María susurra una canción (Cosas que pasan - 16)

Por Jesús Villanueva Jiménez  (Publicado en La Opinión el 29 de enero de 2012).

 

          Cande se asomó a la ventana. Llovía a cantaros y hacía un viento que asustaba. Las gotas de agua percutían sobre el vidrio como palos sobre la piel de un tambor, aunque de manera más aguada, más musical, más vertiginosa. Debía ser media mañana. Miró el reloj. Acertó, eran las diez y cuarto. Ese día la niña no fue al colegio, se habían suspendido las clases; ya se hacía sentir el temporal que venía anunciándose desde hacía un par de días en toda la prensa local. La lluvia arreciaba y tales eran los nubarrones grises que invadían el cielo, que apenas entraba luz desde el exterior. “Qué día más triste, por Dios”, pensó Cande, mirando a María, su hija, que jugaba sentada sobre la alfombra con varias muñecas y minúsculos cacharros de cocina. La niña susurraba alguna cancioncilla, como siempre, improvisada, fruto de su imaginación.

          Esa mañana no saldría en busca de trabajo Candelaria, tenía que cuidar a María, y, además, con esta lluvia del demonio… para qué. En breve haría un año que Cande había perdido el empleo, después de doce de dependienta en la misma tienda… Nada se pudo hacer por evitar el cierre. La dueña, más amiga que jefa, quedó casi en la ruina. “Y es que no se vendía un dedal, maldita sea”, pensó Cande de pronto, mientras ponía la cafetera al fuego. “¡Maldita crisis… maldita desgracia la mía…!”, se repetía una vez más, otra de tantas.

          Para colmo de males, meses antes de engrosar Cande las listas del paro, ella y su marido se habían planteado divorciarse. Catorce años de matrimonio que se fueron apagando poco a poco. Mil veces se había preguntado Cande el porqué de aquella apatía que había envuelto sus vidas como las nubes el cielo de la ciudad ese día de perros. No obstante, convinieron aguantar el temporal de la crisis económica a la par que la crisis matrimonial… “¿Crisis?; ¡qué crisis!, si llevamos así media vida en común”, se preguntaba y contestaba al mismo tiempo Candelaria, cuando el aroma del café escapaba de la cafetera junto al vapor que se abría paso por el resquicio de la tapa. “¿Quieres un Cola-cao, María?”, preguntó a la pequeña, que seguía jugando con las muñecas y los cacharritos de cocina, canturreando, en su mundo, tan ajena al chaparrón que anegaba las calles, como a la tensa calma que sufrían sus padres desde hacía mucho tiempo. María no contestó, sumergida en sus juegos, dando vida a sus muñecas que preparaban un potaje con muy buena pinta, dado la sonrisa de la niña y la algarabía de sus vitales compañeras de juego en su infinita imaginación.

          Cande se sirvió un café. Ensimismada en sus pensamientos se quemó los labios. “Es que estoy tonta”, musitó. Con la taza en la mano se sentó en uno de los sillones del saloncito, donde María jugaba sobre la alfombra. Cande sopló varias veces para enfriarlo; ansiaba dar un sorbo. Entonces acercó la taza a la boca y sorbió placenteramente; luego suspiró. El aguacero seguía torpedeando el vidrio de las ventanas y María tarareaba una canción interminable. Cande dio otro sorbo de café y volvió a suspirar, clavando la mirada en las facturas que descansaban sobre la mesita que ocupaba el centro del saloncito. De dos sobres abiertos sobresalían avisos del banco, desagradables, amenazantes, angustiosos. “Sólo se deben dos meses, por Dios, después de diez años sin retrasarnos con un solo recibo… y ese tono desagradable, por Dios, por Dios”, se dijo así misma, entre sorbo y sorbo de café. Miró una foto enmarcada del viaje de novios que hicieron a Venecia. Sobre una góndola se besaban. Ni recordaba cuanto tiempo hacía que no se daban un beso como aquel. Cande pensó en las veces que, a oscuras y en silencio, ambos se dejaban llevar bajo las sábanas. Luego todo volvía al presente, a la apatía, al hastío. No había sido más que la pura necesidad vital. “Están echando a gente del trabajo… Y sé que estoy en la lista de los próximos… ¡Jojer, lo que nos faltaba!”, fue todo lo que le dijo su esposo al término del último revolcón. Qué desesperanza sintió entonces. “¡No podía haber esperado otro momento! Para una vez que no estuvo mal del todo, va el muy imbécil y me agua la fiesta. Si a aquello se le puede llamar fiesta”, pensaba, mirando el fondo de la taza vacía.

          Cande se puso otro café. Aún quedaba caliente en la cafetera. Miró a María que seguía canturreando otra de sus canciones interminables. Parecía que llovía menos. “¿Cómo he llegado hasta aquí?”, se preguntó de súbito Candelaria. Una punzada le atravesó el pecho: ¡maldita ansiedad! “¿Cómo hemos llegado hasta aquí?”, se volvió a preguntar, mirando la foto de aquel beso sobre la góndola, en su luna de miel en Venecia. Cande suspiró y gimió a la vez, en un sollozo que no pudo reprimir. María volvió la cara y miró a su madre. “¿Porrr qué llodas, maaami?”, dijo la niña, clavando la mirada en las pupilas acuosas de su madre. Cande observó a su hija con ternura. María tiene doce años, aunque no aparenta más de siete u ocho; tiene la carita redonda, sonrosada, y los ojos rasgados; su sonrisa perpetua muestra los dientes separados. Sólo deja de sonreír cuando percibe a su madre triste. Y ahora su madre está triste y llora. “¿Porrr qué llodas, mamí?”, repitió María. Cande suspiró y se sonó la nariz. María dejó las muñecas sobre la alfombra y se acercó a su madre. Al llegar a ella se abrazó a su cintura y pegó la carita a su vientre. “No llorez, mami, que yo te quiedo mucho”. Cande se puso de rodillas y miró a su hija. María le sonrió, la besó en la húmeda mejilla y la abrazó aun con más fuerza. “No llorez, mami, que yo te quiedo mucho”, repitió la niña. Cande cerró los ojos, y respiró profundamente sintiendo entonces una paz inmensa, aquella paz que milagrosamente le transmitía María cuando le abrazaba, canturreando una de aquellas cancioncillas infinitas, tan infinitas como el amor que ella sentía por su hija.

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