El abrecartas (Cosas que pasan - 22)
Por Jesús Villanueva Jiménez (Publicado en La Opinión el 1 de abril de 2012).
Nota del autor: Disculpen el vocabulario de este relato; pero lo he considerado necesario para expresar con el máximo realismo una terrible circunstancia de nuestra sociedad.
Jonathan, recostado en el sillón y los pies cruzados sobre la mesita, observaba a Mercedes, la psicóloga que venía tratándolo desde que ingresó en el correccional de menores hacía casi tres años. Mercedes había dado instrucciones al funcionario que esperaba fuera para que no le molestasen, bajo ningún concepto, durante una hora, porque necesitaba absoluta tranquilidad, ese día especialmente.
Jonathan hablaba en un susurro; a veces, parecía que sólo para sí. De vez en cuando se miraba las manos pringosas y las restregaba sobre el tapizado de tela marrón. Luego volvía a mirar a Mercedes y continuaba su monólogo:
“Estaba recordando ahora… no sé por qué; bueno, sí que sé por qué -decía sonriendo de medio lado-. Estaba recordando el día que vi por primera vez a la piba aquella… En la disco… Llevaba un escotazo de cojones. ¿Cuántos años podía tener aquella chorba? ¿Catorce…, quince años? Debía tener mi edad. Ni se me ocurrió preguntarle. ¡Y qué más da! Si estaba buenísima… ¡Qué callo era la amiga! ¿Por qué irán siempre juntitas una tía buenísima y un callo de tía? Yo no sé como su viejo le dejaba salir así a la calle. Yo a una hija mía no la dejo salir así a la calle ni de coooña. Vamos que le meto una ostia si me lo insinou… insi… joder, no me sale… Insi… nua… Eeeso, coño, insinúa. Y pa’ colmo llevaba unos pantalones apretaos… y con ese culo. Y me miró; vamos que si me miró. Con esa cara de niña buena que no ha roto un plato. ¡Ja!, esas son las peores; o las mejores, según se mire. Esas te la comen que ni te enteras. Pero la primera vez yo estaba tanteando a otra tía y pufff, ya tenía rollito y la piba estaba también pa’ comérsela. Pero va la tía… ¿Cómo se llamaba? ¿Candela, Candi, Can… Can…? No me acuerdo… Bueno da igual; como se llamara. Pues va la tía y se me presenta el sábado siguiente con otro escotazo y una falda por el ombligo. ¡Ñooo, agüita con la nota! Y van y se ponen las dos a bailar, el callo de la amiga y ella: ji-ji-ji-ja-ja-ja, como si yo no me hubiese dado cuenta de que nada más entrar se me quedó mirando otra vez, como el sábado anterior. Y me pongo a su lado y me pongo a bailar y tal. Y la amiga con cara de perro pachón. ¿Y qué quieres que te haga, si eres más fea que pegarle a una madre? Y luego, a la hora y media de bailoteo, pufff, ¡ya está bien, tía! Que aquí no estamos pa’ perder el tiempo. Y le dije así, al oído, porque ya uno controla, ¿no…? Y le digo, oye, Can… Candela, ponle que se llamara Candela. Y le digo, oye, Candela, me apetece un güevo enseñarte mi máquina; el equipo se oye que te cagas. Yo le había dicho que tenía dieciocho años, y ella va y se lo cree. Siempre he parecido mayor, esa es la verdad. Y después de un rato de estar comiéndole la oreja, va la tía y no sé qué le dijo a la amiga, que la amiga se sentó en un taburete con cara de perro; de más perro todavía. ¡Que le den por culo! ¿La nota me iba a joder el rollo? Y nos fuimos detrás de la disco, donde están los coches. Un sitio cojonudo porque hay poca luz y tal. Y va la tía y se me pone de estrecha. Que sólo quería ver el coche…; que la amiga no sé qué. ¿Pero de qué iba la tía? Me pone caliente como un mono en la disco y ahora se pone de estrecha. Y va la tía y se me quiere ir y me quiere dejar como un burro. ¡Una mieeerda! Y va la tía imbécil y se me pone a gritar. Pues le tuve que dar tres o cuatro guantazos hasta que se calló la boca. Y después me la follé. ¿Qué querías que hiciera, si me tenía como un burro? Y después no sé ni lo que pasó. Le apreté el cuello y se puso roja como un tomate. Y yo seguía caliente. Y no me di ni cuenta que le apreté el cuello… más de la cuenta… y va la tía y se me muere allí mismo. Y yo qué sé…, si acababa de cumplir quince años. Oye, era menor y no me controlaba, joder. A la otra tía, la del sábado anterior, sólo le tuve que dar un piñazo. Bien dado, eso sí; pero sólo uno. Y ya está, joder.
Y ahora, llegas tú, Mercedes, y me tienes que recordar que voy a cumplir dieciocho dentro de dos meses y que las cosas cambian y que tengo que reconducir mi vida… ¿Pero qué comedera de coco es esa, joder? Y te estoy diciendo que no me jodas, que no me tienes que recordar nada, que ya soy mayorcito y sé lo que hago con mi vida. Y tú erre que erre. ¿Qué pasa, que me estás amenazando? Y te digo que me estás poniendo nervioso con esa mierda de cuchillito que usas para las cartas, dándote en la manita, coño. Y dale. Pues hoy aún tengo diecisiete, ¿capicci? Y te lo he advertido, Mercedes, coño, ¡que me estás poniendo de los nervios, que lo dejes ya, con la mierda de la mayoría de edad! Así que jódete; hoy tengo diecisiete años…; y te lo estaba diciendo: Mercedes, me estás poniendo nervioso…”.
Jonathan se puso en pié cuando alguien tocó a la puerta. Es alto, delgado, de rostro enjuto; lleva la cabeza rapada al uno; muestra un tatuaje en el cuello y varios en los brazos; escritura oriental. Miró a Mercedes y luego se miró las manos y se las restregó una con la otra; en esa media hora la sangre se había convertido en una sustancia pegajosa. Mercedes se había escurrido por el sillón; tenía las piernas abiertas, en una postura grotesca; miraba al frente, a ninguna parte o al infinito. Jonathan se miró la mano zurda.
“Y vas y me muerdes cuando te tapo la boca… Si sólo iba a quitarte la mierda de cuchillo ese de las cartas; que me tenías de los nervios, Mercedes, con la mayoría de edad de los cojones… ¿Y qué? Todavía me quedan dos meses pa’ cumplir los dieciocho”.
Mercedes miraba al frente, a ninguna parte o al infinito, con el abrecartas clavado en el corazón, hasta la empuñadura.
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