La importancia del ceremonial (Retales de la Historia - 54)

Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 29 de abril de 2012).

 

          Cuando en 1803 el Lugar, Puerto y Plaza de Santa Cruz recibió el privilegio de Villa exenta en premio a su heroica defensa frente a las huestes de Horacio Nelson, ese era todo su caudal. Además, fue agraciada con los títulos de Muy Leal, Noble e Invicta y escudo de armas propio, pero nada más tenía. La nueva Villa no disponía de fondos, ni propiedades que pudiera explotar o que le produjeran renta alguna, ni de arbitrios, todos los cuales pertenecían al Cabildo de la Isla, con sede en La Laguna, como siempre había sido. Por si fuera poco, a los pocos años de iniciar su andadura sufrió el mortal embate de una asoladora epidemia de fiebre amarilla que diezmó su población y fue aislada por un estricto cordón sanitario, sin disponer de los más elementales recursos para luchar contra el mal.

          En este escenario de precariedad, limitado por la carencia de cualquier clase de bienes materiales, el incipiente municipio tuvo la inmensa suerte de contar entre sus primeros responsables con hombres de una talla excepcional que lo dieron todo al servicio de sus conciudadanos. Vale la pena recordar algunos: José María de Villa Martínez, José Víctor Domínguez, José Guezala Biognoni, Nicolás González Sopranis, Víctor Tomás Monjuy, Miguel Bosq Macier, Domingo Madan, entre otros. Todos ellos sacrificaron gran parte de su vida y hacienda para sacar adelante un proyecto común, que con los medios disponibles podía parecer irrealizable.

          Y no fue nada fácil, empezando por la necesidad, a impulsos de un mero instinto de supervivencia, de hacerse respetar dentro del común de los pueblos supeditados al Cabildo de la Isla y a la autoridad, no siempre comprensiva ni tolerante, de los comandantes generales, del jefe político de turno, de la Diputación Provincial y hasta la eclesiástica del venerable beneficiado o del obispo. Y la única arma para hacer oír su voz en pro de los derechos recién adquiridos, o simplemente ratificar ante los demás su existencia, era la defensa de todo aquello que le permitiera expresar la legitimidad de la representatividad que ostentaba. De forma especial en los actos públicos, en los que “el común”, como entonces se decía, no podía menos que esperar y aspirar a verse representado con la mayor dignidad posible, en lo que mucho tenía que ver el ceremonial al uso.

          Así ocurrió el día 2 de febrero de 1812, festividad de la Virgen de la Candelaria, cuando el párroco Juan José Pérez González dio incienso al comandante general y no al ayuntamiento, al que ignoró ostensiblemente. Se le ofició para que alegara sus razones y, ante la falta de contestación se acordó no asistir a la función del Domingo de Ramos ni a ninguna otra si también concurría el general, y se presentó recurso ante el tribunal de la Real Audiencia. Sin embargo, aunque continuaba el mutismo del beneficiado y no se había recibido noticia del superior tribunal, se decidió asistir a la de la Santa Cruz el 3 de mayo siguiente, por ser festividad “votada por el pueblo”, pero dejando constancia de la protesta formulada.

          En mayo del siguiente año el Ayuntamiento ofreció para la constitución de la Diputación Provincial las salas consistoriales de la casa que había alquilado para su sede en la plaza de la Pila, haciendo esquina con la calle del Castillo, y allí juraron sus cargos los nuevos diputados provinciales. Era la misma casa que sirvió de domicilio del Jefe superior político, nuevo cargo equivalente a lo que luego fueron gobernadores civiles. Mientras, continuaban los problemas con el beneficiado de la iglesia matriz, cuando no por las funciones de rogativas o por la publicación de la Santa Bula, era por las reparaciones en la casa propiedad de la iglesia en la que estaba la carnicería, y a la corporación municipal le habían surgido nuevos competidores en el ceremonial de los actos públicos, pues además del comandante general ahora estaban la Diputación y el jefe político.

          La situación con el párroco era insostenible y el Ayuntamiento le pidió que ”deponga el espíritu de contradicción contra este cuerpo, qe. desgraciadamente domina, y dé en lo futuro las pruebas de amor á la paz y buena armonía qe. tanto interesan, y tanto deben recomendar á un Párroco celoso y justo.” La corporación se sentía postergada también en las procesiones y se llegó a consultar al Ayuntamiento de la Villa y Corte de Madrid cómo se hacía en su caso, teniendo en cuenta que Santa Cruz era “Capital interina de la Provincia de Canarias”. Al final se llegó a una solución provisional con la Diputación, colocándose ambas corporaciones en fila, a la derecha la provincial y a la izquierda la municipal, cerrando el cortejo los otros representantes institucionales.

          La cuestión era dejar constancia, ya que no se disponía de otro medio, de algo así como: ¡Aquí estamos y representamos al pueblo!