Arde Santa Cruz (y 2) (Retales de la Historia - 37)

Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 18 de diciembre de 2011).

 

          En 1784 el Lugar de Santa Cruz rondaba ya los 7.000 habitantes, más o menos como la capital, La Laguna, gracias a la vitalidad de su puerto y al comercio a su sombra establecido. El panorama urbano se había enriquecido con nuevas construcciones que daban prestancia a algunas zonas del Lugar, entre otras la plaza principal, en la que los más acaudalados personajes habían construido sus casas, sobresaliendo la de la familia Carta, y se estaba terminando la parroquia matriz con su torre. Contribuía a ello otros elementos ornamentales, como el Triunfo de la Candelaria, y es posible que el recién llegado nuevo comandante general, marqués de Branciforte, ya estuviera pensando en la construcción de un hermoso paseo junto al mar, alameda que llevaría su nombre. Pero no todo eran rosas. En las calles más antiguas de la población, entre la Caleta y la de las Tiendas -Cruz Verde-, y desde la plaza principal hasta el barranquillo del Aceite, sobrevivían edificios vetustos, muchos de ellos en precarias condiciones.

          La situación era tal que, a instancias del síndico personero Juan Bosq, a fines de 1783 el alcalde Diego José Falcón nombró peritos al "maestro mayor de Rs. Obras de mampostería Joseph Nicolás Hernández", para que en unión de un ayudante "maestro examinado del propio oficio", emitiera informe sobre las casas que necesitaban "pronto reparo" y las que "era necesario derribar para hacerse de nuevo". El documento se pasó al escribano público Domingo Velasco, del que se dice que también "es propietario de este pueblo" -vivía en Santo Domingo esquina a la de las Tiendas-, para que "extendiera sus declaraciones", pero pasaban los meses y nada se hacía. Consta que en febrero del año siguiente el sucesor de Falcón en la alcaldía, Patricio Power, requirió al escribano para que actuara, y todavía en junio dicta una provisión para, según se dice en la misma,  "corregir los excesos" del escribano.

          Así estaban las cosas cuando Santa Cruz sufrió el mayor siniestro de su historia, en forma de un devastador incendio que arrasó un importante sector de la población. La noche del 28 de septiembre de 1784, cuando S. E. el marqués ofrecía en las casas de su habitación una espléndida recepción para conmemorar su santo patrono San Miguel, saltaron todas las alarmas por haberse producido un intenso fuego en un almacén de maderas de tea situado en la calle del Sol, esquina con la de las Tiendas. El pueblo acudió al repique de las campanas del castillo de San Cristóbal, de la parroquia y de los conventos, siendo uno de los primeros el comandante general, adornado con todas sus galas festivas, en unión de gran parte de sus invitados, entre los que se contaban los comandantes de Ingenieros y Artillería y su Estado Mayor. Pero el fuego era imparable, arrasó la casa de dos plantas en que se había iniciado y comenzó a extenderse a las vecinas, sin que nada se pudiera hacer. El marqués pidió medios y herramientas para evitar la propagación de las llamas, pero nada había.

          La indecisión y la impotencia eran totales, como se deduce de una sátira de la época en la que se relata la situación: "El comandante llega, se horroriza // helado el corazón casi no late, // la sangre no circula casi fría, // desatento y triste no resuelve, // sorprendido y extraño no se anima; // tres veces mueve el pie, mas otras tantas // sin poder dar un paso se retira."

          El fuego se propagó con velocidad increíble, y pasó de casa en casa, en las que la madera era su mejor cebo, junto con el aguardiente derramado de las bodegas de la zona. Resultaba imparable, a lo que contribuía una noche ventosa que propiciaba que las pavesas saltaran de calle en calle, corriendo hacia el mar y amenazando la Casa de la Aduana -en la que llegó a chamuscar las puertas de la capilla- y hasta el castillo de San Cristóbal. En este último, el marqués de Branciforte ordenó arrancar la estacada de madera resinosa que cerraba su patio por el lado de tierra, al tiempo que mandó instalar piezas de artillería en las bocacalles, que procedieron a derribar edificios para aislar las llamas. El estrépito de los cañonazos alarmó a La Laguna, y el corregidor bajó con 300 hombres, que en unión de los vecinos fueron empleados en los días siguientes en sofocar los rescoldos y derribar las paredes que amenazaban ruina. "Consummatum est".

          Desde la calle de las Tiendas hacia abajo, las de Santo Domingo, del Sol, Candelaria, la Curva, del Clavel, todo quedó reducido a escombros y todo eran ruinas y desolación. Resultaron consumidas por el fuego 31 casas, más 22 derribadas a cañonazos para aislarlo. En total, 53 desaparecidas, estimándose las pérdidas en más de 500.000 pesos fuertes.

          Epílogo: En 1801, transcurridos dieciséis años, el alcalde seguía apremiando a los propietarios a vallar los solares resultantes del incendio, para evitar "la entrada de las personas que á ellos van con el objeto, ya de ocultar algunos robos que se hazen; ya á el continuo juego de Naipe y de viro, y con otros fines;  viéndose precisados algunos vecinos inmediatos á no somarse á las ventanas por el escandalo que causan".

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