Ataques piráticos a La Palma

 
A cargo de Emilio Abad Ripoll (Club Náutico de Santa Cruz de La Palma el 20 de mayo de 2008. Con menor extensión esta conferencia se había impartido en el Casino de Los Llanos de Aridane el 14 de junio de 2007).

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GENERALIDADES 

          Todos los adultos sabemos que hay una, llamémosle, profesión a la que se encasilla como “la más antigua del mundo”. Pues bien, muy cercana en el tiempo, coetánea de aquella, hay que situar a la piratería, que es sin duda una de las actividades humanas que se conoce desde tiempos bíblicos, y que, como la citada profesión, se sigue practicando hoy en día en muchas facetas de la vida, aunque en su versión más aventurera circunscrita normalmente a aguas asiáticas.

          Si tuviéramos que determinar el “siglo de oro”, el período de mayor esplendor de la piratería clásica, sin dudar lo situaríamos en las décadas en que finalizaba la Edad Media y comenzaba la Moderna. Varias son las razones que apoyan esta afirmación: la principal, los descubrimientos geográficos, que traían consigo nuevas tierras pobladas por gentes que no podían oponerse a la codicia de los piratas, inmensos territorios legendarios en los que el oro y la plata parecían reproducirse como las valoradas especias, en la ramas de los árboles; tesoros que debían ser transportados por mar, un mar demasiado grande para poder ser controlado por las fuerzas del orden y la ley; añádanle el poco valor que se daba a la vida humana, incluida la propia, y la sed de aventuras tan característica de aquellos tiempos, y tendremos un excelente caldo de cultivo para el virus de la piratería.

          La literatura y el cine han creado alrededor de la piratería un halo casi romántico, anecdótico, de una importancia sólo puntual, de un interés localizado. Pero lo cierto es que los piratas, personas que hacían el trabajo en beneficio propio o de un tercero que los contrataba, y los corsarios, que lo efectuaban por encargo de un rey o de un gobierno, hicieron tambalearse en alguna ocasión a aquel enorme imperio español, “el más grande que vieron los tiempos”.

          Y era en aquellos momentos cuando también Canarias acababa de ser descubierta y colonizada; y poco después se convertiría en el lugar en el que se entrecruzaban casi todas las rutas de la tierra: las que iban y venían de la India siguiendo el único camino posible, el del Cabo de Buena Esperanza; las que iban a las otras Indias, a América, aprovechando los alisios. Y Canarias llegó a ser parada, fonda, taller de reparaciones, vivero de marineros…

          En la piratería que más directamente afectó a Canarias hubo una primera fase de rivalidad, política, militar y conquistadora en la que las islas sufrieron los choques expansionistas con Portugal, una vez que los lusos acabaron la reconquista de su parte peninsular y los castellanos y aragoneses, especialmente aquellos, se acercaban al final de la suya. Pero con los Tratados de Alcaçobas, en 1480, y Tordesillas, en 1494, que delimitaron la parte del mundo que se abría a la civilización que correspondía a España y la que dependería de Portugal, esos ataques, prácticamente, desaparecieron.

          Pero Francia primero, Inglaterra poco después y, por fin, Holanda, no podían quedarse sentadas viendo la supremacía hispano-lusa. Y una forma muy sencilla (mucho más fácil, y desde luego menos peligrosa, que la de enfrentarse en los campos europeos a nuestros invencibles Tercios) era golpear el bajo vientre de ambos Imperios, y, en nuestro caso, cortar el cordón umbilical que unía a la España de Europa con la España de América, con un doble objetivo:

               a) Impedir que el oro y la plata americanos, tan necesarios para alimentar las necesidades de los poderosos ejércitos hispanos y soportar la estructura del enorme edificio imperial, llegara a Sevilla.

               b) Introducir en América los productos manufacturados que, como consecuencia de ese corte, y de la pequeña producción española para el gran mercado americano, se pagaba allá a precio de oro.

          Francia, con la primera de esas intenciones, empezó a fomentar la piratería, aprovechando al principio las rivalidades entre nuestro Carlos I y su Francisco I; luego sacando ventaja de las guerras de religión entre católicos y hugonotes que asolaban su territorio, con incursiones sanguinarias, sacrílegas contra todo lo católico que, de paso, oliera a español. Y eso lo sufrieron directamente en La Palma. Luego fueron Inglaterra, y Holanda, añadiendo a la primera la segunda de aquellas intenciones, y alternando la piratería a gran escala, con la de las rapiñas y saqueos.

          De ambas modalidades fueron testigo las Canarias y la situación se hizo notoria desde los inicios del reinado de Isabel I. Si Inglaterra fue la maestra sin rival en esta “guerra disimulada y artera”, se puede también decir que los 3 países empezaron a construir sus imperios con la inestimable actuación de sus piratas y corsarios.

          Y todos venían aquí buscando agua, vituallas, reparaciones, mano de obra, etc., unas veces a la fuerza y otras incluso con “amigos” en tierra; con desembarcos y ataques en los que la mayoría de las ocasiones la suerte les fue esquiva; situaciones que, como tan bellamente escribe don Antonio Rumeu de Armas: “fueron labrando día a día la epopeya de un pueblo, pacífico y tranquilo, dispuesto a defender con su sangre y su vida no sólo su independencia, sino también su unión indisoluble con la que desde el siglo XV fuera su Patria, España.”

          También serán importantes escuadras, al mando de célebres almirantes, como Van der Does, Jennings, Blake, Drake o Nelson, las que, con objetivos de mayor importancia, llegarán a nuestras costas. Y si en el XVI alguno tuvo un éxito relativo en su intento, lentamente, con penurias y carencias, pero con determinación, el Archipiélago se fue fortificando; y, además, habían nacido, a imagen y semejanza de las Unidades Provinciales de Milicias peninsulares, nuestras Milicias Canarias, un ejército pequeño, pero eficaz y combativo, conocedor del terreno que otros trataban de hollar.

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          Y así se fueron acabando los ataques, cuyo último coletazo, cuando casi se acababa el siglo XVIII, ha sido calificado como “el hecho más importante de la Historia de Canarias desde su incorporación a la corona de España”: La victoria del General Gutiérrez, las Milicias y los tinerfeños sobre el laureado Nelson.

 

LOS MEDIOS PROPIOS

          Desde que era muy joven, militarmente hablando, me enseñaron que para poder resolver en campaña lo que denominábamos “el problema táctico”, es decir a llegar a la solución, a la decisión más adecuada, había siempre que estudiar cuatro factores fundamentales, que eran, por este orden, la Misión, el Terreno, el Enemigo y los Medios propios.

          Pues bien: vamos a enfrentarnos a esta charla como si de una búsqueda de decisión se tratase. ¿Cuál era la Misión de los que defendían la isla en los siglos XVI y XVII? Sin duda, conservar su libertad, sus vidas y sus haciendas, y la unión con la corona española, frente a los ataques piráticos o de flotas de otros países que se presentasen en estas aguas con aviesas intenciones. ¿Cuál era el Terreno? La Isla Bonita, luchando primero en sus playas y costas, luego en los pueblos y aldeas y, si preciso fuese, en el abrupto interior. ¿Cuál era el enemigo? Dentro de unos minutos hablaremos de él. Por tanto sólo nos queda, por el momento, tratar de los Medios propios, de lo que se tenía, hombres, armas y fortificaciones para cumplir la misión rechazando al enemigo.

Los hombres

          Dice nuestra Doctrina militar que el hombre es el factor fundamental del combate. Justo es, pues, que hablemos primero de las Milicias Canarias que durante más de 3 siglos defendieron ésta y las demás islas del Archipiélago. ¿Quiénes las componían? ¿Cuántos eran? ¿Desde cuando se empezaron a organizar para la defensa? ¿Qué preparación militar tenían?

          Por lo que respecta al ¿desde cuando?, existen diversas teorías que esta tarde no hacen al caso, pero personalmente opino que la razón la tiene don Antonio Rumeu de Armas cuando escribía en su libro Canarias y el Atlántico que: “No se puede hablar en Canarias de un Ejército permanente, ni de una auténtica organización militar hasta los tiempos de Rodrigo Manrique de Acuña y Pedro Cerón (1551), en que las Milicias se estructuran y organizan no ya para una acción determinada, como el ejército de la conquista, sino como algo permanente y estable encargado de la defensa del país frente a sus invasores”.

          Antes de esa fecha la defensa se organizaba por islas, en función de la amenaza que sobre cada una de ellas se cerniera, pero ahora ya empieza a haber una normativa orgánica, incipiente si se quiere, pero basada en la de los Tercios Provinciales de Infantería de la Península. Hemos hablado de 1551, pero eso fue en Gran Canaria, porque en Tenerife se crearon 2 años después y aquí en 1554, es decir, tras el ataque de “Pie de Palo”. Al principio contaban, como es lógico suponer, con medios muy rudimentarios. Darias Padrón nos dice que “aquellas masas, poco coherentes y disciplinadas, eran dirigidas por un Cuerpo eventual de Oficiales, elegidos por los Cabildos respectivos entre las clases hidalga y acomodada”; se puede leer entre líneas y añadir que, en bastantes casos, con poca aptitud para el ejercicio de las armas. Esto empezará a corregirse cuando en 1589 Felipe II designe a don Luis de las Cuevas como “Gobernador y Capitán General de las islas de Canarias y Presidente de la Real Audiencia”, pues a partir de entonces se centralizarán muchas cosas, entre ellas el asunto del nombramiento y preparación de los Oficiales.

           El alistamiento era obligatorio, universal y masculino; es decir, todos los hombres útiles tenían que servir en las Milicias desde que cumplían los 16 años hasta los 60, si bien este límite superior variaba en función de las disponibilidades de personal. Debían dejar su trabajo en caso de alarmas, y se reunían una vez al mes, en domingo, para hacer instrucción. Se organizaban en Compañías de entre 150 y 200 hombres, y a la reunión orgánica de varias Compañías (que en Canarias llegaron a ser desde 3 hasta 12) se la denominaba Tercio, que era mandado por un Maestre de Campo. Con el cambio de dinastía, al llegar los Borbones con Felipe V, al iniciarse el siglo XVIII, el Tercio se llamará Regimiento y el Maestre de Campo, Coronel.

          Pero ciñéndonos a La Palma, quien realmente reorganizó la Milicia aquí (quizás debería decir “organizó”), fue un Gobernador de Tenerife llamado Juan López de Cepeda; visitó la isla dos veces el año 1554 y nombró Capitán General de La Palma (es decir, Jefe militar de La Palma, lo que no tenía nada que ver con las atribuciones que décadas después se conferirán al Capitán General de Canarias) a Juan de Monteverde, del que luego hablaremos también. López de Cepeda escribió una carta al Rey informándole de su trabajo y le contaba que “estaba organizando la gente en cuadrillas, como es necesario”. Y en otra misiva al Consejo de Guerra decía ya “tener organizada la gente en compañías y escuadras”.

          Monteverde también se dirigía al Consejo de Guerra en 1556 e informaba que contaba con 400 arcabuceros y 1.600 hombres de pelea, mal armados. Y en 1559 se organizaba el primer “alarde” o revista pública.

 

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          Como vemos en el cuadro que antecede, cuando Drake la atacó en 1585, La Palma contaba para su defensa con 2.045 hombres, de los que 600 eran arcabuceros y 1.445 piqueros.

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           Y en el cuadro anterior puede contemplarse la evolución de efectivos desde aquella fecha hasta el último cuarto del siglo XVIII.

Las fortificaciones

          Y una vez hablado de los hombres, vamos a charlar un poco de las fortificaciones defensivas de la isla de La Palma, ciñéndonos especialmente a los siglos XVI y XVII. Hablaremos en primer lugar, pues eran las de mayor importancia, de las de la capital, Santa Cruz, aunque no dejaremos de citar algunas otras, muy pocas, que se levantaron en sus inmediaciones o en otras partes de la isla.

 

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Torre de San Miguel (antes de 1554)

         

          La más antigua de las fortificaciones de Santa Cruz de la Palma fue la Torre de San Miguel, cuyos restos, según cuenta varios autores, han llegado a contemplarse hasta bien entrado el siglo XX. Se levantó al borde de la playa, donde existía un desembarcadero y donde luego se construyó el muelle que en 1584 proyectara Torriani.

          Se la denominó también en muchas ocasiones, por el lugar de su localización física, como la Torre del Puerto, y existe constancia documental de que ya estaba construida en 1515. Era de planta hexagonal, de 2 pisos, con vigas de madera. En el inferior, que constituía también el alojamiento de la guarnición, había troneras, y en el superior una especie de azotea con un pretil donde se asentaba la artillería. Estaba hecha de mampostería y su puerta de entrada, que daba al sur, estaba coronada por un gran escudo de España y otros más pequeños de temas de la isla.

          Pero una sola fortificación suponía muy poco para la defensa de Santa Cruz, que era, según se recoge en un documento de la época, “el puerto más frecuentado de Canarias, visitado constantemente por navíos que en él se detienen para sus cargazones y refrescos”. Además la torre era, en palabras de un Gobernador de aquel siglo, “pequeña, inútil y sin ninguna maña para la defensa”. Esas dos circunstancias, ser la única y no muy útil, fueron la causa de que en 1528, cuando el riesgo de ataques piráticos, debido a los enfrentamientos entre Carlos I de España y Francisco I de Francia, se estaba convirtiendo en amenaza, nuestro Rey y Emperador encomendara al Cabildo que se trabajara en fortificar mejor San Miguel y se pensara construir otra fortaleza nueva.

          Como dice el refranero castellano, “ojos que no ven, corazón que no siente” y si no se veían los barcos franceses, ¿para qué preocuparse? Y además cuando ni el Cabildo, ni por descontado los vecinos de Santa Cruz, que eran quienes debían pagar los costes de las obras, andaban muy boyantes. Pero también nos habla la Biblia de que hay que estar preparados porque “no sabemos ni el día ni la hora”… y el día y la hora llegaron cuando, como veremos luego, se le ocurrió a “Pie de Palo”, presentarse en la isla y saquear y destruir cuanto le vino en gana, casi impunemente, aquel nefasto año de 1553.

          Esa fecha, ese 1553, supuso la frontera entre un antes y un después en este aspecto de las fortificaciones. Como consecuencia del saqueo francés, se decidió empezar inmediatamente las obras para mejorar San Miguel y rematar otra fortificación, Santa Catalina, que estaba bastante adelantada. Y, además, se aprendió que en el frente de mar de la ciudad había al menos un punto vulnerable: aquel por el que habían desembarcado, y desde el que se había internado en la población la chusma pirata: la playa del barrio del Cabo, al lado norte del Barranco de las Nieves.

 

          En 1554 Felipe II, enterado del ataque de “Pie de Palo”, expedía una Real Cédula para acabar la obra del castillo de Santa Catalina. Por entonces, el Gobernador de Tenerife, López de Cepeda, como ya sabemos, había nombrado Capitán General de La Palma, dicho sea de paso, con la oposición vecinal y del Cabildo, a un señor llamado Juan de Monteverde, quien propuso construir a sus expensas otra fortaleza en La Caldereta. Ante el temor de que luego no hubiese dinero para construir ésta, y hubiese que gastar en ella lo previsto en la orden real, López de Cepeda estableció prioridades: ampliar San Miguel y comprar nueva artillería con el dinero que autorizaba la Real Cédula, mientras que el que prometía Monteverde para la Caldereta se dedicase a terminar Santa Catalina. Y así se hizo.

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San Miguel después de la reforma de 1555

         

          En 1555 ya estaba terminada la mejora de la Torre del Puerto o de San Miguel. Se le añadió un terraplén, que serviría como asentamiento para las piezas de artillería que debían proteger las naves surtas en el puerto. En un informe de la época se lee que “La fortaleza que está junto al puerto tiene una torre alta y junto a ella un terrapleno más bajo, de pared bien gruesa, de piedra, barro y cal; el cual dicho terrapleno tiene una plazeta buena, empedrada, do pueden estar las piezas de artillería, que tiene un pretil con troneras por donde se pueden servir las piezas gruesas de artillería que en la dicha fortaleza estuvieren; y en la dicha torre está otra placeta con otro pretil donde así mismo se puede servir la artillería”.

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Santa Catalina en 1560

         

          Y se acababa, por fin, Santa Catalina en septiembre de 1560. Tenía “una planta casi elíptica, en cuyo centro se alzaba un cubelo cubierto con tejado de pizarra. Sus muros exteriores eran de sillería, con recios contrafuertes, terraplenado en su totalidad y enlosado para formar la plaza de armas. Se entraba por una escalera exterior, separada de la fortaleza por un puente levadizo. La plataforma tenía un pretil hacia el lado de la mar y una alta muralla almenada hacia el frente de tierra. El cubelo central, de sillería, era de dos pisos y servía de alojamiento al alcaide y la guarnición”. A la vez se compraron 25 piezas de hierro y un cañón de metal, supongo que de bronce.

          Pero he citado antes la “lección aprendida”, el haberse dado cuenta de la desprotección existente por donde habían desembarcado en 1553 los piratas franceses. Había, pues, que proteger aquel lugar, levantando allí una tercera fortaleza.

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Plano de la Torre del Cabo y la muralla norte (Levantado por Riviére y su equipo de ingenieros militares en 1742)

          De modo que pasando hacia el norte el barranco de Santa Catalina, entre éste y la playa, se levantó una torre desde la que nacía la que se llamó “la muralla norte”, que se dirigía en dirección oeste hasta alcanzar la Loma de las Dehesas. Desde el momento en que se iniciaron las obras hasta su finalización sólo transcurrieron los tres escasos años que hay entre 1579 y 1582. Por el lugar de su ubicación, en el barrio del Cabo, la nueva obra defensiva se llamó Torre del Cabo y también Torre de Santa Cruz del Barrio.

          Esta nueva fortificación era un pequeño torreón de planta pentagonal, terraplenado y al que se accedía a través de la muralla. Era también de sillería y contaba con una plataforma enlosada, con su pretil.

 

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La puerta de la muralla norte (Dibujo de don Manuel Sánchez Rodríguez, 1923)

 

          Por lo que se refiere a la muralla, era igualmente de sillería, con la dirección y longitud expresadas, y hacia su mitad se abría una puerta de comunicación formada por un gran arco sostenido por pilares de piedra. Se adornaba con tres escudos: uno grande en el centro que era el de España, a su derecha el de la isla y a su izquierda el del Gobernador Álvarez de Fonseca.

 

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Plano del castillo de San Carlos (levantado por Riviére y su equipo de ingenieros militares en 1742)

 

          A unos 2 kilómetros de San Miguel y hacia el sur, en la playa de Bajamar, se construyó en 1568 un pequeño castillo, San Carlos, que malviviría hasta que en 1694 una avenida del barranco del Socorro lo inutilizó. El Capitán General ordenaría su demolición en 1742, a raíz de la visita que, como veremos dentro de poco, efectuó a la isla.

          Cuando en 1585 el famoso ingeniero Torriani visitara la isla de La Palma, cumpliendo el encargo de Felipe II de estudiar el estado de las defensas del Archipiélago y sus necesidades, recorrió en los casi tres meses y medio que duró su estancia aquí (semanas de casi permanentes roces con el Cabildo por temas económicos) las 3 fortalezas, visitó el llano de La Caldereta, al sur de Santa Cruz, donde Monteverde había ofrecido levantar otro torreón, tomó nota de la artillería existente y calculó la necesaria e inspeccionó también las unidades de Milicias y su armamento. Torriani opinaba que los 2 puntos vulnerables en la defensa de Santa Cruz de La Palma se situaban al norte, en la playa del Cabo (como había demostrado “Pie de Palo”, hacía ya 34 años) y al sur, en la playa de Bajamar (donde intentó desembarcar Drake, precisamente durante su permanencia en la capital palmera). Había, por tanto, que reforzar los dos extremos del despliegue. ¿Cómo? En la parte norte, excavando trincheras, mejorando y ampliando la muralla y acrecentando la importancia de su fuerte elevándole el parapeto. Hacia el sur, construyendo una fortaleza en la Caldereta que dominase con sus fuegos la playa de Bajamar.

          Pero alguien se preguntará: ¿y eran esas únicamente las obras defensivas con que contaba la isla cuando se acercaba ya el final del siglo XVI? La respuesta es que no, que había otras, pero de mucha menor enjundia que las tres ya citadas.

          Al este de la isla, y al sur de Santa Cruz, existían tres pequeños torreones: Uno en la Caleta del Palo; otro en el Puerto de la Sabina, o Cala de la Bajita, cerca de Mazo, entre la anterior y la Caleta de San Simón; y un tercero en esta última Caleta.

 

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Las fortificaciones de Tazacorte (Plano levantado por Riviére y su equipo de ingenieros militares en 1742)

         

Y al suroeste, cerca de Tazacorte, otros dos:

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Batería de San Miguel o de Puerto Naos hacia 1742

         

          San Miguel, en la desembocadura del barranco de Tinisque, y…

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Batería de Juan Graje hacia 1742

         

          ... de Juan Graje, en la desembocadura del de las Angustias, al pie del Time.

          Estos dos últimos habían sido construidos por el propietario de un ingenio de azúcar en Tazacorte llamado Pablo van Dalle. Eran pequeños reductos artillados con dos cañones cada uno para la defensa del puerto, desde donde se exportaba mucho azúcar hacia Flandes.

          Y por último, nos quedan otras obras que, si arquitectónicamente no eran de gran importancia, si tenían un interesante valor para la defensa. Me refiero a las “atalayas”, desde donde se daban los avisos acerca de las posibles amenazas que se divisaban en el horizonte. Había dos, de muy antiguo origen, en las alturas que dominan Santa Cruz: Risco de la Concepción y Montaña de Tenagua y, desde 1568, otras dos cerca de Puntallana y Barlovento.

          Así terminaba el siglo XVI y así podíamos terminar este apartado de las fortificaciones para ceñirnos más a los hechos que luego relataremos, pero quizás es necesario añadir algo para no dejar inconcluso este capítulo de las obras defensivas palmeras.

          Se sabe que en 1659 no se encontraban precisamente en su mejor momento las tres que defendían la capital. Por si fuera poco, una crecida del barranco en 1665 dejó en estado ruinoso la de Santa Catalina, cuyas obras de reparación en años sucesivos no pasaron de ser un simple apuntalamiento. En 1674 se escribe de ella que “por la ruina a que ha venido, así en sus parapetos como en el abatimiento de la plataforma… conviene darle nueva forma”.

 

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Plano de Santa Catalina (levantado por Riviére y su equipo de ingenieros militares en 1742)

 

          Pero hasta 1683 no se proyectará otra de nueva planta, similar a la de San Cristóbal, en Santa Cruz de Tenerife, pero de menores dimensiones. Era de planta cuadrada, con 4 baluartes de “punta de diamante”. El terreno que daba al frente marítimo estaba terraplenado, mientras que en la parte de tierra se encontraban los alojamientos, depósitos, cisternas, etc. Se construyó finalmente entre los años 1685 y 1692.

          Y cuando empieza el siglo XVIII, si bien Santa Catalina estaba flamante, las fortificaciones de San Miguel y del Barrio se encontraban en estado calamitoso, sosteniéndose en pie, a duras penas, gracias a los esfuerzos del Cabildo. De la primera, San Miguel, se decía que sólo el estruendo de sus cañones bastaría para derribarla. En 1742 visitó la isla el Capitán General, don Andrés Bonito, que ordenó no sólo reparar los tres castillos, sino derruir, como ya dijimos, el de Bajamar y levantar otro nuevo en las inmediaciones.

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Torreón de San Carlos (Plano de Riviére y su equipo de ingenieeros militares, 1743)

 

          Y así se hizo, y con rapidez, pues en 1743 ya estaba en pie el nuevo Torreón, que recibió el nombre de San Carlos.  Era pequeño, de planta semicircular y se construyó ahora más arriba, en la punta de los Guinchos, que luego se llamará, como la obra militar, de San Carlos. Tras la visita del Capitán General, también se construirá la “muralla del sur”, que discurrirá entre la playa de Bajamar y el risco.

          También se conoce en este siglo la existencia de una batería, que se llamó primero de San Roque y luego de San Jacques o de Jacques de Brier, al norte de Santa Cruz, “en el terreno del Tejar, contigua al Barranco de Maldonado”.

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Santa Cruz"Nobilisima Palamaria Civitas" (parte sur). De izquierda a derecha se pueden distinguir las obras defensivas de San Miguel, Santa María de Saboya y San Pedro.

 

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Santa Cruz "Nobilisima Palamaria Civitas" (parte norte). De izquierda a derecha se pueden distinguir las obras defensivas de San Felipe, Santa Catalina y El Cabo. 

 

          Y, ahora sí, terminamos con las fortificaciones dejando constancia de la existencia en el frente marítimo de Santa Cruz de la Palma de otros tres reductos que se levantaron a lo largo del siglo XVIII: Santa María de Saboya, San Pedro y San Felipe.

          Y por lo que he leído preparando estas palabras, y por lo que amigos palmeros me contaron más de una vez, esos modestos, pero gloriosos, castillos, esos reductos, esas baterías, perduraron hasta el siglo XX. Un mal entendido modernismo ha hecho funcionar con verdadera furia la piqueta demoledora en muchas partes de nuestro Archipiélago, y por eso no podemos hoy ver, ni en consecuencia enseñar a nuestros hijos y nietos muchos recuerdos del pasado histórico, perdidos ya, sin remedio, para siempre.

Los cañones

          Pero un castillo sin su artillería no tiene ningún valor.

 

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Estado de material de artillería (entre paréntesis piezas inútiles en el momento de la inspección)

         

          En el cuadro de arriba, que prácticamente no voy a comentar, se muestra la evolución en el número de piezas en los tres castillos principales y en diferentes momentos de su existencia. No entro en detallar si eran cañones, culebrinas, falcones o sacres, pues aparte de extendernos en el tiempo demasiado, tampoco nos iba a aclarar grandes cosas. Quede ello para otro día o para los más interesados en el tema.

 

EL ENEMIGO

          Pues bien, imbuidos de la Misión, conocido el Terreno y contados los Medios Propios, vamos a tratar ahora del Enemigo en concreto, pues en términos generales ya hemos hablado de piratas y corsarios hace un rato.

Jean Fleury (1522)

          Desde el tiempo de los RR.CC. ya hay constancia de ataques piráticos a las islas y a las rutas de comunicación con la Península. Pero quien de verdad abrió la veda, y a gran escala, fue Jean Fleury, o Florín, uno de los secuaces de un tal Ango que, desde suelo francés, como un Capitán Araña cualquiera, pues él no se embarcaba, dirigía una “empresa de piratería” que le proporcionaba pingües beneficios. Jean Fleury, con una flotilla importante, tuvo la suerte de toparse, en 1522, entre las Azores y Canarias con otra de barcos mercantes, sin protección alguna, que regresaba de Méjico con gran cantidad de oro y joyas, entre ellas la famosísima “cámara de Moctezuma”. Hundió a unos, dispersó a otros y apresó el resto. 

          El hecho causó una gran alarma en Castilla, como se demuestra en la comunicación que Carlos I hizo a las Cortes de Valladolid al año siguiente y ante las que el Emperador dijo: “ Y asimismo os mando hacer saber que todos los mares de estos reynos, así de Levante como de Poniente, están llenos de corsarios y robadores franceses y moros y turcos, los cuales han hecho y hacen grandes daños en ellos y en los navegantes por ellos; y lo que nunca se pensó, han pasado a las islas de Canarias y del mar Océano, donde han tomado muchos navíos que venían con oro y otras joyas y mercaderías de las dichas Indias e islas.”A partir de entonces ya se empezarán a tomar medidas para proteger los navíos de Indias, lo que, lógicamente, disminuyó la importancia y el número de las acciones piráticas contra los convoyes. 

El “Almirante” Bnabo (1537)

          Pero en 1536, la Emperatriz Isabel que regía las Españas mientras su marido, Carlos I, guerreaba por Europa, recibía noticias de que en el puerto francés de El Havre se preparaba una flota de 80 navíos que tenían el propósito de atacar las Islas Canarias en su paso hacia América. Inmediatamente avisó al Gobernador de Canarias, a fin de que éste “alertase del peligro a todas ellas y que estuviesen sus moradores preparados y en buen recaudo”. También tras esta enorme expedición estaba la mano del ya citado Ango.

          Los franceses, ya rebasado San Vicente, se dividieron en varias escuadras; una de ellas, mandadas por un tal monsieur Bnabo, se encontró con 14 barcos mercantes españoles cerca de las Azores. Los franceses capturaron algunos, pero otros escaparon. En su búsqueda, supo Bnabo por algunos de los prisioneros, que en Santa Cruz de la Palma se encontraban fondeados muchos barcos con vino, azúcar y otras mercaderías, por lo que puso proa con su nave capitana y otros dos navíos más hacia esta isla. Tuvo que llegar por aquí entre el 10 y el 15 de febrero de 1537, pero se llevó una sorpresa, pues no sólo estaban en la bahía de Santa Cruz los inermes buques mercantes, como él pensaba, sino también la flamante "flota de guarda canaria".

          Resulta que un regidor de Gran Canaria, Bernardino de Lezcano, había comprado en Vizcaya tres navíos de guerra bien armados y pertrechados, y con ellos no sólo se atrevía a evitar que los franceses atacasen las islas, sino incluso a escoltar a los mercantes españoles hasta y desde América. Por cierto, uno de los barcos era tan grande y potente que Carlos I decidió apropiárselo para la flota de Castilla. Quedaba pues una flotilla de dos buenos navíos, mandados por un antiguo corsario portugués llamado Simón Lorenzo, experto piloto. Acababan de regresar de las Indias y habían fondeado en la rada santacrucera, lo que supuso, como digo, una sorpresa para monsieur Bnabo y sus piratas.

          Al iniciar el fuego los franceses para amedrentar la plaza, desde San Miguel y desde los 2 navíos de guerra se les contestó, tan rápida y certeramente, que los atacantes, visiblemente tocados, se retiraron tras un par de horas de cañoneo. Fueron perseguidos por los dos barcos de Lorenzo y otros tres que rápidamente aprestó el gobernador de la isla, pero los franceses, tras dirigirse a San Sebastián de la Gomera pusieron rumbo hacia Lanzarote. Una vez allí, de nuevo Bnabo se sintió tentado por las posibles presas de La Palma, y emprendió nueva singladura en dirección a la isla bonita; pero los dioses de la guerra, definitivamente, no estaban con él.

          Había una flota de guerra española en las inmediaciones del Archipiélago que, al enterarse de otros ataques franceses contra Gran Canaria se dirigió a La Isleta, donde consiguió que se retiraran. En el Puerto de la Luz supo de lo sucedido en La Palma, de modo que, vía La Gomera, se dirigió a Santa Cruz, adonde llegó en los últimos días del mes de febrero. Y el 1 de marzo aparecían de nuevo las velas de los tres barcos de monsieur Bnabo, que, otra vez, era sorprendido. Resultado del combate: dos barcos franceses huyeron y el tercero, la nave capitana, con Bnabo, muy herido y quemado, se rindió.

François de Clerc (a) “Pie de Palo” (1553)

          Pero va a llegar 1553, la fecha que he calificado hace un rato como punto de inflexión en la organización de la defensa de La Palma. 

          El año anterior, don Pedro de Cerón, el organizador de las Milicias en Gran Canaria, al que Felipe II le había encomendado “servirle en los negocios de la guerra”, recibía noticias de que en Ruan y Dieppe se preparaban “10 naos gruesas para hacer daño a las islas”. Efectivamente, en el segundo de esos puertos franceses se ultimaban los preparativos de una expedición a las Antillas bajo el mando de François Le Clerc, quien, a consecuencia de haber perdido una pierna luchando contra los ingleses recibía en Francia el apodo de “Jambe de bois” y aquí se le conocería como “Pie de palo”. Como segundo traía a Jacques Sores, del que hablaremos algo más, y nada bueno, esta tarde.

          La flota se dirigió hacia Las Antillas, como estaba previsto, pasando sin detenerse por las cercanías de Canarias; allí desarrollaron una exitosa campaña de saqueos, rapiñas, etc. hasta que en junio de 1553 decidieron volver grupas y regresar a Francia, haciendo de paso una "cariñosa" visita a nuestro Archipiélago.

          A mediados de julio, frente a las costas de Berbería, se toparon con una flotilla genovesa cargada de azúcar; poco pudieron hacer los italianos, que se dispersaron, cayendo algunos bajo la garra de Le Clerc (destacando una carraca llamada Le Francon, que tenía 30 magníficos cañones) y buscando otros refugio en las islas, especialmente en Santa Cruz de la Palma.

          En busca de los huidos, “Pie de palo” pasó por Fuerteventura, desde donde se dirigió a Gran Canaria, al conocer que en el Puerto de la Luz había unos barcos flamencos; pero las condiciones de la mar, con un fuerte temporal de viento que duró casi dos semanas, le impidieron atacarlos, por lo que puso rumbo hacia Tenerife. Desembarcaron unos hombre en Adeje, pero allí había poco que rapiñar, por lo costearon hasta Garachico, entonces importante puerto, pero al que no atacaron. De modo que aproaron al noroeste y de pronto se presentaron ante Santa Cruz de la Palma.

          Ya sabemos que Santa Cruz era una ciudad rica, en la que vivían numerosos comerciantes genoveses, portugueses y franceses y que por su puerto se exportaban importantes cantidades de vino y azúcar. Pero también dije hace un rato que en aquellos momentos se encontraba bastante desprotegida, pues la única defensa con que contaba era la torre de San Miguel. Aquel verano de 1553 era Gobernador de Tenerife y La Palma Juan Ruiz de Miranda, quien había delegado su cargo en ésta última en un licenciado apellidado Arguijo.

          Y el 21 de julio la amenaza se hizo realidad. La potente flota francesa, reforzada además con la carraca capturada a los genoveses, abrió fuego contra la ciudad, y los palmeros, convocados por el Cabildo (recordemos que aún no se habían creado en la isla las unidades de Milicias) acudieron al punto en que les parecía más lógico se produjera el desembarco: el pequeño puerto. En su fuero interno confiaban en que los franceses se conformaran con llevarse algunos de los barcos que estaban fondeados en la rada -entre ellos varios de los genoveses cargados de azúcar que habían conseguido evadirse días antes- pero la sorpresa fue total cuando vieron que numerosas lanchas de desembarco se dirigían hacia la playa del barrio del Cabo, al nordeste de la población. Aquellos primeros movimientos y los posteriores en la ciudad, hicieron presumir que los franceses contaban con un conocedor del terreno, y más tarde se confirmaría que, efectivamente, los dirigía un comerciante de su misma nacionalidad que había residido en Santa Cruz hacía varios años.

          Pusieron pie en tierra 500 hombres (300 armados con arcabuces y 200 con picas), bajo el mando del ya citado Jacques Sores, pues Le Clerc permaneció a bordo. La defensa prácticamente no existió, pues poco podían hacer los palmeros, mal armados, desordenados y sin quien los dirigiera, ya que el Teniente de Gobernador, el licenciado Arguijo, había huido hacia Tazacorte. En apenas una hora la ciudad cambió de propietario; se produjo la evacuación de la población, pero sólo fue parcial, pues muchas personas fueron apresadas por los franceses,

          Sores, hugonote furibundo, acérrimo enemigo de todo lo católico, vomitó su odio empezando por saquear la Iglesia del Salvador y el resto de conventos, iglesias y ermitas, a los que siguieron las Casas Consistoriales, la del Adelantado, el Archivo y muchas casas de particulares que, registradas una a una, fueron meticulosamente expoliadas de cuantos objetos de valor existían en ellas. El coste de lo robado ascendió a centenares de miles de ducados.

          Mientras tanto, en Tazacorte, el indeciso Arguijo pedía ayuda a Tenerife y no se atrevía a contraatacar, pese a contar con más de 1.000 hombres dispuestos a ello; por el contrario, ordenó que se dispersaran en tanto no se pagara el rescate que pedían los franceses por la familia y criados del Regidor Sancho de Estopiñán, pues temía que si se realizaba el ataque, correría peligro la vida de esas personas.

          El 30 de julio, cuando ya no quedaba prácticamente nada que robar, Sores parece ser que dio la orden de reembarcar; la chusma continuó la destrucción, debiendo destacarse la pérdida de toda la documentación municipal y notarial. Fue entonces (unos dicen que es historia, otros que sólo leyenda) cuando un numeroso grupo de habitantes de Garafía, capitaneados por un vecino llamado Baltasar Martín, comenzó a hostigar a los franceses, acelerando su repliegue. El 1 de agosto, Baltasar moría como consecuencia de un ladrillazo que le propinó un fraile al confundirlo con uno de los invasores; ese mismo día, los franceses levaban anclas y ponían rumbo a San Sebastián de la Gomera.

          Allí, alertados por lo sucedido en La Palma, les esperaban preparados y se aprestaron con valor a la defensa; y no faltó tampoco el acierto, pues unos de los primeros disparos de cañón hechos desde tierra alcanzó la nave de “Pie de Palo”, lo que hizo que los franceses se lo pensaran mejor y arrumbaran hacia la Punta de Teno, en Tenerife, y, tras pasar otra vez frente a Garachico, sin atacarlo de nuevo, se dirigieron de regreso a su país. François Le Clerc contó tales "bolas" de su periplo por Canarias, que el rey de Francia mandó pregonar que las islas de La Palma y Lanzarote eran propiedad del tristemente famoso pirata. Dos años más tarde, ya en 1555, empezó a  preparar otra flota para volver a atacar el Archipiélago, pero los desacuerdos con Sores y otros subordinados hicieron que, a Dios gracias, el proyecto fracasara. Y ya no lo vimos más por aquí, pero lo malo fue que a los otros sí.

Otros incidentes  (1560 y 1563)

          En 1560 fueron detenidos en la rada de Santa Cruz de la Palma dos piratas ingleses llamados John Poole y Thomas Champney, que se habían hecho famosos por sus tropelías; fueron juzgados y condenados a pena de cárcel, mientras que se requisaban sus barcos y sus tripulaciones quedaban a su albedrío en la isla. El día de Navidad, aprovechando la relajación carcelera propia de la fecha, forzaron las puertas de la prisión, escaparon, y con la ayuda de sus antiguas tripulaciones, se hicieron con un barco español surto en el puerto, cargado de vino y aceite. Rompieron amarras y se dirigieron hacia su país; en el camino se cruzaron con otras cinco naves inglesas a las que vendieron parte de lo robado, con la mala suerte, para esas cinco naves, de encontrarse con una flota española que había salido en persecución de Poole y Champney, pues al comprobar que habían traficado con los piratas, fueron apresadas y conducidas a Sevilla. Mientras tanto, los piratas habían llegado a Inglaterra, pero las activas gestiones del embajador español en Londres consiguieron que Poole y 10 de sus hombres fueran detenidos y encarcelados, mientras que Champney lograba escapar de nuevo. Claro que los ingleses en esto de las negociaciones son insuperables, y, en contrapartida, España devolvió los cinco barcos retenidos en Sevilla.

 

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John Hawkins

          Tres años después ocurrió otro curioso incidente. Uno de los más famosos corsarios ingleses, John Hawkins, había recalado en Tenerife haciendo aguada, repostando víveres, etc. a través de varias amistades, ingleses y españoles, que vivían en aquella isla. De Tenerife vinieron a La Palma, donde descansaron unas horas y reanudaron el viaje hacia las Antillas. Pero sucedió que en el puerto de Santa Cruz de la Palma se encontraba fondeado un barco cargado de azúcar, miel y otras mercaderías, propiedad de un inglés que residía en Tenerife: Richard Grafton. Horas después de marcharse Hawkins, dos barcos ingleses apresaron al de su compatriota y se lo llevaron. El Gobernador de Tenerife, en la creencia de que los ladrones eran de la flota de Hawkins, encarceló de inmediato a quienes comerciaron con él días antes, aunque por suerte para estas personas, el propietario afectado, Mr. Grafton identificó a quien le había robado el barco, otro renombrado pirata llamado Edward Cook, por estas aguas conocido como Duarte Cuque.

Los 40 mártires de Tazacorte (1570)

          En relación con las piraterías francesas, hay que destacar que durante las primeras décadas de rivalidad entre Carlos I y Francisco I, predominaba un ambiente caballeresco en las guerras entre ambas naciones, lo que se puede comprobar, por ejemplo, leyendo la biografía del Gran Capitán y sus continuos enfrentamientos con los galos en tierras italianas. Pero prácticamente coincidiendo con la fecha del ataque de “Pie de Palo” a La Palma, y debido a las guerras ya citadas entre hugonotes y católicos en Francia, el factor religioso adquiere relevancia, pues los protestantes hugonotes no sólo venían a estas islas o a las Antillas a robar o saquear, sino que, además, sentían especial predilección por herir los sentimientos religiosos de los católicos. Ya vimos los primeros conatos de esas manifestaciones de odio religioso en los ataques de Sores y su chusma a las iglesias, conventos y ermitas de Santa Cruz en 1553.

          Recordarán que hace poco les decía que cuando “Pie de palo” estaba preparando una expedición contra Canarias en 1555, las desavenencias surgidas con Sores y otros de sus lugartenientes evitaron aquella plaga bíblica. Pues bien, Sores capitaneó aquella flota dirigiéndose en primer lugar a las Antillas, donde su mayor éxito fue el incendio y saqueo de La Habana. Años después, tras haber cambiado dos veces de chaqueta, luchando al servicio de Isabel I de Inglaterra contra su propio país, y traicionándola luego, Sores sería nombrado Comandante en Jefe de la flota de los hugonotes, pero ante el mal momento económico que estos atravesaban, volvió a su verdadera vocación de sanguinario pirata poniendo al servicio de la causa su larga experiencia en el tema. Su principal objetivo ahora volvía a ser el cordón umbilical del Imperio español, las comunicaciones con América. Así, al mando de una flota de 5 barcos, de la que era nao capitana, el Prince, en julio de 1570 puso rumbo a las islas del océano.

          A mediados del siglo XVI los jesuitas se habían establecido en el Brasil. Entre ellos destacó un canario, un tinerfeño llamado José de Anchieta, que embarcó para la colonia portuguesa con la segunda expedición  de misioneros el tan citado 1553.

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Padre jesuíta Ignacio de Azevedo

  

          La Orden había nombrado Visitador Provincial al padre Ignacio de Azevedo, que en 1566 se trasladó a Brasil a estudiar la situación y constató, dada la enormidad del territorio a evangelizar, la necesidad de más misioneros. De vuelta a la Península, consiguió que 69 hombres, jesuitas y novicios, se ofrecieran voluntarios para la misión brasileña. En junio de 1570, una flota de 7 galeones zarpaba de Lisboa hacia Brasil; entre los pasajeros iban los nuevos misioneros, distribuidos en 4 barcos (el número mayor, 44, contando al padre Azevedo, lo hizo en el galeón Santiago).

          En la escala de Madeira apareció la escuadra de Sores, que permaneció al acecho durante varios días, mientras los portugueses aguardaban ocasión propicia para seguir el viaje amparados por los castillos de Funchal. Aquí el padre Azevedo puso las cartas boca arriba y explicó a sus misioneros el grave peligro en que se encontraban de perder la vida. Cuatro novicios prefirieron quedarse en tierra, con lo que el número de misioneros en su barco se redujo a 40. Como el Santiagotraía unas mercancías para La Palma, creyendo aprovechar un descuido de los franceses, el galeón puso rumbo a Santa Cruz, pero pronto se dieron cuenta de que iban seguidos por la jauría de Sores. Un temporal los alejó, pero el Santiago tuvo que recalar en el pequeño puerto de Tazacorte, donde los jesuitas y novicios y demás pasajeros bajaron a tierra y fueron obsequiados por la familia Monteverde, pues uno de sus miembros, don Melchor de Monteverde, había sido compañero de estudios del padre Azevedo en Lisboa. Se alojaron en la propia casa del señor Monteverde, que hoy se conoce en Tazacorte como la “Casa de los mártires”. Don Melchor ofreció a los jesuitas el traslado por tierra hasta Santa Cruz, pero el padre visitador se negó terminantemente pues quería compartir con la tripulación del barco cualquier posible riesgo.

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Ermita de San Miguel (Tazacorte)

  

          Cuenta la tradición que el padre Azevedo dijo su última misa el 13 de julio en la Ermita de San Miguel y que, en el momento de beber el vino consagrado, el sacerdote vio su cabeza rodeada del halo del martirio.

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                Cáliz del Presentimiento         

 

          Relata Rumeu de Armas que en el cáliz, que se conserva, están claramente marcadas, por obra milagrosa,  las huellas de la dentadura crispada del jesuita al contemplar el prodigio.

          El galeón zarpó de Tazacorte al día siguiente, con la esperanza de que Sores se hubiese aburrido de la larga espera, pero se equivocaban de nuevo. A la altura de la Punta de Fornalla, en Fuencaliente, el Prince se cruzaba frente al Santiago y empezaba a cañonearle para que se rindiera. Contestó el galeón luso al fuego del francés, y tras largo rato de intercambio de disparos, se unieron a la caza los otros cuatro barcos hugonotes. Se produjo el abordaje, con 40 hombres por cada banda del Santiago.

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Los mártires de Tazacorte

         

           Azevedo fue atravesado por 3 lanzadas apenas iniciado el asalto de su buque. Pronto hubieron de rendirse tripulación y pasajeros y ahí empezó la matanza exclusiva de los religiosos, que una vez heridos de gravedad eran arrojados por la borda para diversión de la chusma que contemplaba sus esfuerzos y sufrimientos, y que redoblaba su odio al ver que ninguno de aquellos 40 hombres renegó ni de su Religión ni de su Iglesia católica. He dicho 40, pese a que uno  de los sacerdotes, un padre cocinero, fue conservado vivo para que ejerciese ese menester posteriormente; pero es que un chico de 18 años, sobrino del capitán del galeón, impresionado sin duda por la entereza de los misioneros se unió a ellos en la alabanza a Dios y fue también asesinado. El Papa Pío IX los beatificó el 11 de mayo de 1854 y su festividad se celebra el día 15 de julio.

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          En el fondo del mar, frente a Tazacorte existen 40 cruces en recuerdo de esos heroicos mártires por su fe.

Drake (1585)

          Las continuas desavenencias entre España e Inglaterra durante los reinados de Felipe II e Isabel I habían colocado a ambos países al borde de la guerra abierta. La soberana inglesa pensó dar el paso definitivo con dos provocaciones a las que los españoles no les quedaría más remedio que responder con la fuerza. Una consistió en favorecer abiertamente el levantamiento de los Países Bajos, enviando allí un ejército expedicionario; la otra, que es la que más nos interesa esta noche, se basaba en atacar las posesiones españolas en el Atlántico y en las Antillas.

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 Francis Drake 

        

           Con este fin se concentraba en Plymouth, en agosto de 1585, una potente flota compuesta por 21 navíos de guerra y 8 pinazas con funciones logísticas. A su mando se encontraba el más célebre de los corsarios ingleses, Francis Drake, que enarbolaba su pabellón  en el Bonaventure.

          A finales de septiembre, la flota se hacía a la mar y empezaba su viaje atacando, con más bien poco éxito, algunos pueblecitos de la costa gallega. La flota española pensaba que los ingleses no se iban a dirigir hacia el Atlántico, sino hacia el Mediterráneo, por lo que su Almirante, el Marqués de Santa Cruz, no se apresuró en salir a su encuentro. Y cuando lo hizo y llegó al Cabo de San Vicente, los de Drake estaban ya camino de las Canarias.

          Aquí se estaba sobre aviso del tormentón que se venía encima, que se confirmaba cuando el Marqués de Lanzarote mandaba aviso a los gobernadores de Gran Canaria y de Tenerife de que se habían avistado “7 navíos de gruesas velas”.

          Curiosamente, estos barcos no pertenecían a la flota de Drake, pero su detección sirvió para que el efecto sorpresa, tan fundamental en la guerra, desapareciera por completo.  Por ello, cuando Drake se plantó frente a Las Palmas y vio las Unidades de Milicias desplegadas y las baterías de los castillos prácticamente con las mechas encendidas, desistió y se dirigió a otra isla, La Palma, que seguramente pensaba que estaría más desguarnecida y cuyo puerto principal, el de Santa Cruz, también podría proporcionarle un sabroso botín.

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El Bonaventure, buque insignia de Drake

         

          Y el 7 de noviembre aparecieron frente a estas costas “muchos y poderosos navíos”. El licenciado Jerónimo de Salazar, Teniente de Gobernador de La Palma, concentró las tres compañías de Milicias de Santa Cruz, puso en estado de alerta a las demás y preparó los tres castillos de los que hablamos al principio para repeler el ataque. Pero los ingleses “se estuvieron entreteniendo dando una vuelta y otra”, dice Salazar en su informe al Rey, hasta que optaron por desaparecer en el horizonte. Durante 5 días más se mantuvo la situación de alerta, pero en vista de que no aparecían señales de la presencia de los barcos y de que la situación en los campos era angustiosa y había que comenzar la sementera, el Teniente  de Gobernador autorizó a que los hombres marchasen a sus hogares, lo que hicieron el día 12. Pero al amanecer del 13, las hogueras de las atalayas y los disparos de cañón convenidos alertaban de que ahora parecía que la cosa iba en serio. ¿Qué habían hecho los barcos ingleses aquellos 6 días? Unos dicen que llegaron hasta Fuerteventura y otros que se quedaron en la mar a la caza de cualquier desprevenido convoy o barco que surcara estas aguas, pero lo cierto es que volvieron a La Palma.

          Los ingleses dividieron la flota en dos grupos: 19 barcos se dirigieron a Santa Cruz, mientras que otros 10, que dieron la vuelta por el norte de la isla, lo hicieron hacia Tazacorte. Estos últimos se limitaron a observar, pasar y repasar frente al pequeño puertito, con el exclusivo fin de obligar a los defensores a detraer fuerzas de la defensa del objetivo principal: la capital de la isla.

          Los barcos que iban a atacar Santa Cruz se colocaron en una hilera, con el Bonaventure de Drake en cabeza, y comenzaron a navegar con rumbo sur, frente a la población, en dirección a la playa de Bajamar, debajo del risco de la Concepción.

          En tierra, a las 3 compañías de Milicias de Santa Cruz pronto se fueron uniendo algunas de las del interior de la isla, hasta completar más de un millar de hombres.

          La nao capitana era la más próxima a tierra, por lo que el castillo de Santa Catalina le lanzó una andanada con sus diez cañones, pero todos los proyectiles quedaron cortos. Ello envalentonó a los ingleses, que decidieron acercarse aún más a tierra, siguiendo en la dirección de Bajamar, pues ya les parecía de mucha menor enjundia, como en realidad era, la Torre de San Miguel.

          Pero la pericia de los artilleros, la suerte, o la mano del Santo del que la torre llevaba su nombre, hicieron que los dos primeros disparos que efectuaran sus cañones lograran eso tan difícil, el impacto directo sobre el objetivo, nada menos que el mismo barco de Drake, en el que produjeron daños visibles desde tierra y varias bajas.

          Aquello desconcertó a los ingleses, que acudieron a proteger a su buque insignia, rompiendo la formación que traían, y agrupándose a su alrededor. Esta concentración de barcos fue una bendición para los artilleros de Santa Catalina y El Puerto, que tenían ahora muchas más probabilidades de hacer daño, lo que consiguieron en varias ocasiones. Por si fuera poco, el viento se puso de lado de los palmeros, pues les era muy difícil a los navíos alejarse de tierra.

          En vista de la mala situación, Drake se decidió a iniciar un desembarco por Bajamar (donde hubiera servido de mucho aquella batería que Monteverde había propuesto levantar años antes). Pero los hados no estaban aquel día ni con los piratas, ni con la bandera inglesa. La torre, los cañoncitos de campaña de las milicias, los sencillos arcabuces y el estado de la mar hicieron que ni una sola lancha de desembarco pudiera arribar a la playa. Resultado: a reembarcar tocan y a salir cuanto antes del atolladero.

          Con dificultades lograron los navíos ingleses ponerse fuera del alcance de los cañones. Ellos también habían lanzado algunos cañonazos que no hicieron más que desprender algunas rocas del risco de la Concepción. Y tras unas cortas horas de duda, a eso de las tres de la tarde, con mucha más pena (se habla de 30 muertos a bordo de los barcos, y destrozos en bastantes) que gloria (ninguna), las velas inglesas se perdían en el horizonte para “más nunca” volver.

          Este fue el resultado del primer ataque inglés a Canarias, encabezado por el más famoso de sus corsarios, Drake. Santa Cruz de la Palma, y con ella toda la isla, pues hombres de todos sus rincones, sus milicianos, acudieron a la llamada del honor, puede enorgullecerse, con toda razón, de haber derrotado al más grande de aquellos piratas ingleses absolutamente protegidos e incluso elevados a los más altos escalones de la milicia naval británica por sus soberanos; cosa que, por cierto, no pudieron decir en América poblaciones mucho mejor defendidas que la nuestra.

Otros sucesos

           Cuando en 1599 el holandés Van der Does atacó y saqueó la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, hizo bastantes prisioneros. Se conoce que, días después de su retirada, arribó a algún lugar de La Palma, donde hizo desembarcar a algunos de ellos, sin duda los más pobres, de los que no podía esperarse rescate alguno y que además suponían un consumo en las existencias de víveres de sus barcos.

          Ya mucho después, en 1743, otro inglés llamado Charles Windman, que firmaba como “capitán y comandante jefe de escuadra de la armada naval del rey de Inglaterra”, tras acercarse a La Gomera y Tenerife, estuvo frente a Santa Cruz los días 9, 10 y 11 de junio, “mostrando grandes deseos de acercarse a tierra”, dicen los documentos de la época. Pero de nuevo, los preparativos de la defensa, los infantes en las murallas y los artilleros en los castillos hicieron desistir al tal Windman de sus intenciones. Posiblemente, descendientes suyos habrán tenido la suerte de pisar La Palma como turistas, pero él no lo pudo lograr.

 

CONCLUSIÓN

           Y ya termino, pero no sin antes rendir un humilde pero sincero homenaje a miles de palmeros. Dije antes que para nosotros, los militares, el hombre es el factor primordial en el combate. Por ello hay que recordar a aquellos hombres que en su trabajo, en el taller o en el campo, con el martillo o la azada, tenían siempre al alcance de la mano el arma (la lanza, la espada, el arcabuz, el fusil, según las épocas) con la que deberían defender su tierra y su libertad cuando fuesen llamados para ello, cuando por el horizonte apareciesen unas velas que no presagiasen nada bueno. Y eso un día y otro, con muchas alarmas -al arma- y alertas, año tras año, durante más de 3 siglos, cuando en la isla no había lo que más tarde se denominaría Ejército regular. Y, por cierto, a esos hombres, a aquellos antecesores de todos nosotros, no se les recuerda ni aquí, ni en ninguna otra localidad del Archipiélago, ni con una simple placa que rotule una calle con el honroso nombre de “Milicias Canarias”.

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          Esta es la enseña de una de aquellas Unidades de Milicias, la de Garachico en Tenerife, que mantuvieron enhiestas las banderas de su Patria y de su Rey. ¿No creen ustedes que esta noche es una buena ocasión para recordarle a nuestras Autoridades que ya es hora de que se rinda a aquellos humildes soldados-paisanos canarios, españoles, un homenaje? ¿Qué tal si Santa Cruz de La Palma fuese la pionera del Archipiélago en esta iniciativa? A ustedes les dejo esta reflexión y el agradecimiento por acordarse otra vez de mí para compartir un rato de nuestras vidas.

          Buenas noches.

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