Los temblores de Lulú (Cosas que pasan - 11)

Por Jesús Villanueva Jiménez  (Publicado en La Opinión el 11 de diciembre de 2011).                             

          Está siendo uno de los inviernos más fríos de los últimos años, al menos en la memoria de doña Virtudes, aunque ciertamente ya todos le parecen fríos. Cuenta doña Virtudes ochenta y nueve espléndidos años, y se siente rebosante de salud, gracias a la benevolencia de la Virgen de Candelaria, de la que es muy devota, y a la sana alimentación que siempre ha seguido con determinación espartana. Es chicharrera de nacimiento, y nació en la misma casa de la calle de San Francisco que ahora habita en soledad desde la muerte de sus padres. Ejerció durante cuarenta y dos años como maestra de escuela, que así le gusta llamar a tan digna profesión. Asegura haber sido muy feliz a lo largo de aquellos cuarenta y dos cursos en los que impartió las asignaturas pertinentes a niños de entre cinco y diez años; sus angelitos, como a ella gusta recordarles. Nunca se casó doña Virtudes, porque nunca llegó a enamorarse de ninguno de la media docenita de pretendientes que se habían acercado a ella mientras fue moza. Más tarde, ya menos moza, hubo un hombre que le confesó su amor, y del que sí se enamoró a su vez, y bien que se enamoró. Pero Miguel, que así se llamaba él, maestro como ella en su mismo colegio, era hombre casado, y aquella era una circunstancia insalvable. El caso es que a doña Virtudes sus ochenta y nueve años de existencia se le habían pasado muy deprisa.

          Y si antes dije que doña Virtudes vive en soledad, no fui del todo preciso, porque con ella, desde hace dieciocho, años vive Lulú. ¿Y quién es Lulú? Lulú es la alegría de doña Virtudes; su confidente más discreto; y la excusa ineludible para salir a pasear cada día, llueva, truena o se parta el cielo en dos y caigan chuzos de punta, que para no mojarse se han inventado los paraguas. La madre de Lulú, una perrita callejera conocida por todos los vecinos, había muerto cuando sus cinco crías apenas tenían quince días. Unos chiquillos del barrio se ocuparon de encontrar hogar para los cachorros. Doña Virtudes abrió la puerta y se encontró al niño con aquella minúscula criatura en sus manos, envuelta en un trapo, llorando como un bebé humano. Fue amor a primera vista. Todo el instinto maternal sin estrenar que atesoraba la mujer, ya jubilada, sin familia y sin otra ocupación que las labores del hogar y la lectura, a la que era muy aficionada, afloraron de súbito en ella. “Es perrita, la única hembra de la camada. Mire, mire, doña Virtudes, ve como es perrita”, le dijo el chiquillo, mostrándole la panza del animalito, y señalando el lugar donde se suponía se identificaba el sexo del cachorro. Doña Virtudes no se lo pensó dos veces y se quedó con la perrita, a quien llamó Lulú porque así se llamaba la caniche de mentirijilla de Herta Frankel, una marionetista televisiva muy popular en los años sesenta, que a ella le había hecho pasar muy buenos ratos de distracción. Los cuidados veterinarios y, sobre todo, la abnegada dedicación de la mujer sacaron adelante a Lulú, el único cachorro que lo consiguió. Dieciocho años juntas, toda una vida. Lulú es chiquita, de corto pelaje pardo, como un barrilito con patas, de alzadas orejitas puntiagudas, hociquillo afilado y ojos saltones, y lista como el hambre.  Aunque precisamente hambre nunca ha padecido Lulú; por el contrario, todo lo cuidadosa que doña Virtudes ha sido con sus comidas a lo largo de su vida, ha dejado de serlo con Lulú, y así está la perrita, como una albóndiga gigante con ojos de sapo. “Doña Virtudes, Lulú es tan anciana como usted, si no más, y no puede comer tanto, terminará muriendo de un infarto por el exceso de peso”, le ha dicho decenas de veces el veterinario, que la trata desde siempre. “Si es que no hay manera de que se coma ese pienso de dieta que le mandó usted, don Pedro. Y no me extraña, ¿cómo se va a comer mi Lulú esa comida para ganado?“, se excusa doña Virtudes con el veterinario, que cierra los ojos y suspira, resignado. “Y además, don Pedro, si ya no se ha muerto por gorda, ya no se muere. ¿Y sabe lo que le digo, don Pedro?... que ahora que lo pienso, prefiero que se me muera ella antes que yo, mal que me pese, y más que voy a llorar cuando llegue ese momento, porque ¿qué va a ser de la pobrecita si yo le falto? Ay, que angustia me ha entrado de pronto”, le dijo al veterinario la última visita de chequeo rutinario.

          Lulú duerme a los pies de la cama de su ama, sobre una confortable acolchada cesta de mimbre. Ambas duermen alternando sus ronquidos; hay noches que parecen competir, a ver quién lo emite más largo o más sonoro, y como ambas están un poco sordas, una vez cogido el sueño, ninguna molesta a la otra. Esta mañana de domingo, doña Virtudes se ha despertado en cuanto que un rayito de luz se ha colado por el resquicio de los postigos de la ventana; ella no necesita despertador. Sólo los domingos deja sola un ratito a Lulú. Lo que tarda en ir a la capilla de la Orden Tercera de la Parroquia de San Francisco, que le queda a tiro de piedra de su casa, escucha misa y regresa a casa. A la vuelta, Lulú la recibe como si llevase años fuera: el rabillo como una batidora, los agudos ladridos roncos, los saltones ojos atravesando el corazón de la anciana, que siempre siente la misma emoción ante tal algarabía perruna. Sin perder tiempo, quizá porque sabe que ya poco les queda para estar juntas, doña Virtudes le pone a Lulú su abriguito de lana, luego el arnés, y ya sujeta con la correa salen a la calle. Las dos viejitas, pasito a pasito, se dirigen calle abajo hacia la plaza de España. Siempre es más pesada la vuelta, cuesta arriba.  Como todos los domingos, doña Virtudes desayuna en la terraza de la cafetería más antigua y elegante de la plaza más emblemática de Santa Cruz, a la sombra de los toldos, frente a la Cruz de los Caídos. Pero hoy no hace sol, está a punto de llover, por eso ha hecho bien en coger el paraguas y en abrigarse. A las diez de la mañana puede elegir la mesa que más le gusta. El camarero rechoncho, serio pero amable, la saluda con un “Buenos días, doña Virtudes”, ella le responde igualmente, y Lulú mira al camarero con desdén, como reprochándole que a ella no la salude también. “Café con leche en taza grande y dos tostadas con mermelada de melocotón y mantequilla y un vasito de agua del tiempo sin gas”, no pregunta el camarero, afirma, más por formalismo que por otra cosa, porque eso mismo ha desayunado la buena de doña Virtudes los últimos seiscientos domingos.

          El camarero rechoncho, serio pero amable, a los diez minutos, le trae el café con leche en taza grande y las tostadas con mermelada de melocotón y mantequilla, y como siempre, en un segundo viaje, el vasito de agua del tiempo sin gas. Una vez untada la mantequilla y la mermelada en las tostadas, doña Virtudes, mordisco a mordisco, y sorbito a sorbito, va dando cuenta del desayuno, a la vez que, a trocitos mojados en café con leche, para ablandar la tostada, alimenta a su perrita, casi desdentada.

          —Mira como llueve, Lulú —le dice la viejita a su perra, alzando la vista, preguntándose si aquel toldo que las cubre será del todo impermeable.

          Lulú la mira con sus ojos saltones, de pronto le ha dado un tembleque. “¿Tienes frío, Lulú?”, pregunta ella, y Lulú le responde con la mirada, inequívocamente; sobrarían las palabras si la perrita pudiera pronunciarlas. Y como Lulú hace tiempo que no puede saltar, doña Virtudes, con cierta dificultad, se agacha, la coge y la pone en su regazo, abrigándola con sus brazos, acariciando su cabeza menuda. En ese momento, la suave lluvia se troca en un aguacero y al poco en un chaparrón descomunal. Algunos clientes que toman café en la terraza prefieren mudarse al interior de la cafetería; la gente corre por la calle, buscando refugio para no acabar empapados. El cielo se ha cubierto de nubes grises, las que se acercan son casi negras. “Sigues temblando Lulú”, le dice doña Virtudes a su perrita, que la vuelve a mirar con sus ojitos saltones.

          —¿Qué hacemos, Lulú, nos vamos a casa en cuanto pare de llover? Esta lluvia puede ser pasajera…  aunque por allá llegan más nubes muy feas —observó la anciana, mirando hacia el cielo lejano—. Mira, Lulú, ya no llueve. Igual ya no llueve más en todo el día o sí, ¿quién acierta con el tiempo?

          Doña Virtudes pide la cuenta y solicita al camarero rechoncho, serio pero amable, que le alcance el periódico que uno de los clientes que ha entrado a la cafetería se ha dejado en la mesa. Con la perrita aún en su regazo, la anciana lee los titulares de la portada. Nada que le llame especialmente la atención. Lulú se muestra inquieta, y a punto está de caerse al suelo. La anciana la regaña. La perrita la mira de soslayo, como disimulando, con las orejitas hacia atrás, acurrucándose sobre las delgadas piernas de su ama, temblando aún más.

          —¿Estás malita, Lulú? ¿Por qué tiemblas tanto, mi niña? Estás empezando a preocuparme… —Lulú la mira con ojos de cordero degollado—. Bueno, bueno, ya nos vamos a casa —dice al fin doña Virtudes.

          Al oír Lulú lo que ella ha entendido perfectamente como que regresaban a casa, menea el rabillo y alza las orejitas. Doña Virtudes hace señas al camarero rechoncho, pidiéndole la cuenta. Lulú, sorprendentemente, salta de sus piernas al suelo, a pesar de su ya escasa agilidad. Menea más a prisa el rabo y ladra aguda y ronca, con voz de perrita vieja. Doña Virtudes se pregunta qué le pasará a Lulú, no es ese un comportamiento normal en ella, y echa un último vistazo a la portada del periódico. Se oye en ese instante un trueno lejano, Lulú vuelve a ladrar. La anciana se fija en la fecha del periódico: 31 de marzo de 2002.*

- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 

* Nota de la Tertulia

          Si el lector no es tinerfeño, es posible que no haya acabado de entender lo que Villanueva nos cuenta en su entrañable relato. Por ello le rogamos fije su atención en la fecha del periódico, en aquel 31 de marzo de 2002 que, como le explicamos a continuación, ha quedado marcado de forma indeleblemente trágica en la historia de Santa Cruz de Tenerife.

          Efectivamente, tras una mañana de cielos cubiertos (con algún ligero chubasco), sobre las tres y cuarto de la tarde, la casi imposible conjunción de dos fenómenos meteorológicos contradictorios llevó a que, de forma consecutiva, fueran naciendo sobre las estribaciones montañosas que limitan la ciudad por el Oeste hasta tres tormentas que volcaron sobre la población un verdadero diluvio.

          En pocos minutos -y durante unas dos horas-  las calles santacruceras se convirtieron en impetuosos torrentes de un agua enlodada que, en su loca carrera hacia el mar, arrastraba piedras -algunas de enorme tamaño-, árboles, automóviles, mobiliario urbano y todo tipo de objetos. Cientos de viviendas, garajes, sótanos y almacenes se inundaron.

          Las pérdidas económicas fueron muy grandes, pero lo peor fue que aquellos más de 220 litros de agua por metro cuadrado que cayeron en apenas dos horas y cuarto, y casi exclusivamente sobre Santa Cruz, se llevaron también la vida de 8 personas.

          Por ello, hizo muy bien doña Virtudes marchándose a casa ante aquellos premonitorios temblores de Lulú, alertada por ese sexto sentido que dicen que tienen los animales, y que la anciana achacó a algún problemilla de salud de su perrita.