En la Noche Buena de 1797 (Cosas que pasan - 12)
Por Jesus Villanueva Jiménez (Publicado en La Opinión el 18 de diciembre de 2011).
A don Antonio le llegó desde la cocina un aroma que le abrió el apetito: la cena ya debía estar a punto. Esa mañana de 24 de diciembre de 1797, Catalina, la cocinera de don Antonio Gutiérrez de Otero González-Varona, comandante general de las Canarias, había comprado en la misma playa de la Alameda, a uno de los pescadores chicharreros de más confianza, un magnífico abadejo al que poco faltaría para llegar a las siete libras. Era Noche Buena, y, como cada año, ese día don Antonio se saltaba la rigurosa dieta nocturna que seguía desde que Catalina y su familia estaban a su servicio.
Acodado sobre la baranda del balcón esquinero de su casa, que daba a la calle de San José y a la de San Francisco, el anciano militar, que ya contaba sesenta y ocho años de intensa y ajetreada vida, observaba la luz de las antorchas del Castillo de San Cristóbal. La luna se reflejaba sobre el inmenso océano que se perdía a lo lejos. La noche ofrecía una atmosfera fresca, agradable; sentía suficiente el abrigo del batín. Como cada día, a esas horas, imperaba el silencio en las calles de Santa Cruz. “Buenas noches y feliz Navidad, tenga sueselensia”, se oyó decir desde la calle. Era una joven aguadora, de carita redonda y mejillas sonrosadas, que conocía de vista don Antonio, de haberle requerido más de una vez un cacito de agua. La muchacha, que portaba un farolillo, mirando hacia arriba, le sonreía. Él la saludó afectuosamente. “Una mujer valiente; una heroína”, pensó el general, al recordar a las aguadoras que, jugándose la vida, subieron agua y alimentos a la escarpada Altura de Paso Alto, donde doscientos hombres cortaban el paso al invasor británico, la mañana del 22 de julio de ese mismo año. Entonces, de súbito, le vino a la mente el recuerdo de aquellas jornadas del 22 al 25 de julio, aún tan recientes. Especialmente, guardaba en su memoria cada minuto de la madrugada del 25. El estruendo de los cañones de costa que hacían fuego contra las lanchas de desembarco; los gritos de los enemigos que entraron por el boquete del muelle; la angustia ante la ausencia de noticias sobre el Batallón de Infantería, la única fuerza profesional de la que pudo disponer para la defensa; el desfallecimiento que sufrió en la larga espera, y el ánimo del teniente Siera que enardeció a todos en un momento de estupor, ante la ausencia de noticias que alimentó la incertidumbre; por fin la buena nueva del asedio a los británicos acorralados en el convento de Santo Domingo; la capitulación británica; la victoria sobre el invasor; la algarabía en las calles: la alegría de los paisanos, abrazados a los soldados, a los campesinos de las milicias, los vivas a España, ante tan gloriosa Gesta. Más tarde la misiva del comandante de la escuadra inglesa, el contralmirante Nelson; aquel tono de abatimiento que reflejaban sus palabras; su temblorosa firma, plasmada con la zurda, ante la pérdida del brazo derecho en el desembarco; su promesa de no volver a atacar Tenerife ni a ninguna otra de las islas Canarias; y, al fin, recordó a la vencida escuadra británica perderse en el horizonte rumbo al continente europeo. Don Antonio suspiró aliviado, como si tan magno acontecimiento se hubiese producido el día anterior.
El olor al guiso de pescado que había preparado Catalina volvió a llegarle desde la cocina. Le entraron ganas de tomar una copa de vino, del tinto de El Sauzal tan rico del que le habían regalado una garrafa hacía unos días. Sin duda se tomaría más de una esa noche. “Ya está la cena, don Antonio”, escuchó decir a Catalina. Pedro, el sobrino del general, ya estaba sentado a la mesa.
—Me has leído el pensamiento, Pedro —dijo don Antonio, al observar cómo su sobrino escanciaba vino en una copa y se la tendía a continuación.
—Verá, Su Excelencia, qué sopa tan buena le he preparado con la cabeza del abadejo y un poquito del sofrito donde he cocinado el pescado, que está de rechupete, don Antonio… Ah, y unas papitas "arrugaas", de esas chiquitas que tanto le gustan a Su Excelencia —explicó Catalina, risueña.
—Me parece muy bien, Catalina, que ésta es una noche especial, que hoy nace Nuestro Señor… —decía, agradeciendo don Antonio el buen hacer de su cocinera.
—Y de postre le tengo una sorpresa, don Antonio —el viejo militar miró al techo con los brazos extendidos, bromeando con la buena mujer—, unos dulces de La Palma y bienmesabe… ¿Qué le parece, don Antonio?
—Una cena espléndida, Catalina, espléndida…
Hacía mucho frío en todo el condado de Norfolk esa noche de 24 de diciembre de 1797. Fanny miraba a su esposo, preocupada. Horatio llevaba un buen rato sin pronunciar palabra alguna, y apenas había probado bocado. “¿No te ha gustado el pavo, Horatio? ¿Quieres que te lo parta en pedazos más pequeños?”, le había preguntado Fanny en dos ocasiones, obteniendo por toda respuesta un “es que no tengo apetito, es sólo eso, Fanny, no seas pesada”, para luego fijar la vista en cualquier lugar del comedor. Los capitanes de navío Thomas Trowbridge y Samuel Hood, amigos íntimos de Nelson, y sus esposas, habían sido invitados a la cena de Noche Buena. Los dos oficiales se miraron mutuamente a los ojos. Trowbridge alzó las cejas a la vez que fruncía los labios y Hood se encogía de hombros; ambos coincidían sobre qué podía estar pensando el carismático contralmirante.
Siguiendo la orden de la señora de la casa, un criado alimentó aun más con gruesos maderos el fuego del hogar. Las llamas crecieron avivadas por el tiro de la chimenea y la leña aumentó su crepitar, entonces un leño crujió escandalosamente escupiendo chispazos. Nelson dio un bote sobre la silla, sobresaltando a Trowbridge, que se echó el Oporto encima. Al unísono, todos dirigieron la vista al fuego, para después volverla hacia el contralmirante, que la mantenía fija en las llamas. Nelson se apretaba el muñón de su brazo derecho. En ese instante, el malogrado marino revivió la tragedia: el fogonazo del maldito cañón que barría la playa con metralla, haciendo estragos sobre sus hombres, y el terrible impacto que sintió en el codo; y, sobre todo, recordó el desasosiego que le embargó por completo, cuando a punto de perder el sentido, tendido sobre algunos marineros muertos en el bote, concluyó que en aquella batalla en Santa Cruz de Tenerife, considerada por todos una victoria incuestionable, iba a ser irremediablemente derrotado.
"¡Feliz Navidad, Pedro… Catalina…!”, decía don Antonio, alegre, nombrando a su sobrino y a cada una de las personas del servicio doméstico. Todos, sonriendo, alzaban la copa de vino: el espléndido tinto del norte tinerfeño.
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