Memoria de la memoria. (Prólogo al libro de Daniel García Pulido "San Rafael y San Roque. Un camposanto con historia")

A cargo de Sebastián Matías Delgado Campos  (Febrero de 2000).

 Prólogo a un trabajo necesario

           En mis tiempos de estudiante de Letras en la Universidad de La Laguna, don Elías Serra nos sorprendió, en un examen, a los alumnos de Historia Universal, con la siguiente pregunta: “La incineración funeraria”. Aquel gran maestro de los historiadores canarios contemporáneos, siempre más atento al mundo de las ideas que al conocimiento memorístico de datos y nombres, pretendía que hubiéramos entendido tal práctica mortuoria como una consecuencia lógica de la forma de vida de los primitivos pueblos nómadas.

          Porque, en efecto, aquéllos hombres que dependían para su sustento de lo que podían coger o cazar, estaban obligados a moverse constantemente de un lugar a otro, esto es, carecían de ubicación fija en el territorio y, por ello, resultaba lógico que se negaran a abandonar los cadáveres de sus deudos y los dejaran expuestos al saqueo y a la depredación. Ante esto procedían a su cremación (incineración resulta ser un término mucho más refinado que alude a su reducción a cenizas), lo cual supone que esta práctica es, como mínimo, posterior al conocimiento del fuego.

          Este rito, que muchos pueblos (sobre todo indoeuropeos) han practicado luego, y aún, en algún caso, siguen practicando, tiene un evidente sentido vindicativo y purificador, porque, si la muerte ha podido doblegar al individuo hasta extremos de provocar incluso su descomposición, con el fuego nos parece que nos imponemos a ella y le impedimos su éxito total: el fuego acaba con la enfermedad, impidiendo su expansión, y con la muerte, reduciendo su consecuencia material a un puñado de cenizas.

          Pero es que, además, esta purificación material adquiere de inmediato una correspondencia en el terreno espiritual. Mediante esta práctica, el espíritu, queda también liberado de su soporte material, y, por ello, no es extraño que, en algunos de los pueblos que la practican, cobre cuerpo la teoría de la reencarnación.

          En algún momento, el hombre terminó inventando la agricultura y la ganadería, y, con ello, el abandono de su impenitente trashumancia. Ahora se localizó en el territorio de forma permanente y dio lugar a los asentamientos humanos. Ya no tenía necesidad de abandonar los cadáveres, ni de deshacerse de ellos mediante el fuego, que en todo caso convertía la separación en definitiva. Ello propició la aparición de otras prácticas funerarias más ligadas a la idea de la conservación que de la destrucción, lo que, de alguna manera, posibilitaba un contacto más permanente con el difunto o, mejor, con su recuerdo, que resulta, sin duda, menos traumático y más consolador.

          Algunos pueblos muy contados (los egipcios, los aborígenes canarios, etc.) practicaron la momificación, que resulta ser un intento extraordinariamente refinado de domeñar no la muerte, pero sí sus consecuencias. Mientras se consiguiera mantener el soporte físico del finado, su espíritu se conservaba igualmente. Lo otro significaba la destrucción total, la pérdida irreparable.

          Pero la práctica funeraria más extendida iba a ser la de la inhumación, que además de suponer la localización permanente del enterramiento y, a través de él, del mantenimiento de un sentimiento de no separación definitiva del fallecido, se apoya en la hermosa idea de que de la muerte nace la vida,  al igual que es necesario enterrar (sembrar) el grano para que surja la planta (como se ve, una idea claramente ligada a los pueblos agricultores), hasta el punto de que se llega a enterrar desnudos a los cadáveres para que estén en un contacto más directo con la tierra.

          En algunos de estos pueblos, esta práctica está alimentada, además, por otra idea trascendente: la de la resurrección, para la cual no interesa destruir el cadáver, y, no hace falta decir, que, en este grupo se hallan los pueblos cristianizados.

          Sin un rito como este, no hubieran tenido cabida en el Nuevo Testamento  episodios tales como el de la resurrección de Lázaro, que no fue sino anticipo del más trascendental y definitivo de la resurrección del propio Nazareno, cuestión fundamental para los creyentes, puesto que, al decir de San Pablo, “si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe”.

          En todo caso, parece claro que la inmensa mayoría de los hombres no se ha resignado a aceptar la muerte como un simple hecho biológico provocado por la desorganización de la materia, sino que, con la experiencia de los vínculos afectivos que los ligaban a los difuntos, se han negado a la idea de aquélla supusiera la separación total y definitiva. Así es como surge la idea del espíritu, un ente inmatérico (y por ello inmortal) con el que cabe seguir manteniendo contacto a través del pensamiento, y con el que podremos reencontrarnos cuando también nosotros crucemos ese umbral inevitable de nuestra nadificación terrenal, para trascender de modo irreversible a un mundo perdurable no sujeto al espacio ni al tiempo.

          Esta idea es básica en la cimentación de cualquier credo religioso, y en especial del nuestro, el cristiano, y ello justifica la importancia con que siempre se rodeó a la muerte y sus consecuencias. Por ello, los cementerios estuvieron historicamente próximos a los templos, junto a ellos, e incluso bajo ellos, que venían a ser, sin duda, los mejores recintos para cobijar y arropar nuestros despojos terrenales, en su circunstancial tránsito hacia la eternidad.

          En Santa Cruz de Tenerife, esta función correspondió fundamentalmente a su único templo parroquial, el que primero se intituló de Santa Cruz, y luego de Nuestra Señora de la Concepción, concluído, en su fábrica inicial, ya en 1501. A lo largo de una dilatada, azarosa y aleccionadora historia de ampliaciones sucesivas (para dar respuesta a las necesidades de la población) que no acaba hasta mediados del siglo XIX, en el que alcanzó su configuración actual, este templo fue la principal necrópolis del lugar, hasta el momento en que comienza a utilizarse, antes incluso de su terminación, el cementerio civil de San Rafael y San Roque, primero de los de esta naturaleza que se construye en Canarias, y que convierte a Santa Cruz de Tenerife en la pionera de esta iniciativa en nuestro archipiélago.

          Don José Miguel Sanz de Magallanes, en un tan reciente como pacientísimo y meticuloso estudio titulado “IN MEMORIAM, Antiguos habitantes de Santa Cruz. Enterramientos en la parroquia de La Concepción”, a punto de publicarse en el momento de redactar este prólogo, registra más de doce mil en el interior del templo, y más de quince mil contando los que se hicieron en su exterior.

          Porque, en efecto, en un documentado artículo publicado en el periódico La Tarde el 17.01.1944 y titulado "Osario y Cementerio", Sebastián Padrón Acosta, nos aclara que el templo parroquial, además de servir él mismo de lugar de inhumación, dispuso, junto a él de cementerio localizado en su costado sur, esto es, el que da al barranco, y de osario por el lado opuesto, en el lugar que luego se llamó el Callejón del Osario  que lo separaba de las edificaciones más próximas (hoy desaparecidas) que cerraban la Plaza de la Iglesia por el costado de levante. Este osario, cuyo solar alcanzaba hasta la zona en que se levantó la torre actual, se trasladó en 1777, al construirse ésta, al costado opuesto, junto al cementerio.

          Pero no fue la parroquia el único lugar de inhumación, también lo fueron los dos templos conventuales de dominicos (Nuestra Señora de la Consolación, fundado en 1610 sobre la ermita de su nombre) y de franciscanos (San Pedro de Alcántara, fundado a partir de 1676 sobre la ermita de Nuestra Señora de la Soledad y San José), la Capilla de la Venerable Orden Tercera (junto a este último), y hasta la ermita de Nuestra Señora de Regla, a la que hubo de recurrirse en la epidemia de fiebre amarilla de 1810 (ver Santa Cruz, bandera amarilla de Luis Cola Benítez, pág. 142).

          Mención aparte merece la ermita de San Sebastián, que aunque no aparece grafiada en el plano de 1588 de Torriani (escribe S. Sebastiano junto al borde de la muralla en lugar próximo a San Telmo ermita con la que erróneamente la identificó), ni en el de 1669 de Lope de Mendoza (quizá por estar muy  a las afueras de su ámbito de representación), es muy antigua. En otro lugar (“Apuntes sobre el Puerto y Plaza Fuerte de Santa Cruz de Tenerife, a finales del siglo XVIII", en el catálogo La Gesta del 25 de Julio de 1797, publicado en 1997), he indicado que “Su situación extraviada (junto al camino más antiguo hacia La Laguna, y muy a poniente de la población de aquel entonces) y el hecho de estar dedicada al santo que era abogado contra la peste, hacen pensar que se construyó para consagrar algún enterramiento masivo con motivo de alguna de las epidemias que con tanta frecuencia se dejaron sentir en las islas, quizá de la famosísima peste de Landres del año 1582 (con este motivo se erigió en las afueras de La Laguna la ermita de San Juan Bautista), que también afectó gravemente a Santa Cruz". Viene en apoyo de esta hipótesis esa mención del ingeniero cremonés ocho años más tarde, que al menos denuncia ya su existencia.

          En caso de que esta hipótesis fuera cierta, estaríamos, como en el caso lagunero, ante otro ejemplo de generación inversa, es decir, que, en lugar de un templo que sirve de enterramiento, es un enterramiento el que da origen al propio templo. La devoción que Santa Cruz sintió por aquel santo no fue cosa pasajera, pues consta que, por su fiesta, el 20 de enero, los vecinos acudían en romería a su ermita a buscar su imagen que trasladaban a la parroquia, desde donde, después de celebrar diversos cultos en su honor (y seguramente también en sufragio de cuantos murieron víctimas de tales calamidades), la devolvían a su santuario, hasta el año siguiente.

          Y, todavía, cabría añadir otros lugares de inhumación, como lo fueron algunos situados a la vera de ciertos establecimientos sanitarios, tales como el Lazareto (aparecieron restos con motivo de las aún recientes obras tras su infausta demolición) y el primer hospital militar construído en 1779 donde luego se construyó el actual edificio de la Capitanía General de Canarias (según parece, al construírse la Plaza de Weyler, tambíen se descubrieron despojos humanos). En ambos casos la explicación es tan lógica como innecesaria.

          Así no puede extrañarnos que en 1805, conscientes de la colmatación de los templos, se hiciera, sin éxito, una tentativa de iniciar un camposanto junto a otra institución sanitaria, el Hospital de Nuestra Señora de los Desamparados, que fue rechazada por los vecinos, y que, tras el citado episodio ya citado de la ermita de Regla, se decidiera por fin  acometer, en 1811, la construcción de uno que respondiera no sólo a las necesidades de la población, sino también a las nuevas exigencias sanitarias que entonces se demandaban, tanto de forma oficial como por los ciudadanos más instruídos.

          Uno de éstos fue un sacerdote lagunero, por aquella época Provisor, Vicario General y Gobernador eclesiástico de Tenerife, don Pedro José Bencomo, que había sido Comisionado Regio para el establecimiento de la Universidad de San Fernando, y que fue uno de los protagonistas de aquel impulso. No me resisto a copiar aquí el alegato del Sr. Bencomo, que reproduce Padrón Acosta en el artículo antes citado y que es altamente revelador de la inquietud que reinaba entre la población y el deseo de superar eficazmente la situación:

                    “El Ayuntamiento Real de la Villa de Santa Cruz que siempre ha mirado como una de las principales atenciones de su instituto la higiene pública, conocía hace muchos años la necesidad de un cementerio que expuesto al aire libre y separado de la población, alejase las miasmas corrompidas de la putrefacción de los cadáveres, pero se hallaba con dos grandes obstáculos que vencer: el uno era la antigua costumbre de hacerse los enterramientos en las iglesias, y el otro la falta de fondos en los ramos destinados a un objeto tan interesante, puesto que las rentas de la Fábrica parroquial apenas rinden para los gastos más precisos del culto, y las de propios son casi ningunas.”

                    “El pueblo que más de una vez había sido afligido con la exterminadora fiebre amarilla, y caminando siempre a su ilustración con el poderoso influjo de sus muchas relaciones mercantiles, se fue despreocupando, que el templo como casa de oración, donde con frecuencia es la mayor reunión de los fieles para ofrecer sus votos a Dios, no era el lugar más a propósito para la humación de los cadáveres, porque desenvueltos allí los miasmas pútridos serían causa de enfermedades malignas y muy capaces de propagar un contagio pestífero. Estas ideas y el triste recuerdo de las epidemias pasadas, le hacían sin duda odiosa aquella antigua costumbre, y ya no había en esta Villa, quien no desease el cementerio fuera de los templos. Vencido el primer obstáculo, el Ayuntamiento que anhelaba verlos vencidos todos, no perdió tiempo en abrir una suscripción voluntaria empezando por sus mismos individuos para reunir fondos; y en efecto los vecinos contribuyeron gustosos a ello, a pesar de la decadencia de su comercio tan floreciente en años anteriores. Encargada entonces la obra a la economía del Caballero Regidor don José María Villa quedó terminada el cuatro de marzo de mil ochocientos veinte y tres, siendo capaz para una población de veinte mil almas, (…) cuyo gasto ascendió a cuatro mil setecientas cuarenta y tres ps. y seis mrs.”

          En una reciente intervención pública he manifestado mi opinión de que, si bien por diversos historiadores se ha dicho que el XVIII es el siglo áureo de Santa Cruz, entiendo más bien que lo es el periodo que transcurre durante todo el XIX y los primeros cuarenta años del XX. Porque, aún cuando, es cierto que durante el XVIII se produce el definitivo despegue de la población (hasta igualar a la de La Laguna y la de Las Palmas) y de su asentamiento, ello se debió a la confluencia de una serie de circunstancias favorables (destrucción del puerto de Garachico, traslado de la Capitanía General, monopolio del comercio con Indias, rechazo victorioso de los invasores ingleses, etc.) y a la suma de innumerables iniciativas particulares (casas de habitación  y comercio, monumentos, etc.) y oficiales (abastecimiento de aguas, fuentes, puentes, plaza, alameda, etc.). Prácticamente el único empeño colectivo fue la construcción del muelle (también el primero en el archipiélago).

          Es a partir del momento, 1803, en que nuestro lugar adquiere formalmente su condición de Villa Exenta, con la constitución de su primer Ayuntamiento como tal, cuando Santa Cruz empieza a respirar como una auténtica colectividad, y es a lo largo del periodo señalado cuando adquiere personalidad propia y se erige en la principal protagonista de la vida insular y hasta regional al alcanzar el rango de capital de Canarias, que detentó durante más de un siglo. Para ello, para configurar la primero Villa y luego Ciudad, se desatan las iniciativas en pro de la educación, de la cultura, de la expansión urbana, del embellecimiento, de las comunicaciones, de los servicios administrativos e institucionales, y por supuesto de la higiene, aspecto en el cual debe entenderse la de la construcción del cementerio católico de San Rafael y San Roque, con su anexo posterior, la popular “chercha”, para los que no lo eran.

          Así pues, esta necrópolis forma parte de la memoria histórica de la mejor época del modo ser santacrucero, del que se movía con el vigoroso latido de las mejores aspiraciones y los más nobles impulsos colectivos, de aquella ciudad abierta, generosa, tolerante, inquieta y políticamente ejemplar.

          En aquel camposanto hallaron sepultura varias generaciones de aquellos santacruceros ilustres (de nación o de adopción, que nunca establecimos barreras) que se dejaron la vida en sus afanes para engrandecer más o menos modestamente, según sus fuerzas, esta ciudad, y para definir su estilo y su personalidad hoy, por desgracia, menguados. Sus familias aún los recuerdan, y, tanto ellas como cualquier ciudadano sensible,  tienen en este lugar una cita indeclinable con su propia memoria. Por esto he titulado este prólogo Memoria de la memoria.

          Daniel García Pulido, un joven y animoso investigador, enamorado apasionadamente de nuestra historia, ha sabido, con su fina sensibilidad, valorar adecuadamente la importancia de este testimonio, y, en medio de la general indiferencia se ha dedicado pacientemente a su estudio.

          Precedido del hermoso y significativo epitafio de la tumba de Sabino Berthelot, que es toda una declaración de intenciones, García Pulido, en su introducción, justifica su dedicación a este tema y las innumerables dificultades (a veces insalvables) que encontró en su realización. A continuación expone, en unos documentados apuntes históricos las circunstancias que le rodearon desde su gestación y nacimento hasta su clausura, para dar paso al nuevo de Santa Lastenia; ha levantado croquis de las sepulturas existentes y las ha numerado cuidadosa y ordenadamente para su fácil localización; ha anotado sus inscripciones;  ha inventariado a los personajes allí citados, complementando ésta con una valiosa información biográfica de muchos de ellos, que posibilita al lector una adecuada valoración de los mismos; y, finalmente ha confeccionado un índice general que permite una consulta rápida y efectiva en el texto, y su verificación física en el lugar; y todo ello lo ha hecho de forma práctica, eficaz y atinada.

          Ésta, como toda obra humana, es perfectible y susceptible de ser ampliada en la medida en que aparezcan nuevos datos, pero su autor no ha querido demorar ni un momento más su publicación, porque su objetivo no ha sido sólo el de suscitar nuestro interés por este lugar. Si se lee su breve epílogo se advierte además una apremiante llamada de atención hacia su estado de abandono y deficiente conservación, en medio de un ambiente urbano que   lo ha descontextualizado por el procedimiento de ignorarlo.

          Quien escribe estas líneas ha podido comprobar “in situ” su lamentable realidad, y ha sentido vergüenza e indignación al comprobar su galopante deterioro víctima del vandalismo más analfabeto e irredento, y de la pasividad ignara e irresponsable de todos y, en especial, de los poderes públicos, que tienen el deber de velar por el patrimonio colectivo.

          Por tanto, este trabajo de Daniel García Pulido supone también una angustiosa llamada de socorro para salvar lo que aún permanece, que, aún deteriorado como está, es un valioso e irremplazable testimonio histórico de nuestra ciudad.

          Se comprende, pues, que, tanto por el interés que despierta su contenido como por lo que tiene de aldabonazo sobre nuestras conciencias, éste es un trabajo que era necesario. A su autor, que merece todo nuestro reconocimiento por su dedicación y por el espléndido resultado de ella, queremos animarlo a proseguir ese incómodo pero gratificante camino de desvelar los infinitos matices de nuestro devenir histórico, y al amable lector pedirle que se deje envolver por el ancestral aroma del pasado y que se sumerja en él con el respeto y la unción que debemos a quienes nos precedieron en la nunca fácil y casi siempre abnegada tarea de forjar esta Ciudad Muy Leal, Noble, Invicta y Muy Benéfica.

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