterio, al lado de la Epístola. Anciano y de poco carácter, de él dice Viera y Clavijo con su crítica pluma, que mandó cinco años la provincia con una mansedumbre que pudiera pasar por indolencia”         

          En 1740 se produce el primer enterramiento en la capilla de la familia Carta, dedicada a San Matías, inmediata a la sacristía y una de las joyas de nuestra parroquia. Se trataba de Andrés de Carta, clérigo presbítero, y en el registro se aclara que era el sepulcro que tienen sus padres”. Tres años después es enterrado en la misma capilla su constructor y patrono, el capitán de Milicias D. Matías Rodríguez Carta. Natural de Santa Cruz de La Palma y dedicado desde muy joven al comercio con América, hizo una cuantiosa fortuna y entre sus donaciones a la iglesia se encuentra su magnífico púlpito. Su hijo, Matías Bernardo Rodríguez Carta y Domínguez, sería el primer alcalde de Santa Cruz elegido por los vecinos.

        También hay que dejar constancia de la primera víctima de accidente de circulación en Santa Cruz; al menos la primera que se encuentra documentada: en 1752 se da sepultura a la niña Anna Raphaela Betancur Camillón, que murió por ser atropellada por un carro”. Las circunstancias del suceso tuvieron tal resonancia que hasta el regidor lagunero José de Ancheta lo recoge en su Diario; por él sabemos que el carro era de Manuel Álvarez y que la niña se le adelantó al hombre que iba con ella y nada pudo hacer por evitar el atropello.

          En 1761 es enterrado “Antonio Quijada, de color negro, esclavo que fue –se dice- del Theniente General de Tropas D. Antonio Benavides”, quien le había dado la libertad. Pues bien, el año siguiente, el 10 de enero, se entierra a la entrada de la puerta principal a su antiguo amo, de 83 años de edad. Este ilustre militar, hijo de la villa tinerfeña de La Matanza, se distinguió en la Guerra de Sucesión, en la que se dice que salvó la vida del rey Felipe V en la batalla de Villaviciosa, por lo que fue ascendido a coronel. Fue nombrado gobernador y capitán general de San Agustín de Florida, luego gobernador y corregidor de Veracruz, y, más tarde, gobernador y capitán general de Yucatán. De regreso a España rehusó la Capitanía General de Canarias con la que el rey quiso recompensar sus servicios, pidiendo poder retirarse a Tenerife a pasar la última etapa de su vida. Así lo hizo, recluyéndose en el Hospital de los Desamparados, al que favoreció con sus donativos, y donde falleció prácticamente con lo puesto, después de repartir cuanto tenía con los pobres. En su sepulcro puede leerse: Varón de tanta virtud, cuanta cabe por arte y naturaleza en la condición humana”.

          De los 41 asientos registrados en 1797, 21 corresponden a caídos en la defensa de Tenerife frente al intento de invasión de las tropas mandadas por Nelson. Son un subteniente, doce soldados o milicianos, seis paisanos y dos franceses tripulantes de La Mutine que lucharon junto a los españoles. Los muertos como consecuencia de la batalla fueron 24, por lo que faltan tres que no figuran censados en la parroquia: el teniente coronel D. Juan Bautista de Castro y Ayala, que fue enterrado en La Laguna; el artillero Vicente Talavera, que murió en la torre de San Andrés por la explosión de una pieza de artillería y que recibió sepultura en la iglesia de aquel barrio; y el soldado de cazadores del Regimiento de La Orotava Salvador Rodríguez Mallorquín, muerto a los pocos meses a resultas de las heridas sufridas y sepultado en la iglesia de San Juan de aquella villa.  Dos años después, el 15 de mayo de 1799, se celebra el sepelio del máximo responsable de aquella defensa, el Excmo. Sr. D. Antonio Gutiérrez de Otero y Santayana González”, cuyos restos yacen en la capilla de Santiago. Otros dos importantes protagonistas de la Gesta también descansan en la iglesia de la Concepción: uno, en 1801, el capitán de Infantería D. Juan Creagh Gabriut, que permaneció como ayudante junto al general Gutiérrez en los acontecimientos de julio del 97; el otro, en 1807, “el teniente coronel y capitán de granaderos D. Juan Guinter Fersterin”, cuya heroica actuación en la madrugada del 24 al 25 de julio al mando del Batallón de Infantería de Canarias fue decisiva en la persecución de las fuerzas inglesas por las calles de Santa Cruz y su posterior rendición.

          En 1810, como ya dijimos, se da fin a los habituales enterramientos en la iglesia al comenzar a utilizarse el primer cementerio. No obstante, en tiempos mucho más recientes, todavía hay que hacer mención de dos importantes personajes sepultados en la Concepción. En 1923 fueron trasladados desde Madrid los restos mortales del insigne compositor tinerfeño Teobaldo Power, fallecido en 1884 a la edad de 36 años, y que el día 25 de mayo recibieron definitiva sepultura en la capilla de Santiago. Por último, más recientemente, el 25 de julio de 1985, el ilustre y venerado sacerdote Luis María Eguiraun, Medalla de Plata de la Ciudad e Hijo Adoptivo de la misma, después de más de medio siglo de fecunda labor pastoral. Sus restos descansan en la capilla del Sagrado Corazón.

          Este apresurado repaso de los registros nos ha permitido acercarnos a circunstancias de algunos de los que nos han precedido, lo que podemos hacer gracias a la conservación de un fondo documental, que hemos tenido la fortuna de que haya llegado hasta nosotros. Es el más importante relativo a nuestra historia común, del que esperamos que nuestras autoridades responsables se ocupen y hagan posible su conservación y custodia en condiciones idóneas. Entretanto, agradezcamos al Cabildo Insular de Tenerife la edición de esta obra, -de cuya distribución se ha hecho cargo la sacristía de la Parroquia Matriz-, y que ya será  imprescindible fuente para el estudio de nuestra historia, y ayuda inapreciable para cuantos sientan curiosidad por nuestro pasado. Y a su autor, don José Miguel Sanz de Magallanes, mi admiración por su increíble y monumental labor.