El alma de la Ciudad

Por Luis Cola Benítez (Salón de Plenos del Excmo. Ayuntamiento de Santa Cruz de Santiago de Tenerife, el 24 de noviembre de 2011).

 

          Sinceramente agradecido, pero con la natural turbación y preocupación por la responsabilidad de la distinción que se me otorga, me examino a mí mismo tratando de saber si seré capaz de cumplir mi cometido, si no con brillantez, al menos con dignidad. Me sobrecoge pensar en quienes han sido mis antecesores inmediatos, a cuya memoria desde aquí dedico con toda modestia el más cálido de los homenajes: el gran intelectual que fue el recordado Profesor Alejandro Cioranescu, cuya estancia entre nosotros constituyó un auténtico lujo, y el irrepetible y entrañable gran periodista que era Gilberto Alemán. Para ambos, que me honraron con su amistad, mi recuerdo emocionado y de gratitud por su encomiable labor.

          Para mí, sin más mérito que el amor a mi pueblo y que como mucho tal vez pueda ser calificado como un diletante de su historia, ser distinguido como Cronista Oficial de la Ciudad es algo que legítimamente me satisface, incluso me enorgullece, aunque en absoluto me envanece. Nada más lejos de mi forma de ser. La parafernalia de este mismo acto, cuya intención agradezco profundamente, me queda tan ancho que me siento perdido.

          Muchos de los presentes me conocen, algunos mejor que yo mismo, otros tal vez no o me conocen menos, motivo por el que no me resisto a exponer someramente y sin dogmatismos algunos aspectos, sólo algunos, de mi pensamiento sobre esta Ciudad de nuestras ilusiones y de nuestros desvelos. Con ello, con lo que sólo son reflexiones personales, siempre susceptibles de revisión, tal vez contribuya a que me conozcan mejor y sepan con quién han de tratar si se les ofrece hacerlo. Y sepan también que, como siempre, con la mejor voluntad estoy a disposición de todos.

          Deseo hablarles de nuestro Santa Cruz, de nuestra Ciudad, de lo que para mi representa como aglutinadora que debe ser de todos nuestros esfuerzos e ilusiones, no sólo de nuestros representantes políticos, sino de todos los que tenemos la suerte de ser sus ciudadanos. Algunas de las cosas que voy a decir ya las he dicho alguna vez, y ruego disculpas por repetirme, pero creo que merece la pena recordarlas pues son referencia inexcusable del pálpito de Santa Cruz.

          Para ello quiero comenzar hablando -no sé si acertaré o no-, en todo caso en un bienintencionado intento, de lo que considero la más íntima esencia de Santa Cruz, es decir, de….:

  

EL ALMA DE LA CIUDAD

          Hace algún tiempo, en una entrevista en una emisora de TV, inesperadamente se me puso en el dilema de contestar a la siguiente pregunta: "Si sucediera una hecatombe que arrasara toda Santa Cruz y usted tuviera la potestad de salvar sólo una cosa de ella, ¿qué salvaría?" Sin titubear un solo segundo, contesté: "Su espíritu". Más tarde pensé que si me repitieran la pregunta volvería a contestar lo mismo, porque tengo la total convicción de que el espíritu, el alma de Santa Cruz de Tenerife, es lo más valioso de cuanto posee.

          Dicen que el alma es el principio vital de todo ser y la “sustancia o parte principal de cualquier cosa” y, de forma explícita o en sentido figurado, se admite que es la más íntima esencia de ellas. Entonces, ¿es que tienen alma las cosas? No puedo pensar, por ejemplo, que un sacacorchos tenga alma, pero no me atrevo a descartar que sí la tenga un búcaro chino de la dinastía Tang, la espada del Cid o el Moisés de Miguel Ángel. Se trata de algo sin duda definido, pero indefinible, que sentimos que emana del sujeto y que de alguna manera se comunica con nosotros, al establecerse un hilo conductor de sensaciones, no por subjetivas menos intensas.

          ¿Y una ciudad? Una ciudad no es sólo un conjunto de cosas y casas. Es cierto que el impacto visual que nos producen sus edificios, sus calles y el tráfago ciudadano, nos pueden ocultar su más íntima esencia, lo más importante y característico de ella, que queda obnubilado por la materialidad física de estos elementos, que sin embargo también contribuyen a definirla y determinarla, al menos en parte. Una ciudad es mucho más que todo eso. Una ciudad es en primer lugar -de acuerdo con Julián Marías-, "un órgano de la convivencia, del diálogo," y lo que es más importante, "de la explicitud de los proyectos comunes". Y es en esto último, en la potencialidad para formular proyectos, donde radica la más distintiva cualidad humana de cualquier órgano, pues poseer la capacidad de ser proyectivo diferencia al humano del resto de los seres vivos.

          Cuando somos capaces de percibir el alma de una ciudad, aunque se trate de algo inmaterial, imposible de representar físicamente, trasciende y sobrepasa a todo lo demás, haciéndose evidente, pues como dice Ernesto Haeckel es "la manifestación de todas las fuerzas almacenadas a través del tiempo". El aire, y no me refiero ahora al fluido vital sino a la peculiar atmósfera que emana de una ciudad, no es por sí solo reflejo de su alma; si acaso es el envoltorio de algo más sutil, de sus más profundas esencias, que de forma misteriosa e inexplicable incide en nuestro intelecto y nuestro corazón a través de un misterioso sexto sentido, anegándolos. ¿Será este el auténtico reflejo de su alma? Y cuando una colectividad  se ve envuelta en algo así como un aura, compendio de dichas sensaciones, es cuando toma conciencia de su identidad, forjada en un largo proceso sin fin previsto, que no puede establecerse por decreto, que no puede imponerse desde las altas instancias, aunque algunas lo hayan intentado y sigan intentándolo. Nadie podrá jamás arrogarse el mérito de su invención o descubrimiento.

          La identidad colectiva abarca a todos, aún sin desearla ni buscarla, y muchas veces sin tener conciencia de ella, porque responde a un largo proceso continuado de generación en generación, que se convierte en un sentimiento, y lo que es más importante, en un impulso generador de proyectos. En el camino, a lo largo del peregrinar colectivo surgen hitos reconocidos y aceptados por todos, que el sentir común considera irrenunciables.

          Sentadas estas premisas, posemos la mirada, pongamos nuestra atención sobre una ciudad en concreto: Santa Cruz de Tenerife.

          ¿Qué podemos decir de nuestra ciudad? ¿Cuáles serían las señas idiosincrásicas con fundamento histórico, que nos abran las puertas y permitan acercarnos a su más íntima esencia? Antes de intentar contestar a estos interrogantes, hay que decir una vez más, que Santa Cruz es el resultado de lo que los santacruceros y los tinerfeños hemos querido que sea. Porque en el devenir de nuestra ciudad no sólo figuran involucrados los santacruceros, los chicharreros en sentido estricto, sino el resto de la Isla. Ya lo expuso, aquí mismo, la ilustre tacorontera María Rosa Alonso -y no es la primera vez que la cito-, cuando afirmó que "Santa Cruz es la suma de todos los pueblos de Tenerife, donde todos nos sentimos chicharreros".

          Pero, analicemos, desmenucemos su esencia. Lo primero que destaca en Santa Cruz es su vocación de servicio, a veces ciertamente devenida de las circunstancias históricas, pero en todo caso asumida siempre con generosidad, lealtad y sin ambages. Desde el momento mismo de su fundación junto al rompiente de las olas de las playas de Añazo, se erigió en la imprescindible puerta de la isla, y por ella entró todo lo necesario para el asentamiento y progreso del resto de comunidades, contribuyendo así al desarrollo de las actividades que de nueva planta nacían en todo el territorio insular. Pero por esta servidumbre, que sin duda contribuyó a su consolidación definitiva, no dejó de pagar un tributo, en ocasiones superior a sus posibilidades, resultando ser la primera línea de choque de las invasiones epidémicas, soportando a los imprescindibles funcionarios, el merodeo de los corsarios en las aguas de su bahía, la necesaria guarnición militar y el aluvión de toda clase de gentes de ventura propias de un puerto de mar.

          También, desde sus inicios, cuando apenas se había terminado su asentamiento, contribuyó y participó en las cabalgadas a Berbería promovidas por los Adelantados y sus amigos, y a las expediciones a las Américas, organizadas aquí, como la de Santa Marta, o en las que hacían escala para suministrarse de hombres y bastimentos. Bajo la carga de este bagaje, el Lugar fue creciendo, aunque muy lentamente y con señalados altibajos, durante los primeros ciento cincuenta años de su existencia.

          Siempre se ha dicho, y con razón, que el siglo XVIII fue fundamental para Santa Cruz, pero no debe ignorarse el impulso iniciado en la segunda mitad de la centuria anterior, de 1650 a 1700, en la que duplicó la población, lo que no se justifica sólo por el crecimiento vegetativo. Ello indica que, entre otros factores, el tráfico portuario y las actividades y pequeñas industrias artesanales que se iba estableciendo en su suelo contribuían a su desarrollo de forma determinante.

          Y no olvidemos el papel que Santa Cruz ha desempeñado a lo largo de su historia en la defensa de la Isla, de todas las Islas. Al ser reconocida como la única plaza fuerte del Archipiélago los enemigos ansiosos de su conquista tenían claro que si lograban apoderarse de su principal puerto y bastión, el resto del conjunto inevitablemente caería en su poder. Es cierto que cuando sonaban las alarmas, los regimientos de Milicias de toda la isla se ponían en pie de guerra y que en las operaciones de defensa todos eran partícipes. Pero no es menos cierto que la población civil del Lugar y Puerto era la que directamente sufría las consecuencias, tanto de la agresión como de las operaciones de defensa, en las que el pueblo se veía precisado a colaborar facilitando alojamientos, agua o subsistencias, constituyéndose en la segunda línea de resistencia al enemigo de turno. Así respondió Santa Cruz en todas las ocasiones a lo largo de su ajetreada vida, especialmente en 1657 cuando el ataque de Blake, en 1706 ante el asalto de Jennings y, finalmente, en 1797 con motivo del intento de conquista capitaneado por el contralmirante Nelson. A estos tres hitos históricos del  Puerto y Plaza Fuerte responden las tres cabezas de león que figuran en su escudo de armas. En tales situaciones muchos santacruceros aportaron su colaboración personal o se vieron privados de parte de sus pertenencias para formar barricadas y reforzar las defensas, contribuyeron con sus bestias y carretas a los transportes, y hasta heroicas mujeres del pueblo voluntariamente acarrearon agua y alimentos para las tropas que se encontraban en escabrosas posiciones, como ocurrió en 1797 con las destacadas en la Altura de Paso Alto.

          Y no para aquí la presencia de sus ciudadanos en otras empresas, y es conocida su contribución en tierras americanas, desde Puerto Rico, Florida, Campeche y Yucatán hasta Montevideo, pasando por Luisana, Tejas o Cuba, y por tantos otros lugares y países en los que pervive el nombre de Santa Cruz en numerosas localidades. Y hay que destacar también su participación en las campañas de Flandes, Portugal, Rosellón  o en la Guerra de la Independencia. Esta contribución desangró muchas veces a Santa Cruz, que padecía la pérdida de los más jóvenes, que constituían su mas preciado potencial.

          Pero, ¿quiénes eran aquellos chicharreros? El poblamiento de Santa Cruz se realizó por gentes de muy diversos orígenes. Fue el resultado de la fusión y amalgama de personas de múltiples procedencias con el elemento guanche aborigen. Así vemos, desde los primeros momentos, a castellanos, andaluces, gallegos, vizcaínos, portugueses, franceses, italianos, que aquí encontraron asiento y se establecieron. También germanos y holandeses y, en el siglo XVIII, especialmente irlandeses. Los descendientes de muchos de ellos continúan entre nosotros; mejor dicho, somos nosotros. Por eso no alcanzo a comprender que algunos hablen en esta bendita tierra de sentimientos xenófobos, en una comunidad en la que el mestizaje y la integración han sido ejemplares a lo largo del tiempo.

          Me van a permitir que les exponga una anécdota personal, que he contado alguna vez entre amigos, pero nunca en público. No me es posible precisar la edad que entonces tendría, tal vez diez u once años, en todo caso muy pocos, pero sí que recuerdo el hecho con toda claridad por la sorpresa que me produjo. Fue cuando en una conversación hogareña mi padre, al referirse a unos amigos de la familia, aludió a su origen extranjero. ¿Cómo era posible? Ante mi extrañeza empezó a enumerarme un largo listado de nombres que para mí eran totalmente familiares por escucharlos en mi casa cotidianamente. ¿Cómo podía sospecharlo, si yo jugaba con sus hijos y sus padres y abuelos eran amigos de los míos? Entonces descubrí el verdadero origen de aquellos Baudet, Hamilton, Beautell, Hardisson, Perdomo, Guigou, Mandillo, Zerolo, Maffiotte y muchísimos más, que para mí eran tan chicharreros como yo mismo. Claro que no conocía entonces que mi apellido, Cola, es de origen genovés.

          Quiero dejar claro así otra cualidad de este pueblo, enraizada en su historia: la tolerancia. Pero no es esta una cualidad derivada del azar. La tolerancia es un acto volitivo y no puede ser de otra manera: nadie es tolerante sin querer; se es porque se decide serlo. Pero es preciso aclarar algo que podría confundirnos, y es el juicio de los que afirman que cuando decimos que toleramos una opinión, nos referimos a opinión contraria a la nuestra; es decir, a una opinión, que en nuestro fuero interno consideramos errónea, lo que nos lleva a erigirnos en jueces. Y no tiene por qué ser así si nos limitamos a aplicar un criterio simplemente objetivo: la opinión ajena no será contraria a la nuestra, desde el instante en que la consideremos sencillamente distinta.

          Ejemplos de la tolerancia de Santa Cruz son de fácil mención por numerosos y podría formarse un copioso fichero. Hasta en los tenebrosos tiempos de la Inquisición, poco, casi nada de algún relieve, tuvo que hacer el temido tribunal en el Lugar y Puerto, y ello a pesar de que las tempranas relaciones con Europa facilitaban la entrada de nuevas ideas y de las que sin duda se considerarían entonces peligrosas influencias. Tal era así que las denuncias contra residentes extranjeros eran más bien el resultado de rencillas o envidias personales y algunas resultaban ridículas, cuando no grotescas. Como ejemplo, la presentada contra comerciantes malteses y otros porque traían objetos inútiles o de lujo que podían pervertir las costumbres y menoscabar la religión. En seguida salieron los que aducían el beneficio que para el pueblo representaban sus ofertas para mejorar las condiciones de vida.

          En la práctica se daba una entente cordial entre naturales, autoridades y colonia extranjera, que hacía llevadera la situación y evitaba enfrentamientos, obviando, incluso, las diferencias religiosas. Tal es así que, cuando España entraba en guerra con otro país y llegaba la inevitable orden conminando a la expulsión de los naturales de la Nación afectada, después de confeccionar la pertinente matrícula o listado de los implicados, solía comprobarse que en su mayoría eran residentes respetables, integrados desde la primera generación en esta sociedad, muchos casados con tinerfeñas, con hijos aquí nacidos y algunos con comercios establecidos. Al final, como dice Cioranescu, todo acababa en un enorme papeleo sin apenas consecuencias. En realidad la confianza en estos elementos que ya formaban parte indisoluble del pueblo, llegó al extremo de que desde el siglo XVII la autoridad militar no dudó en confiarles parte del cuidado de la defensa formando una compañía de forasteros, con la participación de algunos importantes personajes de Santa Cruz, como Roberto de La Hanty que fue teniente coronel de la misma.

          Pero hay otros ejemplos más recientes y bien conocidos de la tolerancia de este pueblo, que subsisten a la vista de todos y que tal vez en su momento no resultaron destacados. Uno de ellos es la logia masónica de la calle San Lucas y, otro, la capilla anglicana de la plaza de los Patos. La primera, construida a la vista de todos, constituye un ejemplo arquitectónico único en su género, hoy en estado de lamentable abandono. Respecto a la segunda, es muy significativa la siguiente anécdota: cuando al autorizar su construcción alguien reprochó al alcalde que con ello facilitara el culto de una religión distinta a la católica, Juan M. Ballester respondió que la ciudad, y menos él, no era nadie para poner obstáculos a los asuntos de conciencia, y que si se lo hubieran pedido lo mismo hubiera autorizado la construcción de una sinagoga o para cualquier otro credo.

          Si hablamos de tolerancia en Santa Cruz, forzosamente hay que aludir a lo que constituyó su máximo exponente en una difícil época política y social que atañía no sólo a Canarias sino a toda España, como lo fue la segunda mitad del siglo XIX. Cuando se daban enfrentamientos militares, políticos e ideológicos, cuando se radicalizaban las posiciones conservadoras, surgían las asociaciones llamadas de izquierda y comenzaban a tomar forma los movimientos obreros, en Santa Cruz, un heterogéneo grupo de ciudadanos de las más dispares ideologías, desde católicos practicantes a personajes próximos al pensamiento ácrata, acuerdan la creación de una asociación en la que todos tuvieran cabida, con la primordial finalidad de poner a disposición de sus socios y de los ciudadanos en general, un foro orientado a facilitar y promover el debate de las ideas. Me refiero, claro está, al Gabinete Instructivo de Santa Cruz de Tenerife, una  sociedad que por insólita puede parecer irrepetible, pero que no tiene por qué serlo.

          En su seno se debatían las más opuestas y hasta encontradas opiniones, siempre dentro del más acrisolado respeto hacia las ideas del oponente, haciendo gala de un espíritu liberal y una tolerancia admirables. Los enfrentamientos dialécticos, no exentos de crudeza, eran apasionados, tratándose temas tan dispares como los éticos, políticos, religiosos o literarios, pero se mantenían siempre las formas más civilizadas en las relaciones personales, presididas por el más profundo respeto.

          Esta sociedad, paradigma del sentir chicharrero, hizo mucho más que debatir ideas. Reivindicó la presencia femenina en la sociedad de su tiempo, sus miembros más calificados impartieron enseñanzas en variados temas, en su seno se fundaron sociedades mercantiles, constructoras, de asistencia y de enseñanza, se promovieron múltiples iniciativas ciudadanas impulsadas por el patriotismo de sus componentes y, en definitiva, puede afirmarse que en gran parte pusieron las bases del Santa Cruz de hoy, logrando para su ciudad metas que hasta entonces parecían inalcanzables. Y yo añado que sigue pendiente el gran homenaje público que merece su memoria y que Santa Cruz les debe. Y ninguna de sus múltiples realizaciones hubiera sido posible si su trayectoria y su labor no hubieran estado presididas por la tolerancia.

          En alguna ocasión, el talante liberal de aquellos hombres parece increíble ante la interpretación que hoy pretende darse a la Historia. Un ayuntamiento republicano, presidido por Bernabé Rodríguez Pastrana y formado en parte por miembros de aquel Gabinete, fue el que puso el nombre de “Alameda Príncipe de Asturias” a una de las más bellas plazas de nuestra ciudad, al saberse del nacimiento del que luego sería Alfonso XII. Se podía y debía combatir políticamente a la Monarquía, pero se reconocía la importancia histórica de la descendencia de un Rey.

           Ahora bien, estas cualidades, vocación de servicio y tolerancia, que configuran y son exponentes del talante de este pueblo, hubieran sido inoperantes y quedado  sin contenido si no se hubieran visto asistidas de un impulso dinámico y creativo, imprescindible para resultar eficaces. Y este necesario impulso sólo lo pudo aportar, siendo ya parte de su historia, un tercer factor, algo que culmina y viene a completar su peculiar idiosincrasia: la solidaridad.

          Pero tengo dudas sobre el empleo del término. Si solidaridad se define como "la adhesión circunstancial a la causa de otros", pienso que no se ajusta del todo a lo que deseo expresar al establecer limitación de temporalidad. El término, acuñado por Pierre Leroux para distanciarlo y reemplazar a la caridad cristiana, pretende ser simplemente positivista, y si recurro a él es llevado por el común uso que del mismo se hace. No obstante, el mismo Leroux, en sus últimos años, no descartaba la caridad cristiana, postulando que la solidaridad reconcilia el egoísmo con la caridad.

          Sea como sea, reconozcamos que Santa Cruz nunca ha mirado hacia otro lado ante los problemas ajenos. También en este caso son innumerables las ocasiones que lo demuestran. No pretendo -ni este es el momento- hacer un catálogo, pues cualquiera de nosotros sabe que es cierto lo que digo. Desde los primeros años de su existencia, en tiempos de sequía y de epidemias que producían graves hambrunas, se enviaba grano a las islas que más la padecían a pesar de las prohibiciones de exportación y de la escasez que aquí había. También, incluso hasta bien entrado el siglo XX, fue habitual el abastecimiento gratuito de miles de toneladas de agua a Fuerteventura, Lanzarote y El Hierro, tras laboriosas gestiones para que los militares cedieran los bidones y la compañía de correos interinsulares no cobrara el flete, en momentos en que el suministro al pueblo de Santa Cruz era tan escaso que apenas llegaba a una docena de litros por habitante y día.

          Los años de extrema sequía en las islas orientales provocaban un auténtico éxodo hacia las de mayores recursos, especialmente hacia Tenerife. Estos emigrantes forzosos llegaban en un estado lamentable de pobreza y depauperación, enfermos y hambrientos, y se calculó en más de un millar los que deambulaban por las calles. Hoy, cuando las noticias sobre la llegada de “pateras” han sido cotidianas, es sorprendente recordar que en 1721 -según Viera y Clavijo- sólo por El Sauzal arribaron de una vez seiscientos de estos desheredados, y la mayor parte recalaban en Santa Cruz en busca de ayuda y cobijo. Las autoridades locales se vieron desbordadas, pues los asilos y conventos no bastaban para acoger a tanto desgraciado y muchos vecinos de Santa Cruz abrieron sus puertas para darles abrigo y alimento. Se llegaron a repartir más de mil quinientas raciones diarias, lo que para una sociedad con tan grandes carencias como la del siglo XVIII, sólo era posible con la colaboración de todos. Por este motivo, alguna vez he señalado que Santa Cruz ya era Muy Benéfica antes de la concesión oficial del título por su ejemplar comportamiento en la invasión de cólera morbo de 1893, porque, además, ya lo había acreditado en el humanitario trato al enemigo vencido.

          La mayoría de las necesidades públicas, casi todas, se cubría con aportaciones de los vecinos. Así era tanto para las obras materiales, como reparar el puente de madera de El Cabo o el camino a La Laguna, construir el primer muelle embarcadero de Canarias, o hacer mejoras urbanas, como para cubrir los gastos de acciones solidarias con las otras islas. Un ejemplo, entre otros, cuando se supo que un barco salido de Cádiz, donde se padecía la peste, iba con rumbo a Lanzarote: los vecinos de Santa Cruz, con sus ediles a la cabeza, asumiendo la capitalidad de todo el Archipiélago que entonces ostentaba, no dudaron en aportar de su bolsillo el flete de una embarcación para que fuera a Arrecife a ponerles sobre aviso. Y basta de ejemplos que harían interminable esta exposición.

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          Si recapitulamos lo expuesto hasta ahora, vemos que he señalado los que estimo son los elementos más sobresalientes del sentir más íntimo de este pueblo, muchas veces inadvertido o infravalorado por nosotros mismos, sus tres características fundamentales: vocación de servicio, tolerancia y solidaridad. Estos son, a mi juicio, los atributos con base histórica más destacados del espíritu de Santa Cruz. No obstante, no hay que perder de vista que los linderos que los separan son difusos: la vocación de servicio entraña solidaridad, y esta última no es posible, a su vez, sin tolerancia, y la práctica de ambas precisa de vocación de servicio.

          Pero lo que queda claro es que en conjunto han contribuido a conformar su idiosincrasia, que no debe asimilarse con el alma de la ciudad –aunque no deja de ser sus destellos-, y constituyen el más profundo estrato, el más recóndito nicho de su identidad. Esta identidad, que no se alcanza por imposiciones políticas, ni nace por generación espontánea, es el resultado de un largo proceso que nace como consecuencia de la experiencia de grupo, de su historia común. Y, aquí surge la connotación liberal, al respetar voluntariamente los hechos históricos que la han forjado. Pero, para su concreción, precisa basarse en la memoria. En la memoria colectiva.

          Esta memoria o razón histórica es la pieza fundamental del acervo común, libre, sin limitaciones, que a todos abarca, y en ella no tienen cabida las ideologías de cualquier signo, sea político, económico, ético o de conciencia, que la degradarían al acotar su contenido, su auténtica sustancia. En la génesis de su formación surgen elementos emergentes que señalan las cúspides del proceso, que nos han de llevar a la percepción, a ser conscientes del más preciado patrimonio de la comunidad. Apoyándonos en Ortega, hay que dejar bien claro que memoria histórica no es la memoria aplicada a la Historia, sino la memoria que es la Historia. Es algo que no precisa, como se ha pretendido, de leyes específicas, pues es la Historia misma la que da memoria, la que nos permite recordar.

          Y volvamos a nuestro Santa Cruz. A la memoria de la ciudad, compendio de sus señas de identidad, reconocidas y aceptadas como parte integrante del acervo común, no le basta con fundamentarse solamente en principios o formulaciones, más o menos autocomplacientes, extraídas de su experiencia vital, de su manera de reaccionar ante los retos que se le han presentado o simplemente frente a los acontecimientos cotidianos. La memoria colectiva precisa de sólidos cimientos, de una base firme que esté a la vista de todos, que materialice aquellos hitos a que nos hemos referido, que físicamente nos recuerden con su presencia de dónde venimos, lo que somos y a dónde pretendemos llegar. Y estos cimientos, esta base la constituye su patrimonio histórico, que debemos proteger y cuidar con auténtico mimo, para que en todo momento, generación tras generación, podamos tenerlo presente.

          El patrimonio histórico de una ciudad es la más importante referencia del enraizamiento, del arraigo de su identidad, que nunca se concluye, que siempre está en construcción, y cuyo proceso, a la vez, impulsa. A él se ancla y se aferra su más íntimo sentir y es absolutamente necesario para comprendernos a nosotros mismos, pues como alguien ha dicho, "el movimiento de ida y vuelta que va del pasado al futuro es el que ilumina el presente". Podrá parecer a algunos que estas muestras materiales del pasado son sólo testimonios físicos, más o menos valiosos o anecdóticos, de la historia, y que lo verdaderamente trascendente es el legado inmaterial e intelectual que hayamos recibido y que nos conforma, pero hace falta algo más que con su presencia evidencie de alguna forma este legado. Lo expresó claramente el gran pensador John Ruskin cuando dijo: "Es preciso poseer no sólo lo que los hombres han pensado y sentido, sino lo que sus manos han manejado, lo que su fuerza ha ejecutado, lo que sus ojos han contemplado todos los días de su vida".

          Y ¿qué hemos hecho en Santa Cruz con nuestro patrimonio histórico? ¿A qué estado lo hemos dejado llegar en gran parte? ¿Cuándo se van a poner en marcha los proyectos de rehabilitación, restauración o conservación? No quiero poner ejemplos sangrantes, porque en las tumbas no queda sangre y ya casi ni quedan tumbas; ni aludir, entre tantas otras cosas, a la estéril sequedad y abandono de las contadas fuentes históricas que con su alegre fluir deberían iluminarnos. Nuestro patrimonio histórico urbano puede ser considerado modesto por ojos ajenos, pero es el nuestro, el que tenemos, el que nos recuerda de dónde venimos y con el que con su conservación y cuidado debemos honrar la memoria de los que nos precedieron e hicieron posible con su trabajo y esfuerzo, con muchísimo trabajo y esfuerzo, el Santa Cruz de hoy. Animo, decididamente, a ponerlo con urgencia en valor ante propios y extraños. Cuando nos quejamos de que el turismo pasa de largo por Santa Cruz, no somos capaces de rehabilitar los rincones, los puntos de la ciudad, que podrían merecer su atención a poco que los cuidemos y expliquemos, pues parece prevalecer la idea de que, a falta de playas, el ciudadano o el visitante sólo busca copas y tapas. Por cierto, ¿qué ha sido de las ilusionadas esperanzas puestas en la Comisión Municipal del Patrimonio Histórico? ¿Y qué es del Consejo Social de la Ciudad, que recoge la Ley de Grandes Ciudades? Ambos organismos se constituyeron en su momento y… nunca más se supo.

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           Tengo que pedir disculpas cuando está a punto de terminarse esta perorata. Soy consciente de que en su última parte puede haber dejado un sabor agridulce, cuando podía haberme volcado en placenteros cuadros de un Santa Cruz sonriente y luminoso, hablando de su primaveral clima, de la exuberante floración de sus jardines y alamedas, de la belleza y gracia sin igual de sus mujeres, del incomparable cuadro de su bahía que enmarca el grandioso macizo de Anaga, del entrañable “chicharrerismo” de sus barrios, de sus fiestas y de su innata y sana alegría. Todo ello es cierto y no saben ustedes lo que me congratula que sea así y con qué empeño hago votos para que no cambie y perdure. Pero ninguno de estos aspectos de nuestra ciudad, de los que han tratado poéticas voces mucho más autorizadas que la mía, me ocupa ni me preocupa, porque las considero un privilegio que tenemos los que aquí vivimos, y debemos felicitarnos por ello. Me ocupan y preocupan otras cosas, como las que, con la benevolencia de todos ustedes he tratado de presentarles.

          Para finalizar, permítanme referirme a algo que tenemos pendiente: el monumento que recuerde la Fundación de la Ciudad, señalando el lugar donde iniciamos nuestro camino común, con tropezones y aciertos, hasta llegar a ser lo que hoy somos. De momento sólo nos lo recuerda una parada del tranvía. Algo es algo, pero no lo suficiente.

          Soy optimista y creo que, pese a las dificultades, algo hemos avanzado, aunque si lo hemos hecho bien o mal, es la Historia la que nos juzgará. Pero nunca  confiemos con autocomplacencia en que, sin más, recibiremos un juicio favorable y, por ello, procuremos poner cada uno de nosotros, con el mayor entusiasmo y con fe en el futuro, nuestro granito de arena. Amemos, cuidemos nuestra ciudad y, cada uno desde su parcela, trabajemos por ella, recuperemos y demos su auténtico valor al valioso patrimonio recibido de nuestros mayores y del que todos somos responsables. Quiero pensar que para ello cuento con todos ustedes, mis convecinos, ciudadanos de este pueblo de nuestros amores y desvelos.

          El espíritu de Santa Cruz nos lo agradecerá o, lo que es lo mismo, Santa Cruz nos lo agradecerá en el alma.

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