Prólogo al libro "Más cerca del cielo", traducido por Emilio Abad Ripoll

 

A cargo de Luis Cola Benítez

 

          Desde que tuve conocimiento de la existencia de la obra de Charles Piazzi Smyth, desde el mismo momento en que por primera vez llegó a mis manos, pensé que era imprescindible su traducción al español. Y fue así, en primer lugar, por la egoísta razón de mi reconocido y lamentable angloanalfabetismo. No obstante, mi raquítico conocimiento de la lengua de William Shakespeare me permitió vislumbrar, más bien intuir, el enorme interés que la relación de Smyth encerraba para el público en general, especialmente el canario, y particularmente para los que vivimos a la sombra de lo que él siempre llama en su libro “el Pico”.

          La dificultad estribaba en encontrar a la persona adecuada y con ilusión suficiente, dispuesta a embarcarse en el empeño, no sólo como un simple y frío profesional de las letras. Era necesario que, además, fuera capaz de transmitir con su trabajo la emoción que embargaba al autor al contemplar un amanecer desde la cumbre de Guajara, al admirar la riqueza cromática de la naturaleza canaria, o al ensimismarse en la contemplación del patio tradicional de una vieja casona, ante la intimidad de su escogida vegetación que tamiza la luz cenital y la aplaca con el susurrante frescor de un mínimo estanque. En este sentido, el espontáneo y desinteresado ofrecimiento de Emilio Abad Ripoll ha constituido todo un afortunado suceso.

          El traductor, totalmente integrado entre nosotros, es bastante más que un canario de adopción, pues su especial sensibilidad le permite apreciar todo lo que los nacidos aquí apreciamos, porque entiende y valora la singular idiosincrasia isleña. Pero es que, además, no se ha contentado con realizar un trabajo de perfección académica -como si ello fuera poco-, sino que, para mejor impregnarse del ambiente en que el autor vivió, en gran parte ha realizado los mismos recorridos que hizo el científico inglés hace ciento cincuenta años. Y no cabe duda de que, si algo se mantiene intacto -o casi intacto-, a pesar de todo ese tiempo transcurrido, son los paisajes de las Cañadas del Teide y, sobre todo, los amaneceres desde Altavista o desde Guajara. Especialmente esto último no ha podido deteriorarlo aún el malentendido progreso que sufrimos.

          Piazzi Smyth llegó a Santa Cruz en julio de 1856. Todo parece indicar que era la primera vez que visitaba Tenerife, aunque al saber que en su juventud había sido auxiliar del observatorio astronómico en el Cabo de Buena Esperanza, nos cabe la duda de si no había pasado ya por Canarias. Pero sobre esta posibilidad no aporta la menor pista. Recién casado, casi en luna de miel, llega con su joven esposa, y se toma con el espíritu de un auténtico sportman las primeras dificultades presentadas en el pequeño muelle, al tener que aprovechar el impulso del oleaje para saltar desde la barca que lo aproximaba a las resbaladizas escaleras del desembarcadero. Y lo primero que le llama la atención, una vez en tierra, es el brillo de los colores bajo el sol estival, que encuentra, expresa, “deslumbrantemente ricos y armoniosamente combinados”. Cosa nada extraña en quien llegaba del gris y brumoso norte de Inglaterra.

          Su formación científica le lleva a escudriñarlo todo, tratando siempre de buscar el porqué de cuanto va encontrando a su paso y, naturalmente, deteniéndose en cuanto para él constituye novedad, como, por ejemplo, la vestimenta de los naturales. Los hombres, dice, generalmente con pantalón y camisa blancos y una faja a la cintura de brillante rojo satinado. Las mujeres, “airosas en sus andares y con brillantes ropas”; las de edad madura llevan un chal oscuro o escarlata que “cae en preciosos dobleces sobre la falda”, con un sombrero negro encima. Las más jóvenes utilizan de forma similar un pañuelo blanco o amarillo, suelto por la espalda. Le llaman la atención las corzas para el transporte de carga, que se le asemejan a trineos, tiradas por unos pequeños bueyes de raza tradicional, que considera “unos modelos clásicos de simetría” y que “de la cabeza a las pezuñas, todos son de un bello color tostado”. Se sorprende también en su caminar por las calles de Santa Cruz, ante la presencia de algún camello, uno de los cuales transportaba un piano a un lado y un gran saco de azúcar al otro, con tremendos balanceos.

          Habla de las brillantes casas a cada lado de las calles empedradas, que proporcionan, bajo el sol, un firme y luminoso destello blanco, y de la emoción que siente al vislumbrar a través de la puerta entreabierta de una mansión un patio lleno de plantas y de frescor, con platanera, naranjo, adelfas, y el burbujeo de alguna fuentecilla, que poéticamente describe como “el corazón de aquel oasis mágico”. Sin embargo, su espíritu práctico no comprende el trabajo de carpintería de puertas y ventanas, a base de cuarterones ensamblados, lo que considera “una costosa frivolidad”, llegando a la conclusión de que si una puerta puede diseñarse con dos o cuatro paneles, no parece haber razón alguna para hacerla con cuarenta o cincuenta piezas, como no sea, dice, “un afán de dar muestras de dificultad y multiplicidad”.

          Piazzi Smyth observa, estudia y trata de encontrar explicación a cuanto le rodea, sea ello el proceder de un ser humano, una simple roca o un fenómeno de la naturaleza, meteorológico, astronómico o geológico. Como es natural, no siempre son acertadas sus conclusiones, pero, en general, sus descripciones son de tal claridad y precisión, y no exentas de líricas pinceladas, que convierte sus observaciones, incluso las de contenido científico, en un ameno tratado de divulgación que se lee con interés y placer. Es encomiable su predisposición para tratar de aproximarse a la idiosincrasia de los campesinos tinerfeños, con los que tuvo que convivir en sus expediciones por las cumbres de la isla, guías, acemileros, pastores de cabras, o simples labriegos de Chasna o de los altos de La Orotava que le ayudaron a construir los asentamientos para sus campamentos de Guajara y Altavista. Su juicio es siempre positivo y los encuentra de agradable y risueño aspecto, trabajadores, sacrificados y de admirable fortaleza física. Si algo les reprocha, más como anécdota que como verdadero defecto, es el inevitable olor a ajos que dice les acompaña siempre por el consumo cotidiano que de ellos hacen. Admira su frugalidad y buena disposición y, aceptando la tesis de su paisano George Glas, estima que la raza aborigen no fue exterminada en la conquista de las islas, sino que, integrada en la mayoría que representaban los españoles, ha devenido, mejorando la condición de estos últimos, en los actuales habitantes.

          Los alisios. Ante este fenómeno, su formación científica queda relegada a un segundo plano sobrepasada por su gran sentido estético, que le hace postrarse ante la diosa Naturaleza, a quien una y otra vez rinde inequívoco tributo de admiración. Frente a estos vientos, dice, “cualquier otro fenómeno natural se empequeñece ante la gran conmoción de la atmósfera que ellos suponen”. De ellos se sirve el frío y seco aire polar para, cargándose de humedad durante su largo recorrido por el septentrión, ser capaz de distribuir benéficas y abundantes lluvias al cruzar al hemisferio opuesto. Pero en algunas ocasiones, en las altas cumbres de la isla, sobre las nubes que arrastran los alisios, llegan desde el Sudoeste nubes altas navegando, que él encuentra “de delicada estructuro y rebuscado conformación”, y que no comparten las “vulgares características” de los compactos cúmulos que se ven en cotas más bajas. Estas nubes discurren por encima del Pico, calcula que no a menos de 4.600 metros, y las encuentra de tal belleza que, cuando aparecen, dice, “ese día han dejado de existir las nubes bajas”.

          Nuestro científico inglés fue testigo excepcional, desde la inigualable atalaya de Altavista, a cerca de 3.300 metros de altitud, de cómo a veces coinciden ambos estratos nubosos en el mismo campo de batalla, las que llegan del Nordeste impulsadas por la fuerza de los alisios y las que desde el Sudoeste se oponen a su avance con todas sus armas. El Capítulo IV de la Parte III de su libro lo titula Smyth, muy acertadamente, “Batalla de nubes”, y en él describe la titánica lucha que tiene lugar a sus pies entre los dos poderosos ejércitos nubosos, casi minuto a minuto, durante cerca de cuatro días. La descripción de la batalla es de tal vigor y realismo, que el lector llega a emocionarse ante las maniobras tácticas desplegadas por ambos contendientes, los avances de uno y otro, los retrocesos, las maniobras envolventes, los ataques frontales o de distracción por los flancos. Parece increíble que un simple juego nuboso pueda dar tanto de sí, lo que habla bien a las claras de la imaginación y el portentoso espíritu de observación que adornaban a Piazzi Smyth.

          Al final de la batalla -como en las películas de épicas aventuras- vencen las fuerzas que el científico considera que son las “buenas” es decir, los sempiternos alisios, con sus benéficas y abundantes nubes, que gran parte del año se enseñorean de las vertientes norteñas de las islas. Son las responsables del milagro de nuestras fértiles y verdes medianías, que cuando descendía desde Las Cañadas hacia el Valle de La Orotava se le presentaban a nuestro viajero como un prodigio de vida nacido entre los numerosos antiguos torrentes de inhóspita lava y montañas de escoria y cenizas. En su camino desde el Portillo hasta lo alto de los acantilados de Tigayga, al mirar hacia el Valle, los verdes campos y las huertas abancaladas por la laboriosidad de generaciones enteras se ocultaban parcialmente o se descubrían a su vista, según los movimientos de la ligera capa de nubes que se movía a impulso de los vientos. Para Piazzi Smyth, aquella nube que se cernía sobre una tierra privilegiada, se recreaba, según él, “en abrazar afectuosamente 1as verdes pendientes, mientras que al abrirse mostraba orgullosamente los espléndidos resultados de su amor”. ¿Existe alguien capaz de describir con mayor belleza y exactitud la por algunos tan denostada “panza de burro” norteña?

          El relato de su larga estancia en las cumbres más altas de Tenerife, olvidándonos de las aportaciones científicas, es riquísimo en observaciones sobre el paisaje, la naturaleza y de cuanto le rodea en el día a día, Llama la atención de que casi no nombra otras especies vegetales que la retama y el codeso, lo que proporciona una idea muy pobre de la vegetación de la zona. Es cierto que dedica muy poco espacio a las observaciones botánicas, que no eran su especialidad, pero tampoco era geólogo y, sin embargo, diserta profusamente sobre las distintas hipótesis entonces conocidas acerca de la formación del Pico y sus Cañadas, dando prioridad a la teoría de los cráteres de elevación, en lo que sigue fielmente a von Buch. Tampoco hay que perder de vista que, en la época de su estancia, el pastoreo se ejercitaba libremente en todas las cumbres, en evidente detrimento de cualquier planta que estuviera al alcance de los numerosos rebaños de cabras, no obstante lo cual resulta extraño que no cite ningún otro de los más de ciento sesenta taxones de plantas vasculares propios de las altas cumbres de Tenerife.

          Resultan increíblemente bellas y exactas sus descripciones del atardecer desde la cumbre de Guajara a la que llama la “amada del viento”- o del amanecer desde Altavista. “Cuando el sol desciende - dice-, la sombra de Guajara se extiende primero sobre el mar, luego por la extensión nubosa y después, cuando casi se pone, la sombra cruza lo isla de Gran Canario, se eleva en el cielo que hay sobre ella y aparece detallada y resaltando como si se tratase de una verdadera montaña, Y cuando, por fin, casi detrás de la claramente definida cumbre de la sombra se levanta la luna llena…, la visión es en verdad extraordinaria”. Y luego, a su espalda, no hay que perderse el cambiante y vivo colorido del cielo cuando llega el ocaso. Todo ello en la más pura y limpia de las atmósferas, que él cree nos ayuda a hacernos “una idea más completa del glorioso universo en el que vivimos”. Y hay que detenerse también en su relato del amanecer desde la Cueva del Hielo, el frío y azulado resplandor inicial sobre el horizonte, que va cambiando hacia el amarillo, naranja, rojizo... y, más arriba, inmediatamente sobre aquella explosión de colorido, el firmamento gris acerado se va tiñendo de tonos azulados y hasta, sorprendentemente, alcanza en algunas fajas el verde brillante. Los que hemos tenido la fortuna de disfrutar más de una vez desde el Cráter de este espectáculo único, inigualable, podemos dar fe de la exactitud y fidelidad de la descripción. Piazzi Smyth se nos presenta tan enamorado de las estrellas como de nuestras cumbres. En cualquier detalle encuentra un motivo de satisfacción: la diafanidad del aire, la pureza de los colores, los maravillosos paisajes... Hasta el té preparado en Altavista, seguro que con agua llevada desde la Cueva del Hielo, lo encuentra insuperable.

          Pienso que Tenerife tenía una deuda contraída con este científico viajero, que ahora se salda gracias al promotor y animador de la traducción de su obra, el profesor García Pérez, y de su entusiasta y exacto artífice, el general Abad Ripoll, así como de cuantos han hecho realidad esta edición en español. Como amante de la Naturaleza, gracias a todos ellos.

          Además, había que afrontar este reto, aunque sólo fuera por el último párrafo del libro, en verdad premonitorio, y que ya se ha hecho una feliz realidad. Escribe el autor al abandonar Tenerife a bordo del yate Titania: “... cuando la noche cae y nuestro último visión del Pico permanece aún alta en el cielo, nos preguntamos por cuanto tiempo el mundo ilustrado retrasará la instalación allí de una estación que tanto promete para el mejor avance de la más sublime de todas las Ciencias.”

          Por todo ello, muy especialmente, gracias a Charles Piazzi Smyth.

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