Armas reales y banderas de la Gesta

Por Coriolano Guimerá López (Publicado en El Día el 29 de junio de 1997).

 

          Es posible que a alguno de los innumerables visitantes de la Exposición monográfica que en torno a la Gesta del 25 de Julio se ofrece en el Fuerte de Almeyda, haya sorprendido quizá la contemplación de las bellísimas banderas que allí se exhiben; las cuales fueron orgullosamente tremoladas por los heroicos defensores del Puerto y Plaza de Santa Cruz, en las memorables jornadas de julio de 1797, con ocasión del frustrado ataque de la poderosa escuadra británica que mandaba el hasta entonces invicto contralmirante Horacio Nelson.

          Tal sorpresa tendría lógica apoyatura en las notorias diferencias existentes entre esas antiguas enseñas y las de nuestro tiempo.

          Entendemos, por ello, que seria útil recordar, en este breve comentario, el origen, significado y evolución de las banderas, con referencia a las que, aunque deterioradas por el transcurso del tiempo, conservan en sus pliegues el amor y la veneración que les profesaron nuestros antepasados.

          El uso de la bandera en antiquísimo, sin que sea posible precisar la fecha -tal vez no muy lejana de las primeras luchas de la Humanidad- en que hizo su aparición, congregando en su torno a los combatientes con el mágico poder de un simbolismo inspirador de los más generosos sentimientos y de las más épicas acciones.

          Se dice que la ciencia de las banderas, es decir, la vexilología, nació, a la par que la heráldica, en los primeros años del siglo XII. Procedente de China, donde se origina. pasó –por la misma ruta que trajo a Occidente la seda y el papel- al mundo árabe, desde donde su uso fue transferido a los pueblos mediterráneos.

          Doctos especialistas señalan que los pueblos antiguos disponían de insignias identificativas -los asirios, la ballena; los babilonios, la paloma; los egipcios, el buey; los cartaginenses una cabeza de caballo clavada en una pica; los galos, el gallo, etc.- que ondeaban en sus bélicas campañas de conquista. Al consolidarse el poder casi omnímodo de Roma, se implantó el águila como insignia única de la República, que Constantino habría de trocar por el lábaro con el anagrama de Cristo, origen de los estandartes que usa la Iglesia católica.

          Fue en la Edad Media cuando a la insignia militar, hasta entonces denominada “signum”, “vexillum” o “labarum”,  se aplicó el nombre de bandera -vocablo de origen gótico— que se hizo extensivo a toda pieza de tela empleada como señal, para distinguir por sus figuras y colores a las naciones y los pueblos, como genuina representación del país y la nacionalidad; y que, por ello, llegó a ser objeto digno de los honores reales y de la bendición religiosa.

          Así, entre los romanos se prestaba juramento a las insignias y guiones ante los augures. La primera bandera solemnemente bendecida por el Pontífice fue la que Gregorio III envió al Rey de Francia. Por su parle, los Papas Esteban II y León III ofrecieron estandartes consagrados a Pipino y Carlomagno. En España introdujo esta piadosa costumbre Juan II de Castilla hacia 1429, en la guerra contra los moros.

          Pese a que desde el Concilio de León -año 1020- existía una elemental normativa sobre la materia. es con las Cartas Pueblas y en los Fueros Municipales donde tiene cabida la regulación vexilológica, que adquirió en poco tiempo extraordinario desarrollo.

          En España, la proliferación de enseñas y banderas, adoptadas muchas de ellas sin aparente justificación, resultó descomunal, por lo que Alfonso X creyó del caso reglamentar su utilización, que llevó a cabo mediante la inclusión en el Código de Partidas –el más relevante monumento legislativo de la época- de las Leyes XII, XIII, XIV y XV (Título III, Partida II), que se ocupaban de las señas, pendones y estandartes, tanto de las huestes como de la marina, determinando el modo de llevarlos en las batallas para distinguirse y ser conocidos; si bien, en tiempo de paz, el uso del guión y de la bandera real, como distintivos peculiares, quedaba exclusivamente reservado al Monarca.

          Sin innovaciones sustanciales, el citado ordenamiento se prolongó hasta los tiempos de la Casa de Austria, en que cada Tercio tuvo una bandera, aparte de las propias de las respectivas Compañías. Al transformarse los Tercios en Regimientos, se dio el nombre “coronela” a la bandera de la primera Compañía, por ir ésta al mando del coronel.

          Con el advenimiento de la Casa de Borbón al trono de las Españas, se produjo un importante cambio en la configuración de las enseñas y de las armas reales. Felipe V (1700-1746) introdujo sensibles modificaciones en la composición del escudo, sustituyendo la forma española por la francesa. Suprimió definitivamente el escudete con las Armas del Reino de Portugal; situando el de los Condados de Flandes y del Tirol entado en punta, e introduciendo un escusón ron tres lises de oro sobre campo de azur y bordura de gules, privativo de la dinastía reinante.

          Respecto de la bandera, el mismo monarca dispuso en 1728 la supresión de los colores hasta entonces existentes -rojo en Castilla y Navarra; blanco en León, Granada y Aragón Antiguo; amarillo y rojo en Cataluña y Aragón Moderno -que fueron sustituidos por un único color, el blanco de los Borbones, para las enseñas del Ejército y la Marina-, si bien por el Real Decreto de 28 de mayo de 1785, Carlos III restableció los antiguos colorea, amarillo y rojo, para los navíos de la Armada, a fin de evitar la confusión, en el mar, con las blancas enseñas de Francia, Parma y Sicilia. En 1843 se restablecieron definitivamente para las banderas del Ejército loa colores amarillo y rojo, que no fueron otros que los de Nápoles, Aragón y Cataluña, introducidos por Alfonso V el Magnánimo a mediados del siglo XV; aunque es lo cierto que los citados colores formaban parte de la vexilología aragonesa desde 1375, según resulta del atlas de Cresques Abraham. Y, antes, en el sello real de Jaime I,  aparecía el escudo cuatribarrado.

          Las tres banderas que se reproducen en este breve estudio, -que, como hemos adelantado, se muestran en la Exposición del Museo Militar Regional de Canarias, en el Fuerte de Almeyda, y cuya visita nos resulta grato recomendar -fueron confeccionadas en torno a 1745, y son: la atribuida al Regimiento de La Orotava (154 x 145 cm), que se encuentra muy deteriorada; la del Regimiento de Guía (145x145 cm.); y la que se supone perteneció al Batallón de Infantería de Canarias (186 x l68 cm.), la de mayor tamaño y, sin duda, la mejor conservada tras su restauración.

          Todas son de tafetán blanco e incorporan las Armas Reales de Felipe V reunidas en el siguiente escudo cuartelado:

          Primero: Reinos de Castilla y León; entado en punta, Reino de Granada. Segundo: Reino de Aragón y de las Dos Sicilias. Tercero: Archiducado de Austria y Ducado de Borgoña Antigua. Cuarto: Ducado de Borgoña Moderna y Ducado de Brabante. Entado en punta y caído. Condados de Flandes y del Tirol. Sobre el todo, un escusón, con tres lises de oro, puestas dos y una, en campo de azur y bordura de gules, de la Casa de Borbón.

          Soportes: En la bandera del Regimiento de Guía, dos leones rampantes, coronados. Rodeando los escudos, el collar del Toisón de Oro y la venera de la Orden francesa del Espíritu Santo. Al timbre, Corona Real cerrada.

          Hoy, estas banderas son historia viva y ejemplar, de la que debemos seguir aprendiendo; pues conservan el entrañable recuerdo de quienes, por honrarlas y defenderlas, estuvieron dispuestos a dejar su vida en el empeño.

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